A propósito del panel celebrado en el Auditorio del Senado de la República, con la participación de los abogados argentinos Martín Haissiner y Marcos Aldazabal, con el tema del interesante libro publicado por estos “Criminalización de la política: La persecución judicial de la gestión pública”, retumba en mis oídos el tópico que da nombre al presente artículo “El proceso es el castigo”.

No entraremos a desmenuzar la criminalización de la política como fenómeno indiscutible en toda la región y, muy especialmente, en la República Dominicana, para profundizar en el tema invitamos a adquirir la obra de los expertos argentinos, nos enfocaremos exclusivamente en introducir la instrumentalización de los procesos como un castigo en sí mismo, pues mientras estos disertaban parecían hacer una radiografía de lo que sucede en nuestro país.

Contrario a lo que cree la mayoría de la sociedad, la finalidad del proceso penal no es el encarcelamiento de los investigados, el ejercicio del poder represivo del Estado está diseñado para buscar la solución de los conflictos de naturaleza penal, sin dejar de lado los derechos y garantías que constitucionalmente acompañan a las partes, el descubrimiento de la verdad con el propósito de condenar o absolver.

Como hemos dicho antes, los actores del sistema hemos fallado en transmitir el propósito del proceso penal, la razón de ser de las garantías del debido proceso, la finalidad de las medidas de coerción, lo que persiguen las sanciones penales y otros tantos aspectos que han distorsionado la comprensión social del derecho penal. Como resultado de todo esto la expectativa social es la de castigar, condenar, reducir derechos y el proceso penal se ha usado como forma de responder esas expectativas.

Como señala el profesor peruano Arsenio Ore Guardia, se utiliza el proceso penal como un instrumento de presión y descrédito en conflictos de poder político, económico o personal. Conclusión a la que podemos arribar sin mayor esfuerzo al mirar la forma en que se dan nuestros procesos penales, de principio a fin, donde someter a las “vejaciones” del proceso ya son, en el común denominador de los casos, el castigo buscado.

Desde la génesis de los procesos, que incluyen el tratamiento de personas como culpables cuando ni siquiera existe una imputación mínima en contra de los mismos, iniciando así la destrucción irremediable del nombre y la honra de esos individuos. Contrario a lo que dispone nuestra Constitución y el propio Código Procesal Penal, se les presenta como culpables con las consecuencias que esto acarrea, sin importar que muchas veces ni siquiera se materializa un proceso penal en contra de ellos.

El proceso se utiliza como castigo cuando, amén de la complejidad de los macroprocesos, se obtienen auténticas “condenas” de hasta 18 meses de prisión “preventiva”, olvidando la finalidad de las medidas de coerción y llegado el vencimiento de la duración máxima de esta irrazonable medida, cambiar el significado de la palabra “cese” por “variación” para perpetuar la aprehensión del individuo con la prisión domiciliaria, creyendo que la misma puede ser ilimitada porque, a fin de cuentas, sin preso no hay proceso.

Alguien lleva la cuenta de los resultados de los procesos en que se han impuesto este tipo de medidas o en los que no se han impuesto, ¿en cuáles casos se ha cumplido con la finalidad de garantizar la presencia del imputado y la integridad de la investigación? ¿Qué sucede con esos individuos que se castigó anticipadamente? ¿Cómo responde el Estado a las personas absueltas luego de que se les castigara con el medio, prescindiendo del fin?

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