“Si la libertad significa algo, es el derecho de decir a los demás lo que no quieren oir”

George Orwell

En la mañana del 2 de julio, el embajador representante permanente de la República Dominicana ante la Organización de los Estados Americanos (OEA), doctor Virgilio Díaz Ordóñez, entregó en la sede de la entidad en Washington, una nota oficial del Gobierno de su país, solicitando formalmente la convocatoria del Órgano de Consulta, de acuerdo con las prescripciones del Tratado de Asistencia Recíproca de Río de Janeiro. En ella se hacía una pormenorizada exposición de los actos de “agresión” armada con que, según el delegado de Trujillo, se había atacado la integridad del territorio dominicano. La nota acusaba a los gobiernos de Cuba y Venezuela de responsabilidad directa en la organización y ejecución de esas agresiones, llevadas a cabo en el mes de junio recién transcurrido.

Invocando el artículo 13 del Tratado de Río, suscrito en 1947, la petición dominicana urgía al presidente del Consejo de la OEA, doctor Gonzalo Escudero, del Ecuador, la convocatoria inmediata, a fin de conocer de “la grave situación internacional que se ha creado en el área del Caribe como consecuencia de las dos invasiones contra el territorio” de su país. Estos hechos, cometidos por “bandas armadas”, tenían el propósito ostensible de “iniciar y fomentar una guerra civil”. La solicitud presentada por el embajador Díaz Ordóñez señalaba explícitamente que esas bandas habían sido “organizadas, adiestradas y equipadas en el territorio de la República de Cuba”, desde donde, además, partieron. “Existen elementos comprobatorios que revelan la participación de otro gobierno americano, el Gobierno de la República de Venezuela, en la preparación de ambas invasiones”, añadía la nota.

Escudero hizo asentar la solicitud en el acta del día y convocó de urgencia para esa misma tarde a una sesión del Consejo para discutir el contenido de la extensa nota dominicana. Quedaba así preparado el escenario para uno de los más virulentos debates en la historia de la organización.


La nota era una larga exposición de los hechos con los cuales la dictadura de Trujillo justificaba los cargos de agresión en su contra. Informaba que la primera de las dos “invasiones” consistió en el envío de un contingente armado, compuesto por más de 50 hombres, que llegó al atardecer del día 14 de junio al aeropuerto de la Villa de Constanza, en un avión C-46 “que portaba fraudulentamente las insignias de la Aviación Militar Dominicana”. El aparato llevaba la inscripción “Escuadrón de Caza Bombardero” y estaba conducido por un piloto venezolano. Los expedicionarios, según la nota de Díaz Ordóñez, desembarcaron “completamente equipados con las más modernas armas de combate” desplegándose inmediatamente en las montañas circunvecinas “para iniciar operaciones militares”.

La acusación contra Cuba venía enseguida. “Es de público conocimiento que las fuerzas invasoras se encontraban comandadas por un capitán de las fuerzas militares de la revolución triunfante en Cuba, individuo que respondía al nombre de Enrique Jimenes Moya”. Se resaltaba la importancia de establecer la vinculación estrecha de ese hombre con el régimen cubano, el cual calificaba “de facto”. Esta vinculación aparecía formalmente reconocida por el propio presidente de Cuba, Manuel Urrutia, quien en un discurso pronunciado el 3 de enero de 1959, habría expresado lo siguiente. “Con nosotros está también un dominicano que honra la patria de Máximo Gómez, un dominicano nieto e hijo del Presidente de Santo Domingo quien es hoy capitán de la fuerza rebelde, Enrique Jimenes Moya”. Urrutia habría dicho en el mismo discurso, según la nota acusatoria dominicana, que Jimenes “estuvo también en la revolución de Costa Rica y vino aquí a contribuir a la liberación de Cuba”.


Después de haber cumplido su misión de trasladar a los guerrilleros a Constanza, el avión alzó vuelo y regresó a su base en Cuba. Sin embargo, el delegado ante la OEA sostenía que esos grupos habían sido ya aniquilados en combate “no sin haber producido sensibles bajas en las Fuerzas Armadas de la Nación”. Asimismo se reportaban otros daños, como destrucción de bosques, plantíos y ganadería, en una región caracterizada “por su riqueza agrícola y pecuaria”, habitada por “una considerable población campesina”.

La interacción, según su nacionalidad, de la fuerza invasora, “ha revelado la presencia de elementos cubanos, dominicanos, venezolanos, puertorriqueños, guatemaltecos y un español”, adiestrados en un campo de entrenamiento en la localidad cubana denominada “Las Mil Cumbres”. El Gobierno dominicano aseguraba además poseer pruebas de que el avión utilizado para trasladar la primera de las fuerzas expedicionarias a Constanza “fue suministrado por las autoridades venezolanas”. El aparato habría volado primero a Cuba “tres días antes de iniciarse dicha invasión”, aterrizando en una extensa zona arrocera situada a ambos lados de la sección Lagunillas, cerca de la sección Aguacate, a unos treinta kilómetros de la ciudad de Manzanillo “de donde partió para emprender su misión”. Se refería también a las armas utilizadas, entre las cuales figuraban fusiles automáticos belgas aportados por Venezuela y fusiles americanos MI, suministrados por el gobierno cubano.

Díaz Ordóñez proporcionó detalles de la segunda expedición, afirmando que había partido, por la vía marítima, desde la bahía de Nipes, en Cuba, en dos yates identificados con los nombres de Tinima, antiguo Doña Rosa, y Carmen Elsa. El primero de ellos traía a bordo unos 54 hombres y el segundo 86. Ambos realizaron el viaje hacia las costas dominicanas enarbolando la bandera de los Estados Unidos, mientras eran escoltados por la fragata de la marina cubana Máximo Gómez. Según habían comprobado las investigaciones dominicanas, el buque cubano “acompañó las naves invasora hasta 70 millas de la costa dominicana”, las cuales llegaron a las localidades de Maimón y Estero Hondo, provincia de Puerto Plata, en la costa norte.

El texto oficial de la nota presentada por el embajador Díaz Ordóñez cita erróneamente el nombre de una de las dos lanchas, llamándola Tinita en vez de Tinima, como era lo correcto. El error aparece también en la versión oficial del documento dominicano distribuido por el Consejo de la OEA entre el resto de las delegaciones para las deliberaciones de la sesión de la tarde del mismo 2 de julio, donde se conocería formalmente de la solicitud de convocatoria del Órgano de Consulta. El error, que carecía de trascendencia a los fines de la acusación dominicana, probablemente tenía un origen mecanográfico. En otros escritos de la época, y posteriores, se escribió erróneamente el nombre de Tinina.

Al igual que en el primer caso, este nuevo grupo estaba compuesto por dominicanos y elementos de diversas nacionalidades, especialmente cubanos y venezolanos.  La acusación encontraba importante resaltar la calidad y cantidad del armamento y municiones traídos por esta segunda fuerza expedicionaria.  El inventario de dichas armas registraba ametralladoras calibres 30 y 50, fusiles Fal y Garand, bazucas, carabinas 30MI, pistolas 45, revólveres 38, granadas antitanques, equipos de transmisión y recepción de radio, miles de cápsulas de distintos calibres y centenares de granadas de mano.

Entre los elementos que revelaban la participación cubana existían en poder de las autoridades dominicanas, decía la nota, cajas de armamentos identificadas con la inscripción del Ministerio de Marina de ese país. A continuación, pasaba a describir la naturaleza de los combates registrados, en los cuales tomaron parte el guardacosta GC 101 y la fragata F-103, de la Marina de Guerra, los cuales “hundieron en las proximidades de la costa a las embarcaciones invasoras”.

Aquellos grupos que lograron penetrar al territorio fueron combatidos por fuerzas del Ejército y la Aviación “con la cooperación de la población campesina”. Los encuentros habían sido cruentos y destructivos teniendo como resultado “el aniquilamiento de la fuerza invasora”. La nota reconocía bajas apreciables entre las fuerzas militares dominicanas.

A reserva de poner a disposición de los organismos investigativos que decidiera designar el Consejo de la OEA “los elementos comprobatorios que obran en su poder”, el Gobierno dominicano exponía que los hechos y circunstancias expuestos en su nota “son de tal significación como para caracterizar la gravedad de la situación internacional creada por los gobiernos de la República de Cuba y de la República de Venezuela”.
Pero la amenaza que a su juicio constituía para la paz de América esa situación no se limitaba exclusivamente a los hechos presentados. A conocimiento del Gobierno de su país, señalaba Díaz Ordóñez, llegaban informaciones concordantes que “revelan la existencia de nuevos preparativos encaminados a invadir el territorio de la República Dominicana con iguales finalidades”. Como prueba de ello, indicaba, contingentes calculados en tres mil hombres se estaban entrenando en Cuba. Por su parte, el gobierno venezolano habría suministrado a esos grupos veinticinco aviones de guerra. Todo ello demostraba la magnitud de los preparativos y en qué medida podrían los mismos afectar la paz del Continente “si llegaran a traducirse en nuevas invasiones”.

La nota al Consejo entraba después a citar sus propósitos, estimando que los hechos expuestos justificaban la puesta en juego por la Organización de Estados Americanos de sus procedimientos de acción pacificadora. “A juicio de mi Gobierno”, explicaba Díaz Ordóñez, “la situación descrita procede considerarla a la luz de las previsiones del artículo 6 del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca de 1947, conforme el cual si la inviolabilidad o la integridad del territorio o la soberanía o la independencia política de cualquier estado americano fueren afectados por una agresión que no sea ataque armado o por un conflicto extra continental o intracontinental o por cualquier otro hecho o situación que pueda poner en peligro la paz de América, el Órgano de Consulta se reunirá inmediatamente, a fin de acordar las medidas que en caso de agresión se deben tomar en ayuda al agredido o en todo caso las que convenga tomar para la defensa común y para el mantenimiento de la paz y la seguridad del Continente”.

En consecuencia, el Gobierno dominicano solicitaba “formalmente” la puesta en práctica del procedimiento de consultas a que se refiere el artículo 11 del Tratado de Río. Pedía, además, que el Consejo de la OEA actuara provisionalmente como Órgano de Consulta, en tanto no se reuniera el Órgano de Consulta a que se refiere el artículo 11 “y acuerde las medidas efectivas que estime convenientes en vista de la gravedad de la situación”.


En su nota de solicitud, el embajador Díaz Ordóñez resaltaba que el Gobierno dominicano “ha hecho frente con toda efectividad y en uso del derecho de legítima defensa, a las invasiones de que acaba de ser víctima”. Su decisión de recurrir al Consejo constituía “un homenaje a la solidaridad interamericana”. Dicha iniciativa estaba fundamentada en la confianza de que “la razón y el derecho prevalecerán sobre las turbulencias que ponen en peligro la convivencia pacífica en el área del Caribe”. Le asistía igualmente la convicción de que los procedimientos interamericanos de seguridad colectiva serían capaces en el presente caso de evitar un conflicto de “incalculables repercusiones en este Continente”.

Finalmente, formulaba las “más amplias reservas” para presentar en el curso de los debates cualesquiera otros medios, evidencias y alegatos que sean necesarios en apoyo del recurso elevado al Consejo.
No tendría que esperar demasiado para hacerlo. Los debates que la presentación de la nota originaron en la misma sesión de esa mañana y en la segunda sesión extraordinaria de la jornada convocada para horas después en la tarde le ofrecerían la oportunidad de hacer gala de sus enormes cualidades retóricas.

Las representaciones de Cuba y República Dominicana tendrían de inmediato la primera de una serie interminable de confrontaciones verbales que habrían de caracterizar la discusión acerca de la crisis creada en la zona del Caribe. Tan pronto como se diera entrada formal a la queja dominicana, el Representante Alterno de Cuba, doctor Leví Marrero, tomó la palabra para fijar la posición de su país frente al caso.
Comenzó ampliando el contenido de la nota entregada por el canciller Roa a la Presidencia del Consejo en la tarde del día 26 de junio, con la cual el Gobierno Revolucionario de Cuba daba cuenta de su decisión de romper relaciones diplomáticas con el régimen de Trujillo, para pasar luego a exponer su categórico rechazo a las acusaciones dominicanas.


Marrero explicó que la decisión cubana de romper nexos con Trujillo era el resultado de una serie de graves acontecimientos que demostraban la permanente hostilidad mostrada por la dictadura frente al nuevo régimen de La Habana. Cuba era respetuosa de los principios de solidaridad en que se basa el Sistema Interamericano y daba esencial importancia al mantenimiento de buenas y cordiales relaciones con el resto de las naciones americanas. Su rompimiento de vínculos diplomáticos con Trujillo era finalmente el fruto de acciones premeditadas de agresión contra intereses vitales de Cuba que ésta había tolerado pacientemente en aras de mantenerse fiel a los ideales de la organización.

“Ni los más torcidos sofismas que han pretendido utilizarse por algunos han podido ocultar un hecho indubitable: el Gobierno revolucionario de Cuba, producto de un movimiento popular que cuenta con el respaldo mayoritario más amplio que registra la historia cubana, ha velado con celoso interés por el mantenimiento de la solidaridad democrática americana y por la conservación de las más cordiales relaciones entre todas las naciones del Hemisferio”, prosiguió el delegado cubano. Prueba de ello era que, venciendo lo que calificaba de “justificadas repugnancias morales” y relegando a segundo término “provocaciones y desafueros premeditados”, evitara hasta último momento su decisión de interrumpir sus relaciones con el régimen trujillista.

Marrero apartó unos momentos los ojos del texto de su discurso y se dirigió directamente al embajador Díaz Ordóñez, al expresar que el rompimiento con Trujillo constituía un repudio “ante la conciencia de América y del mundo”. Tratábase de un régimen “cuyas últimas acciones genocidas culminan un proceso sombrío de tres décadas de horror, que le sitúan al margen del derecho institucional”.

La exposición del delegado antillano apenas comenzaba. Venía a continuación una larga referencia a hechos y situaciones justificativos de la decisión unilateral anunciada el 26 de junio. Y otra no menos extensa explicación de las razones por las cuales el Gobierno de La Habana rechazaba tajantemente las acusaciones formuladas en la nota presentada momentos antes por el delegado dominicano.

En realidad, el agresor debía ser el Gobierno de Trujillo y no el régimen cubano. No podía nadie olvidar, recordaba Marrero, que apenas seis meses antes, aviones al servicio del “régimen rapaz y criminal” de Fulgencio Batista sembraban la muerte en la campiña cubana. Lo cierto era que existía una fuerte complicidad de Trujillo en esos ataques a mansalva de las fuerzas de Batista contra poblaciones indefensas. Una contribución sustancial a “este crimen sin nombre, en forma de metralla y de bombas, provenía de los arsenales de Santo Domingo”.

Los hombres que Batista había reclutado a la fuerza para enfrentar la rebelión popular, provenientes de las clases “más menesterosas y atrasadas culturalmente del país”, que el pueblo llamaba “casquitos”, estaban dotados de armas de manufactura dominicana. Esos hombres “peleaban, mataban y morían provistos de carabinas San Cristóbal, fabricadas en la República Dominicana”. Según Marrero, ese era el único país del Caribe poseedor de instalaciones fabriles destinadas “a alimentar, a través del tráfico de armas, siniestras conjuras internacionales en el Mediterráneo americano”.

Cuba no podía ser señalada como responsable del rompimiento de relaciones con República Dominicana. No había tomado la decisión de hacerlo a raíz del triunfo de la revolución, en enero, a pesar de los aportes de Trujillo al sostenimiento del régimen derrocado mediante el envío de aviones, tanques y metrallas, aún después de que los Estados Unidos decretaran un embargo de armas a Batista. La posición de entonces del nuevo régimen tenía que entenderse en su propósito de contribuir a la paz y la convivencia entre las naciones. Este era el razonamiento del embajador Marrero, quien dijo: “Como una firme y clara demostración de sus altos propósitos de contribuir a la unión raigal de los pueblos americanos, por encima de los gobiernos que aún padecen algunos de ellos, nuestro Gobierno Revolucionario decidió mantener relaciones diplomáticas, sin excepción, con todas las naciones con las cuales hasta entonces había sostenido Cuba intercambio diplomático”.

Marrero sostuvo que esa decisión “no fue quebrantada ni ante las más groseras provocaciones”. Mencionó, por ejemplo, cómo había tenido lugar la primera de ellas, la misma noche del triunfo de la revolución. “Cuatro aviones elevaron el vuelo entre las tinieblas de la alta madrugada del 1 de enero de 1959, desde el Campamento de Columbia en La Habana, “para depositar en Santo Domingo su despreciable carga de criminales comunes, fugitivos ante un pueblo al que habían torturado, asesinado y desvalijado en siete años de tenebrosa pesadilla nacional”. Estos aviones, propiedad de Cuba, habían sido sustraídos por las autoridades dominicanas, las cuales seguían sosteniendo “sofismas jurídicos en un intento por justificar su acción, claramente definida en todos los códigos penales”. A pesar de ello, insistió Marrero, Cuba mantuvo sus relaciones diplomáticas con el régimen dominicano.

No constituía esta la única causa de afrenta del gobierno de Trujillo hacia la isla. Según el delegado antillano, “centenares de criminales de guerra fugitivos de Cuba, nucleados en torno a sus más notorios y repelentes jefes, se mueven con total libertad en territorio dominicano, donde participan en la integración de una Legión Extranjera, organizada oficialmente, y cuyo objetivo no es otro que amenazar la paz y la integridad de las naciones vecinas”. Para armar a esos mercenarios, y ante la imposibilidad de adquirir armas legalmente, Trujillo recurría a la ayuda de “prófugos cubanos”.

En connivencia con funcionarios dominicanos, esos “prófugos” habían logrado establecer una red de contrabando en La Florida. La red quedó al descubierto cuando dos funcionarios consulares fueron atrapados por agentes estadounidenses mientras cargaban un avión con armas destinadas a “fomentar una aventura contrarrevolucionaria en Cuba”.

El delegado alterno de la nación antillana consideró que esta era otra evidencia concreta de la política mantenida por Cuba de no responder a ninguna provocación. “A pesar de las pruebas indubitables aportadas por la policía norteamericana”, manifestó Marrero, “el gobierno revolucionario de Cuba, objetivo de esta intriga internacional, no rompió relaciones con la República Dominicana, cuyo gobierno era el motor activo de la conjura, como revelaba la presencia de sus agentes en la dirección del complot”.

En el largo rosario de “provocaciones” trujillistas, las ya citadas por Marrero carecían de significación si se las comparaba con lo que había ocurrido el 5 de junio en la capital dominicana. Ese día, funcionarios diplomáticos cubanos acreditados ante el Gobierno dominicano habían sido atacados en el local de un banco propiedad del Estado. Marrero abundaba en la denuncia presentada por el canciller Roa ante el Consejo el día 26, al comunicar el rompimiento de relaciones. De acuerdo al caso presentado por Cuba, el ministro y el primer secretario de su embajada en Ciudad Trujillo, Juan José Díaz y del Real y Mario Rivas Peterson, “fueron atacados por pandilleros armados” mientras se encontraban en el interior de un edificio del Banco de Reservas.

Este ataque había sido sólo el inicio de “una serie de hechos vandálicos”, que culminarían después con el asalto y saqueo por grupos armados de la sede de la embajada de Cuba en la capital dominicana. La vinculación del régimen trujillista en esta agresión se explicaba en la indiferente actitud asumida por las autoridades de ese país ante el hecho, a pesar de la proximidad de un recinto policial de la sede de la misión diplomática. Este recinto se encuentra, “a menos de doscientos metros del lugar de los hechos”, sin que los agentes impidieran la consumación del ataque.

Informado en la oportunidad debida de lo acontecido, recordaba el delegado alterno de Cuba, el Consejo de la OEA había tenido entonces la ocasión de escuchar, de parte de la delegación dominicana, “el más peregrino intento de justificación”.

Se pretendía justificar la acción en la circunstancia de que por tratarse de refugiados extranjeros los que atacaron a los diplomáticos cubanos, el Gobierno dominicano no estaba en condiciones de hacer mucho. Ante esta argumentación, Marrero rechazaba el intento de su colega dominicano Díaz Ordóñez de “corear un nuevo concepto jurídico que sustrajera a las minorías extranjeras de todo control, dejándolas a su libre albedrío, aun en los casos de la más peligrosa delincuencia, como son considerados, en los países sujetos a regímenes dictatoriales, el desorden público y el uso de armas por civiles”.

No obstante esta nueva agresión, La Habana se mantuvo firme en su decisión de no romper relaciones con Trujillo. Como tampoco había sido suficiente para hacer variar esa postura la campaña de injurias, calumnias y provocaciones que, al decir de la exposición del Gobierno Revolucionario presentada por su delegado alterno, era emprendida por la prensa, la televisión y la radio dominicanas totalitariamente al servicio del régimen”.

Marrero recalcó que esa campaña había sido llevada a los peores extremos. “la distorsión de la verdad y la falsificación incalificable de las categorías históricas, han llevado a estas agencias y hasta a diplomáticos experimentados y sagaces, a intentar un paralelo irreverente entre los próceres de la historia americana que en el siglo pasado encontraron acogida generosa por parte del pueblo dominicano, y los tiranos y sicarios fugitivos que desde los más distantes paralelos de América, han buscado y hallado refugio seguro, aunque costoso, a la sombra del régimen dominicano”. Esta era, sin duda, una alusión al exilio de los ex dictadores Fulgencio Batista, de Cuba, y Juan Domingo Perón, de Argentina, quienes se encontraban residiendo en la capital dominicana.

Para los cubanos, insistía su delegado alterno, resultaba intolerable ese intento de vilipendiar a “tan altas figuras patricias”, porque a través de los siglos y de las generaciones, unían a las islas lazos humanos capaces de sobrevivir a todas “las torpezas y traiciones”. Los ejemplos sobraban. Hatuey, el indio rebelde de Quisqueya, era el primer mártir de Cuba, y Máximo Gómez, también dominicano, había firmado con José Martí el célebre manifiesto de Montecristi, ciudad situada en la zona más noroccidental de la República Dominicana, próxima a la frontera con Haití. No podían compararse las figuras de Máximo Gómez y la de Trujillo, como según Marrero pretendían los diplomáticos dominicanos. El grado de Generalísimo lo había conquistado el primero encabezando los ejércitos cubanos en las luchas independistas “en mil batallas por la libertad” y otorgado por un pueblo reconocido y orgulloso de su héroe. El de los galones de Generalísimo de Trujillo era otro caso. Habían sido usurpados a base del terror, el crimen y el totalitarismo.

Aunque Marrero dejaría para la sesión de la tarde, en la que hablaría su canciller, Raúl Roa, la refutación de los cargos que la nota dominicana formulaba contra el régimen cubano, su exposición estaba llena de imputaciones contra Trujillo. El gobierno de Cuba, como bien podía apreciar el Consejo de la OEA, dijo, “ha actuado con contención y serenidad indiscutidas, pero se estaría negando a sí mismo y los altos principios de americanismo y humanidad que la inspiran, si no hubiera expuesto ante la conciencia de América, como lo hizo y reitera ahora, su repudio inequívoco a un régimen que, tras fatigar todas las formas de la intriga internacional, lanza contra su propio pueblo en armas en forma indiscriminada e implacable, todo el poderío militar que ha acumulado, en cantidades masivamente excesivas y obviamente desproporcionadas a su volumen demográfico”.

Esas denuncias de genocidio no provenían únicamente de Cuba, sostenía Marrero. También procedían de otros pueblos de América que habían denunciado con valentía las matanzas que “se vienen realizando contra grandes masas de la población campesina dominicana, ametralladas desde aviones poderosos y utilizando bombas incendiarias, con un furor vesánico”. Marrero citaba entre esas voces la del congresista norteamericano Charles Porter, de cuyo llamamiento a la Cruz Roja Internacional se hiciera eco la prensa. “El pueblo de Cuba, que durante el año pasado sufrió parejos ataques, realizados con la complicidad del régimen dominicano, no puede dejar de denunciar, a través del Gobierno Revolucionario que le representa a plenitud, esta página infamante de la historia americana”. Para ello, dijo, resolvió romper sus relaciones con el gobierno dominicano. Esta decisión en nada cambiaba la devoción que Cuba sentía por el pueblo dominicano, patria de Hatuey, Máximo Gómez y Juan Pablo Duarte. En todos los templos y hogares cubanos se estaban elevando oraciones por el pueblo sojuzgado por Trujillo.

La exposición cubana rechazaba los intentos de la diplomacia trujillista de achacar a acciones externas “la tragedia de estas horas dominicanas”. Y señalaba el anuncio “complacido” hecho por el gobierno de ese país de haber convertido “en un mar de fuego” extensas porciones de su territorio y que no había hecho prisioneros entre los expedicionarios de junio”. Pero cuando la verdad anda a contrapelo de la propaganda, tales versiones caen por su base. Ahí están para revelar la profunda y negra verdad del régimen dominicano la acción de doble agente del capitán Juan de Dios Ventura Simó, desertor por orden de su jefe, traidor a los patriotas exiliados y promotor felón de la rebelión presente, ya que según confesión oficial, fue quien llevara a suelo dominicano a los revolucionarios”.

¿Podía considerarse como respetable un gobierno que burlaba de ese modo a otros países, despachándoles, según Marrero, agentes secretos, prestos a la traición y al espionaje, y luego los exalta y premia con burla de toda la decencia internacional? ¿Podía confiarse en la honorabilidad de un régimen, como el de Trujillo, que en situaciones como esa ponía “en tela de juicio la inteligencia de los diplomáticos de países considerados amigos, a quienes lleva, con prevista doblez, a congratular a un traidor, responsable de la muerte de decenas de sus compatriotas?”

Obviamente, los esfuerzos de Trujillo y de Abbes García en el campo de la contra información daban sus frutos. La aparatosa e inventada historia de la infiltración de Ventura Simó en las filas del activo exilio dominicano, actuando como agente encubierto, convenció inicialmente a las autoridades de Cuba y Venezuela y, seguramente, a los líderes del exilio. La última parte era una referencia a la reunión en la que el canciller Porfirio Herrera Báez presentó a Ventura Simó al cuerpo diplomático acreditado en la capital dominicana como acabando de regresar de una misión encomendada por Trujillo en el exterior para hacer caer en una trampa a los expedicionarios con los cuales había regresado.

Se preguntaba, además, si tenía o no amplias razones el Gobierno de Cuba, para en nombre de los “más altos e irrenunciables principios de dignidad humana”, rechazar todo contacto diplomático con un gobierno que, como acababa de revelar la prensa internacional, consideraba un triunfo de su causa publicar en la prensa declaraciones, “arrancadas por la fuerza y el terror a padres que, ante los restos aun calientes de sus hijos, muertos en defensa de los ideales de democracia y de los derechos humanos que consagra la Carta de Bogotá, se ven compelidos a proclamar que repudian y condenan la actuación de sus hijos mártires, cuya conducta algunos padres han sido forzados a declarar repugnante”. Acaso existía en el mundo, se preguntaba el delegado cubano, fuera de aquellos que “han perfeccionado al máximo la técnica del lavado de cerebro, ¿un gobierno “capaz de tan refinada crueldad?” y de tan despiadada burla a lo que consideraba como “los más profundos, nobles y cristianos sentimientos humanos?”.

Finalmente, Cuba deseaba reiterar que al poner término a sus relaciones con la República Dominicana, no había actuado en respuesta a las reiteradas provocaciones de que había sido objeto. Tampoco estaba dispuesta a aceptar que su decisión fuera interpretada como una violación del principio de no intervención. A su juicio, el caso dominicano debía ser resuelto de acuerdo con las normas consagradas por el derecho interamericano por el propio pueblo dominicano.
La liberación de cada país debía ser obra de su propio pueblo, pues las revoluciones no se exportan. Marrero citaba palabras del primer ministro Fidel Castro pronunciadas en el Parque Central de Nueva York. Pero por encima de todas esas consideraciones, existían principios que deben convocar en su defensa a todas las conciencias y estos principios son los que incorporan los “más nobles documentos de nuestra época”, como eran la Carta de Bogotá y la Carta de las Naciones Unidas, cuando declaran, frente a los totalitarismos sombríos, los derechos cuya preservación conlleva la salvación de los principios que “justifica y ennoblece la dignidad humana”.

Era en ese tenor, en defensa de esos ideales, que Cuba creía “implacablemente triturados, desconocidos y escarnecidos en la República Dominicana” que el Gobierno de ese país reiteraba el Consejo de la OEA, su postura de denuncia frente al régimen de Trujillo.
Díaz Ordóñez escuchó pacientemente la exposición del delegado alterno cubano e inició su discurso con una larga reflexión de lo que entendía era la justa aplicación de las reglas de procedimiento, “creadas para proteger los derechos en discusión”.

Cuba estaba utilizando esas normas del reglamento “para fines contrarios a la protección ecuánime e igualitaria de los derechos discutidos”. Ello equivalía a transformar aquellas garantías “en la más desleal de las armas”. Era, en otras palabras, “desnaturalizar, manchándolo y oprimiéndolo, “el útil e imparcial instrumento creado para la ordenación adecuada de toda controversia parlamentaria.
El representante dominicano orientaba el debate a terrenos muy teóricos. Parecía una forma de eludir las graves imputaciones al rompimiento unilateral por este país de sus vínculos diplomáticos con la República Dominicana. En el fondo, su exposición pretendía no sólo desviar la atención de esos hechos, sino desacreditar los argumentos por la vía de restarle calidad a quien los había expuesto.

Esta era una técnica muy usada que ya diera buenos resultados a la diplomacia trujillista en el pasado. No existían dudas respecto al empleo de este viejo recurso. “De acuerdo con nuestra experiencia reciente se está llegando a una época en la cual parece que se comienza a sentir miedo de oir”, dijo Díaz Ordóñez. “Confieso que no tenía la menor idea de que la soltura de palabra para lanzar el ataque pudiera conjugarse con una delicada sensibilidad (no la suya) de tímpano para recibir la defensa”.

Toda la exposición cubana, a su entender, quedaba reducida a un rosario de insultos. El diplomático continuó diciendo que “la fuerza inmanente de toda razón justa no necesita manifestarse con la violencia”. Esta no era otra cosa que el antifaz de fuerza con el cual “suele enmascararse la sin razón o el error o la injusticia”. Por eso, muchas veces él se había repetido el viejo apotegma: “nunca ofende quien quiere sino quien puede”.

Lo que acababan de escuchar los embajadores reunidos en el salón del Consejo de la OEA de labios del delegado alterno cubano, no eran más que “improperios, insultos y calumnias contra un gobierno que representa un pueblo”. Y a nombre de quién, se preguntaba Díaz Ordóñez, se insultaba”. “¿Quién lo dice? ¿A nombre de quién se ofende? ¿Qué credenciales invisten al atacante?”.

El Representante de Trujillo devolvía los dardos lanzados momentos antes. “Cuando el insulto usa como tribuna el más dramático desconocimiento y el más desgarrador analfabetismo cívico en cuanto a derechos humanos tan básicos como el derecho a la vida, como el derecho a la justicia, como el derecho a la propiedad fruto del trabajo honesto; cuando el insulto grita desde las más groseras violaciones constitucionales y gesticula trepado en la cresta de un paredón de fusilamientos; cuando el insulto se empeña en lanzar peroraciones pseudo-doctorales pretendiendo sostener que es posible que predique bien quien vive mal y que es posible que ofrezca el buen ejemplo quien vive el ejemplo malo…, entonces el insulto nace viciado de nulidad, nace huérfano de prestigio, nace vacío de crédito, nace moralmente tarado, solo digno y merecedor de la más justificada desconfianza”.

En definitiva, este era el “único patrimonio” de la postura cubana. Por eso, Díaz Ordóñez insistía en que la ofensa no lo era a menos que quien quisiera inferirla pueda moralmente hacerlo. Independientemente de las quejas cubanas, el hecho era que en los últimos meses se habían consumado tres invasiones a estados americanos: Panamá, Nicaragua y la República Dominicana. De las dos primeras había conocido ya el Consejo. No sucedía lo mismo con la tercera, la que había tenido lugar recientemente en su país.
Existía el peligro de que a causa de la indiferencia del Consejo, ese se viera compelido más tarde a conocer de esa tercera invasión “conjuntamente con la cuarta, quinta y las sucesivas”. Los hechos se estaban sucediendo tan apretadamente, dijo, que “ya casi no asombran ni por su audacia ni por su exorbitado escándalo”.

Lo que vino después fue una alusión directa y cortante, al líder de la Revolución cubana. “Alguien está libando ahora, a grandes sorbos, el embriagante licor de la victoria. La embriaguez del triunfo es una mala consejera y una pésima maestra de política. Siempre fue más fácil revolucionar que gobernar, como también será más fácil desorganizar en un día que contribuir a robustecer y perfeccionar lo que el espíritu americano forjó durante casi una centuria de esfuerzos sensatos, de experiencias juiciosas y de pensamientos serenos”. Como a “cualquier nuevo rico” de la democracia, como creía lo era Castro, pueden ocurrírsele “los más absurdos desatinos, aunque en ello se le vayan todas las monedas de su soberbia”.
A causa de sus propios errores, el Primer Ministro cubano corría el riesgo de caminar más aprisa que “sus escasos y tardíos aciertos, si es que no llega a romperlos antes de alcanzarlos”. Como se podía observar, la exposición de Díaz Ordóñez no constituía una refutación directa de los argumentos cubanos. No negaba ninguno de los hechos mencionados por el doctor Marrero para justificar la interrupción de relaciones diplomáticas, ni añadía nuevos elementos a la nota presentada por su delegación ante el Consejo de la OEA.

Sin embargo, parecía dirigida a convencer a los representantes de gobiernos allí reunidos de los propósitos de Castro de transformar a la organización en un instrumento “agresivo” al servicio de “políticas localistas”. La “fiebre de liberaciones” que parecía guiar las actuaciones del régimen de La Habana pretendía ahora que la OEA impusiera sanciones no preestablecidas “sobre la base de imputaciones rencorosas, vengativas, cuando no calumniosas”. Pretendía, además, que la OEA cambiara sobre la marcha su Carta Fundamental “y parta en pedazos la unidad americana”. Pretendía dividir las naciones en estados interdictos, “por voluntad de un César improvisado”, mientras aspiraba a reducir a cenizas “la invulnerada norma de no intervención”. Y mientras todo eso ocurre, según el delegado dominicano, “la América dormita”.


En lo que a la República Dominicana concernía, las fuerzas matizadas de “extranjerismos” que invadieran su territorio, azuzadas por Cuba, no habían podido servir con eficacia “al disfrazado interés que la empujó a tan desgraciada aventura”. El rompimiento de relaciones anunciado por Cuba significaba ahora un intento en otro campo para derrocar al Gobierno dominicano. “Paralelamente a aquella invasión territorial”, sostuvo Díaz Ordóñez, “lanza ahora esta otra especie de invasión ideológica que ha cruzado ya la frontera de la vida internacional dominicana. Se pretende invadir, también, el dominio de las relaciones estatales de la República Dominicana”.
La exposición del delegado trujillista llamaba la atención sobre el hecho de que en la OEA se recibiera copia de una nota enviada por Cuba a las Naciones Unidas comunicando su decisión de interrumpir sus nexos con el gobierno dominicano. Ello significaba que Cuba no confiaba en la OEA. ¿Es que acaso aspiraba encontrar allí, en el seno de una organización de jurisdicción mundial, el apoyo de “cierto núcleo extra continental” al cual podría favorecerle lo que calificaba de “dispersión de la unidad americana para satelizar el Caribe?”

La OEA estaba en la obligación de evitar, con su acción, que la sed de “liberaciones” que había provocado las invasiones a su país aspirara más tarde a una “liberación panantillana”, y a los turnos de Panamá, Nicaragua y República Dominicana, siguieran los de Haití, Puerto Rico, Jamaica, Las Bahamas y Curazao, entre otros. Tal vez entonces, advertía Díaz Ordóñez, “América despierte”. Su advertencia final estaba llena de admoniciones: “Ojalá que no sea tarde”.

Eran exactamente las dos y media de la tarde, cuando el embajador Escudero, presidente del Consejo, puso fin a la sesión, invitando para las cuatro y media de esa misma tarde a la segunda sesión extraordinaria del día, que habría de conocer de la nota dominicana solicitando la convocatoria urgente del Órgano de Consulta. Los embajadores sólo disponían de dos horas escasas para almorzar, descansar y consultar con sus respectivos gobiernos sobre el contenido de las graves acusaciones de Trujillo contra Cuba y Venezuela.

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