Por mucho tiempo, fui la primera en muchas cosas. En mi familia, en mi círculo social, en mi país. Dediqué mi juventud a abrir puertas, a romper techos de cristal, a crear oportunidades no solo para mí, sino también para otras mujeres latinas.

Me convertí en un referente, en un modelo a seguir, en la prueba de que sí se podía. Y, sin embargo, en lo más profundo de mi ser, sentía que nunca era suficiente.

Cada logro venía acompañado de una sombra persistente: el síndrome del impostor. Esa sensación de que, en cualquier momento, alguien descubriría que no era tan capaz, que había llegado ahí por suerte o simplemente porque había sabido caer bien. No importaban los títulos, los reconocimientos ni las victorias; la duda siempre estaba ahí, susurrándome que debía esforzarme aun más para justificar mi lugar.

Por años, viví tratando de encajar. Me esforcé por ser aceptada, por ser “agradable”, por no incomodar demasiado. Creía que para ser querida debía ser complaciente, amable y servicial, incluso a costa de mi propia paz.

Decía que sí cuando quería decir que no. Cedía espacios que sabía que me correspondían. Sonreía cuando lo que realmente quería era gritar.

Me convencí de que ese era el precio a pagar por avanzar, por ser parte de algo más grande, por mantener la armonía.

Pero la vida—con sus giros, sus pruebas y sus cicatrices—me enseñó una lección crucial: hasta que no sanara la imagen que tenía de mí, nunca me sentiría suficiente.

Podía ser honesta, tener valores sólidos y trabajar con integridad, pero si no aprendía a marcar límites, a protegerme, a decir “no” sin culpa ni explicaciones, seguiría atrapada en el mismo ciclo. No tenía que sacrificarme desmedidamente ni permitir que otros me usaran, me desgastaran o me faltaran al respeto.

El día que entendí esto, todo cambió. Dejé de esforzarme por caer bien. Dejé de buscar validación externa como prueba de mi valía. Dejé de justificar mis decisiones y de pedir permiso para ocupar el espacio que siempre me había correspondido.

Lo más curioso fue que, cuando dejé de intentar ser “agradable”, la vida se volvió mucho más sencilla. Ya no sentía la necesidad de demostrar nada a nadie, porque por fin me bastaba con saber quién era y lo que aportaba.

La gente que quedó en mi vida después de ese proceso fue la que realmente valía el esfuerzo.
Dejé atrás a quienes solo estaban mientras les convenía, a quienes se alimentaban de mi esfuerzo sin aportar nada a cambio.

Aprendí que el respeto es infinitamente más valioso que la aceptación superficial. Que las conexiones genuinas no se construyen a base de complacencia, sino de autenticidad.

Hoy, a mis 52 años, miro atrás con ternura y comprensión. Entiendo por qué me costó tanto soltar el miedo al rechazo, por qué tardé en darme cuenta de mi propio valor. Pero también miro con orgullo a la mujer que soy ahora: fuerte, libre, dueña de su voz y de su historia.

Si pudiera hablar con mi yo más joven, le diría:

“Honra tu verdad. No te preocupes por caer bien. Ser buena persona nunca significó sacrificarte por los demás. Defiende tu espacio, cuida tu paz y, sobre todo, no tengas miedo de ser quien realmente eres. No te arrepentirás”.

Posted in Opiniones

Más de opiniones

Más leídas de opiniones

Las Más leídas