En todo cuanto la persona humana suele profesar como disciplina científica, o bien ejercer como oficio, pudiera subyacer ahí una obra digna de apreciación sensible, pero cabría decirse que semejante propensión cobra mayor énfasis en una cualquiera de las facetas ocupacionales del derecho u otrora jurisprudencia, cuyo artífice, bajo la denominación común de jurista, ha de encarnar o administrar los bienes, valores e intereses más preciados de la gente, a sabiendas de que ello le permite a cada uno de los integrantes del conglomerado comunitario el desempeño idóneo en la escena social, civil o jurídica.
De por sí, la propia persona vino a constituirse en una obra de arte, cuyo origen remoto, mediato o cercano obtuvo como punto de partida, ora la naturaleza, ora la santidad, o bien la humanidad, de suerte que la historia de la creación sensible suele situar la fuente inspirativa del ramo en semejante trilogía, ya sea durante la edad antigua, medieval, renacentista, moderna o posmoderna, cuando el artista pudo quedar ensimismado para forjar el objeto estético.
En la esfera humana, probablemente dos actividades no se parezcan tanto como el arte y el derecho, por cuanto en ambos quehaceres hay actuación, representación, personificación, caracterización, dramatización, histrionismo, teatralidad, interpretación, auditorio, escenario, asunción de roles o papeles, vestuarios, argumentación, retórica u oratoria, ficción y simulación, entre otros actos o variedades artísticas.
Así, pudiera decirse, parafraseando a William Shakespeare, que en el mundo jurídico y forense el histrionismo cunde por doquier, donde cada quien asume su rol teatral, pero suele ocurrir con frecuencia que un mismo jurista en distintos momentos funge personificando la procuración social, ejerciendo el papel de juez, prestando función abogadil, desempeñando defensoría ciudadana, sirviendo cargo consular o diplomático, votando leyes desde el escaño cameral o senatorial, impartiendo docencia superior, componiendo literatura expositiva, administrando el erario, siendo letrado judicial, instrumentado actuarios en la notaría, o bien diseñando políticas públicas.
Durante el ejercicio de tales obras propias del jurista, suele ponerse de manifiesto la estética, disciplina ínsita en la filosofía, cuyo precursor fue Alexander Baumgarten, bautizada en la segunda mitad de la centuria dieciochesca como ciencia del conocimiento sensible u objeto artístico, pero se trató de un acervo cognitivo que posteriormente alcanzó perfeccionamiento cimero, a través de los aportes epistémicos de Immanuel Kant y Georg Wilhelm Friedrich Hegel, respectivamente.
Salta a la vista, aun frente a la mirada de cualquier neófito en la materia, que la estética de una obra de arte queda representada en su excelsa belleza, derivada en principio de la naturaleza, luego de la santidad y a la postre de la propia humanidad, pero nada impide reconocer que en ocasiones también tuvo como objeto en Grecia la virtud o perfección, simetría u orden y hasta la justicia que actualmente suele verse como el fin supremo del derecho bajo el socaire de la corriente neo-constitucionalista.
De todo cuanto queda dicho hasta aquí, cabe traer a colación que el derecho ostenta una bivalente concepción tautológica. Esto así, porque esta disciplina muestra una noción teórica, donde radica su carácter de ciencia, en tanto tiene un armazón especulativo o elenco de categorías, denotativa de la consabida razón pura, pero de ahí resulta también la exteriorización de una determinada técnica, cuya causa formal pone de manifiesto el arte, lo cual suele conocerse además como la razón práctica.
Precisamente de la razón práctica, surge como corolario que el derecho constituye una obra de arte, por cuanto queda visto como una manifestación espiritual, a través de cuya expresión se busca idealizar el entorno social, hasta el punto que el jurista medieval dejó dicho fictio figura veritatis para así significar que la ficción viene a ser una representación de la realidad, de suerte que desde esta perspectiva se hace estética jurídica o literatura artística, a través de imágenes, símbolos, metáforas, máximas o presunciones.
A la cima de esto, sabido es que el jurista, tras forjar toda obra, deja su impronta, la cual puede quedar impregnada de estética jurídica, siempre que el manejo diestro del idioma le permita la armonización entre fondo y forma en una pieza retórica u oratoria, pero cuyo objeto sensible sea el resultado del uso del derecho para hacer la justicia.