En términos fiscales, 2020 no será un año de cambio en el curso de las cuentas públicas del país caracterizado por déficits fiscales continuos por más de una década. De hecho, será uno de profundización de ese curso. Para empezar, el de ese año es el primero presupuesto en mucho tiempo que se propone (o admite formalmente) un incremento importante en el déficit fiscal comparado con la ley de presupuesto del año anterior. Casi todos los presupuestos se propusieron mantener o reducir el déficit. La ley de presupuesto de 2020 se propone aumentarlo respecto a la ley de 2019 desde 75 mil millones de pesos (o 1.7% del PIB) hasta 110 millones (2.2% del PIB).
Además, en los últimos años las metas de déficit nunca han sido cumplidas. Los déficits efectivos han estado consistentemente por encima de lo presupuestado por lo que es presumible que tampoco la meta será cumplida y 2020 cerrará con un déficit aún mayor. Más aún, es obvio que, por razones electorales y frente al rezago del candidato oficialista, el gobierno tiene un enorme incentivo para disparar el gasto público en la primera mitad del año a un nivel tan elevado que, como en 2012, podría no haber posibilidades de hacer el ajuste necesario durante la segunda mitad del año a fin de cuadrar las cuentas fiscales.

Enfrentar la dinámica de la deuda

A pesar de eso, 2020 deberá ser un año importante en términos fiscales porque la administración de gobierno estará obligada a tomar decisiones con implicaciones significativas para 2021 y los años siguientes. El desafío fiscal es, sin lugar a duda, el más inmediato a que se enfrenta la política económica porque la dinámica de la deuda y de su servicio deben ser enfrentadas de inmediato.

Mientras en 2008, por cada 100 pesos de recaudaciones tributarias, 9 se destinaban a pagar los intereses de la deuda pública, en 2018 ese monto se había más que duplicado, alcanzando 19 pesos. Los pagos por amortización de capital subieron desde el equivalente de 15.4 centavos por cada cien pesos recaudados, hasta 23 centavos en 2018. Todo lo anterior significa que la proporción de ingresos que se destinó a pagar la deuda pública subió desde 25 por cada 100 pesos recaudados en 2008 hasta más de 42 pesos en 2018. Un monto similar se terminará pagando en 2019.

Cuando un gobierno debe dedicar más del 40% de sus ingresos a pagar deuda tiene un problema: está obligado a endeudarse porque con el restante 60% o menos de los ingresos, no puede hacer frente a todas las obligaciones. Entre 2008 y 2018, el endeudamiento público financió más del 28% del presupuesto del Gobierno Central y cerca de un 19% del gasto primario, es decir, del gasto efectivo en la economía, descontando los pagos de deuda.

Más aún, lo que ha venido pasando es que el gobierno no solo se ha venido endeudando para pagar deudas que se vencen (reenganchando), lo cual es una práctica común y aceptable, especialmente si la deuda nueva se toma en mejores condiciones que las viejas, sino que lo ha hecho para pagar los intereses porque sus ingresos tributarios son insuficientes. En 2018, el gobierno solo tuvo recursos para pagar por menos del 34% de los intereses adeudados. El restante 66% lo cubrió con nueva deuda.

Es por eso por lo que, entre 2008 y 2018 el total de recursos que el Estado ha tomado prestado en el mercado internacional, en el mercado local y con organismos multilaterales ha sido equivalente al doble del pago de las deudas vencidas. El resultado obvio es que la deuda total crece de forma sostenida, generando un incremento posterior del servicio y reduciendo los recursos disponibles para financiar cuestiones tan básicas como la infraestructura, la salud o la seguridad pública y la justicia.

El gasto primario, que es el gasto que el Estado hace efectivamente pagando salarios y contratos con proveedores, medido como porcentaje del PIB, ha estado estancado desde hace más de diez años. Entre 2008 y 2018 ha sido equivalente a 14.4% del PIB y en 2018 alcanzó el nivel más bajo en todo el período: 13.3% del PIB.

En pocas palabras, la deuda, que ha financiado una proporción elevada del presupuesto público, ahora se está “comiendo” los recursos. La respuesta de la política ha sido posponer la solución, tomando más prestado y agravando gradualmente el problema.

La deuda del Banco Central

Pero además de la deuda del Gobierno Central, está la del Banco Central, que igual que la otra, no para de crecer. La forma en que esa institución ha logrado mantener bajas la inflación y la devaluación ha sido endeudándose para mantener la liquidez en la economía en ciertos límites.

Desafortunadamente, hay que detener el crecimiento de esa deuda porque, como cualquier otra, eventualmente se hará impagable, lo que generaría una crisis. La única forma de lograrlo es que el Gobierno Central cumpla con su obligación legal de recapitalizar al Banco Central, misión en la cual ha venido fallando. Entre 2010 y 2018, el Gobierno Central ha dejado de transferir 166 mil millones de pesos al Banco Central. Si no se camina en la dirección de que el fisco contribuya a paliar las pérdidas del Banco, éste seguirá obligado a tomar prestado del público, manteniendo altas las tasas de interés reales y comprometiendo la inversión productiva y los empleos.

Bienes públicos y servicios sociales: más allá de la deuda
Es necesario insistir, sin embargo, que lo que hay que resolver en las finanzas públicas, como se indicó antes, no es sólo un problema de deuda. Hay que poner al Estado en capacidad de hacer lo que está obligado a hacer: asegurar la salud y la seguridad pública, proteger el medioambiente y dotar de infraestructura económica y social básica.

Aunque el problema de la salud pública es mucho más que recursos, incrementar el gasto es ineludible. Eso incluye aumentar el financiamiento per cápita en el régimen subsidiado de la seguridad social tratando de igualarlo al del contributivo y buscar una solución, que seguramente pasará por gastar más, al problema del inviable régimen contributivo-subsidiado que mantiene fuera de cobertura a un cuarto de la población. Además, hay que seguir mejorando las magras pensiones públicas e incrementando la cobertura de las pensiones solidarias, especialmente para la población envejeciente muy pobre.

También hay que buscar más recursos para mejorar la infraestructura y el servicio de agua. La subinversión en esta área ha mantenido sin cobertura un 20% de la población por muchos años.

Financiar adecuadamente a las entidades municipales es otra gran deuda pendiente. Volverles capaces de resolver problemas fundamentales de las comunidades requerirá de más dinero, aunque también de capacidades técnicas y de transparencia.

Otra área que necesita de más recursos públicos es la inversión en infraestructura. Hoy es equivalente a menos del 3% del PIB y habría que subirla por encima del 5%. En este ámbito se pueden explorar alternativas innovadoras en alianza con el sector privado, cuidando que no impliquen ganancias desmedidas y derechos monopolísticos en beneficio de unos pocos cuyo único mérito es tener acceso al poder político.

Por último, sólo para mencionar algunas áreas críticas, urge aumentar el gasto en protección ambiental, en particular la de bosques, cuencas y ríos, porque asistimos a una degradación acelerada de los recursos naturales. También en seguridad pública y justicia. La inseguridad ha sido la principal preocupación de la gente por varios años y afecta severamente la calidad de vida.

Conclusión

Por todo lo anterior, en 2020, especialmente a partir del 16 de agosto, quienes vayan a tomar decisiones deben tener bien claro tres cosas. Primero, que el gobierno está obligado a enfrentar el tema fiscal de inmediato para prevenir una crisis. Segundo, que además debe hacerlo para poner al Estado en capacidad de cumplir con su responsabilidad. Tercero, que eso implica incrementar de manera importante las recaudaciones y que no podrá lograrlo sólo controlando el gasto público, saneándolo o reestructurándolo.

El país está obligado a reformar los impuestos. Habrá que bajarles la carga a unos, especialmente a quienes cargan muy pesado, y elevarla a otros, especialmente a aquellos que no contribuyen o contribuyen poco, pero en promedio, habrá que subirla. No hay otra forma de poner al Estado en condiciones para hacer lo que tiene que hacer.

Es entendible que los candidatos no quieran hablar de impuestos en tiempos electorales, especialmente debido a la baja legitimidad del fisco. Sin embargo, la ciudadanía tiene que estar consciente de que la cuestión de los ingresos es tan importante como la de sanear, reestructurar y mejorar la calidad del gasto. Este es un tema doloroso y conflictivo pero ineludible si queremos construir el Estado que decimos merecer.

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