Desde épocas antediluvianas, toda persona física hubo de resguardarse de sus congéneres, de fuerzas fenoménicas del entorno o de ultratumba, pero cuando debió preservar los atributos connaturales a la propia existencia humana, entonces la defensa convino confiársele a alguien representativo del conglomerado social, tales como sacerdote, rabino, patrono, patriarca, sabio, filósofo u orador, cuyo ministerio caritativo era servido en auditorios abiertos, entre ellos plazas públicas, ágora, areópago, pretorio, foro u otro lugar propicio para escenificar frente a la gente semejante acto de trascendencia comunitaria.
Entre juristas suele admitirse que tal ministerio defensivo quedó convertido en la abogacía, actividad honorífica que data del tercer milenio precristiano, cuando apareció por primera vez en la región baja de Mesopotamia, conocida a la sazón como Sumeria, donde surgió como resultado de la tradición consuetudinaria, hasta que requirió regulación en el derecho escrito, en tanto que desde ahí se trató de una institución cultural, dotada de gran influencia social, por cuya razón fue juridificada en los códigos antiguos del Manú, de Hammurabi, del Talmud y en el Corpus Juris Civilis, compilación de postrer devenir que corrió por cuenta de Justiniano.
Una vez regulada, esta consuetud vino a reputarse como una profesión, ejercida en la cultura greco-latina, durante la república romana y en el imperio occidental u oriental, por patricios libres, de hidalguía selecta y ciudadanía ejemplar, aunque otrosí se les permitió prestar dicho ministerio a destacados hombres de origen plebeyo, personas que en adición debían mostrar dominio pleno de la retórica u oratoria, aparte de aprobar examen de jurisprudencia para así congregarse en su colegiatura gremial, pero ante todo la abogacía fue una gestión honoris causa, ya que a la sazón la cuota litis estuvo prohibida.
A mayor abundamiento, cabe agregar que en la cultura civil-canónica la aristocracia de la sapiencia jurídica estuvo absolutizada entre juristas, una vez formados como tales en las escuelas sabinianas o proculeyanas y en otros centros de enseñanza preceptoril, aparte del autodidactismo que desde la aparición de la escritura constituyó la vía por excelencia de la erudición academicista, pero en puridad la abogacía fue un oficio forjado en la praxis, por cuanto toda persona interesada en ejercer esta profesión debía ser recipiendaria discente en la casa operaria de un abogado experto, donde empezaría a pertrecharse del instrumental cognitivo atinente a la defensa forense, a través de la apropiada calistenia cerebral, cuyos insumos provendrían de distintas fuentes, a saber, retórica, oratoria y lógica.
Como institución penta milenaria, la abogacía suele traducirse en una de las actividades jurídicas que el jurista puede ejercer de forma liberal para prestar servicios profesionales a usuarios que, en la dinámica interactiva propia de los ciudadanos insertos en una sociedad caracterizada por el pluralismo conflictivo, confronten situaciones problemáticas o sean adquirentes de perentoriedades, cuya solubilidad demande la aplicación práctica del derecho como sistema capaz de garantizar la convivencia armónica en la comunidad socializada mediante ficción contractual de vigencia hipotética en la historia de la humanidad, en aras de traer consigo la cohesión perpetua entre individuos portadores de intereses contrapuestos.
En efecto, el artículo 3 de la Ley núm. 358-05, regulatoria de los derechos pro consumo, define el término servicio como cualquier actividad que sea objeto de transacción comercial entre proveedor y usuario, incluyendo las prestaciones suministradas por los profesionales liberales, por cuya razón ahí cabe encuadrar gestiones, asesorías, consultas, defensas letradas y diligencias procesales, entre otras tramitaciones técnicas atinentes a la abogacía, las cuales acarrean obligaciones de medios en el campo de la responsabilidad civil contractual, cuando el jurista ejercitante asume la representación jurídica de los intereses de algún ciudadano en conflicto intersubjetivo.
En resumidas cuentas, urge precisar que pese a los pletóricos dicterios proferidos en contra de la consabida actividad, nadie en sanidad mental rehusaría admitir que la abogacía constituye una gestión ministerial coadyuvante de la justicia, toda vez que el jurista como intérprete pragmático del derecho, tras ostentar mandato, compromete su talento en pro de proveer los servicios profesionales previamente estipulados, pero cuya prestación amerita haber cultivado sapiencia lucífera y sabiduría práctica, por cuanto la mercancía adquirible por estipendio, radica en conocimiento, ora en materia generalista, o bien en rama especializada, cerebralmente archivado, o trátese de un insumo del intelecto en actualización constante.