Durante los últimos 50 años, la República Dominicana ha vivido una transformación material significativa. Hoy, el tamaño de la economía es casi 12 veces lo que era en 1970. En ese período, la población, aunque ha crecido, apenas se ha multiplicado por 2.4 y, como resultado, el producto per cápita se ha más que quintuplicado.
Ese proceso expansión económica acelerada se sucedió bajo entornos políticos muy diversos y bajo modelos de crecimiento y políticas públicas notablemente diferentes. En los setenta, el muy alto crecimiento económico se dio en un contexto en el que prevaleció la represión política y los crímenes de Estado y, en lo económico, bajo las políticas de protección y promoción del desarrollo industrial y urbano, tuvo a las exportaciones de azúcar como la principal fuente de financiamiento de ese esfuerzo.
En los ochenta, predominaron los efectos del agotamiento y crisis del modelo azucarero y de sustitución de importaciones y las políticas de estabilización y ajuste. El crecimiento se redujo notablemente y generó una dolorosa crisis social en el país. Al mismo tiempo, la represión política había cedido y se había inaugurado un período de libertad política y de expresión.
A finales de los ochenta, la economía se había reconfigurado, con las zonas francas y el turismo como líderes del sector externo. Desde inicios de los noventa en adelante, la economía y el comercio exterior fueron liberalizados y el Estado empresario heredado del fin de la tiranía fue desmantelado. Esas transformaciones inauguraron un nuevo período de expansión y diversificación económica en el que, en el ámbito doméstico, destacaron sectores como el comercio, las telecomunicaciones, las finanzas y la construcción y, más recientemente, la minería.
Los factores comunes
A pesar de lo diverso de los regímenes de políticas y de los contextos políticos, hay al menos tres elementos comunes a cada uno de esos momentos. El primero es la estabilidad política que garantizó la continuidad de las inversiones. Desde finales de los sesenta, ésta fue asegurada por la represión, pero desde 1978, la libertad política y de expresión y la alternancia en el poder han prevalecido, no sin crisis electorales que revelaron las fragilidades y problemas del sistema político.
El segundo es que la inversión de capital físico fue el factor determinante del alto crecimiento. Así lo confirman diversos estudios económicos. En los setenta, fue la inversión en el sector industrial y en infraestructura y, a partir de los noventa, principalmente la inversión privada en diversos sectores de actividad. En todos los casos, el estímulo de las políticas públicas, que contribuía a garantizar rentabilidad, fue un factor relevante.
El tercero es que las remuneraciones laborales reales se mantuvieron rezagadas, lo que contribuyó, junto a otros factores, a asegurar la rentabilidad de la inversión en la industria en los setenta y, a partir de los noventa, la competitividad de los nuevos sectores de exportación. En ambos casos, se conjugaron el crecimiento de la población en edad de trabajar, limitados progresos en educación y políticas de contención salarial para mantener deprimidos los salarios.
Es esa combinación de prolongado e intenso crecimiento económico y salarios reales relativamente estancados lo que explica la elevada desigualdad en la distribución del ingreso. Si bien los niveles de vida han aumentado, esta mejoría ha sido insuficiente y no se compadece con la transformación material y los niveles de bienestar que la gente percibe que le rodea.
Cambiar los énfasis
Por fortuna, desde hace varios años, hemos venido comprendiendo con mucha más claridad que el crecimiento debe traducirse en mayor bienestar y que una economía con salarios deprimidos, por más elevadas que sean las tasas de crecimiento que registre, no es una exitosa. También, hoy somos más conscientes que en el pasado, que la desigualdad es una fuente de conflictividad social.
Más aún, parece difícil que, a largo plazo, la economía pueda sostener o incrementar su tasa de crecimiento si no logramos acelerar el aprendizaje y la transformación tecnológica de nuestras empresas, pequeñas y grandes, lo cual depende principalmente de una fuerza de trabajo mucho más calificada y mejor pagada.
De hecho, en este momento es muy claro que la clave para el aprovechamiento de las oportunidades que ofrece la relocalización internacional de algunas actividades manufactureras (nearshoring) para crear empleos de más calidad está en las habilidades y destrezas humanas que podamos crear como resultado de los programas de capacitación técnica y profesional. El requisito más importante que exigen las inversiones extranjeras en actividades de ensamblaje, prueba y empaque de semiconductores, en actividades más complejas en la cadena de fabricación de dispositivos médicos y productos eléctricos y electrónicos y en la fabricación de autopartes, es la disponibilidad de personal técnico y profesional con las habilidades y destrezas correctas.
Pero no se trata sólo de la inversión extranjera. La transformación de la agricultura y, con ella, el fortalecimiento de la agroindustria para que ambas sean capaces de producir para el mercado doméstico y de exportar productos de alto valor, supone especialmente lograr mayores niveles de tecnificación y rendimientos. Ello requiere de personal técnico calificado. La seguridad alimentaria, el dinamismo exportador y el desarrollo rural dependen de ello.
En otras palabras, hay señales claras de que para crecer más en el contexto tecnológico actual y para que el crecimiento genere más bienestar, se reduzca la desigualdad y se fortalezca la cohesión social, tenemos que crecer de otra manera. Los esquemas del pasado no parece que vayan a funcionar más. La estabilidad política y los incentivos a la inversión en capital físico son insuficientes. Los énfasis tienen que cambiar.
Para sostener y acelerar el crecimiento, y para que éste genere más bienestar, la inversión en capital físico necesita ser complementada con muchas más inversiones en capital humano. De hecho, son éstas, las inversiones en la gente, las que deben estar en el centro del esfuerzo. No obstante, hay que indicar que esas inversiones no pueden limitarse a la educación y el entrenamiento. También se trata de salud y protección social y de la construcción de un sistema que cuide de las personas cuando éstas más lo necesitan. Son las personas las que aprenden y adquieren habilidades. Por eso, su estado de salud y expectativas son parte intrínseca de la ecuación.
En tiempos de reformas y de apuestas por acelerar el crecimiento y el desarrollo, es indispensable repensar los regímenes de incentivos y los énfasis de las políticas, dándoles sentidos estratégicos más humanos y, de largo plazo.