Como aserto comprobable en la praxis, a cualquier persona del imaginario común puede oírsele decir a ciencia cierta que la costumbre hace ley. Pues bien, semejante premisa raigal suele repetirse incesantemente porque constituye una máxima experiencial, cuyo contenido viene a remontarnos a la antigüedad ancestral de las dos familias de derecho que hoy son predominantes en la sociedad global de occidente. Así, a guisa de ejemplo, cabe citarse las tradiciones de estirpe anglosajona y de origen romano-germánico, y sobre ellas versar para de ahora en adelante construir el epítome discursivo.
Del correlato empírico antes señalado, cabe poner en evidencia que el derecho suele verse como una tradición raigal, social o como un proyecto vital, precisamente por estribarse en similar sustrato proveniente de la costumbre que era desde antaño el modo prístino usado en la propia comunidad nómada o establecida para votar su práctica cultural como estatuto obligatorio, cuya materialidad reiterada en el tiempo terminó constituyéndose en norma consuetudinaria, pero que en otro estadio superior de la humanidad sedentaria o de mayor civilización pasó entonces a ser una regla positiva o escrita, a través de la volición regia, mayestática o republicana.
Como proyecto vital, el derecho pudo arraigarse como valor cultural en el estoicismo filosófico, escuela helenística que tuvo como precursor a Zenón de Citio, cuya vigencia comprendió los últimos siglos precristianos y las centurias iniciales del primer milenio de nuestra era, habiendo sido uno de sus epígonos indirectos Domicio Ulpiano, ciudadano romano de procedencia fenicia, por cuanto en su digesto preconizó vivir honestamente, a nadie dañar y dar cada quien lo suyo, regla de oro digna de practicarse en la comunidad para propiciar la convivencia pacífica, pero en este pórtico académico también concurrieron varios discípulos emblemáticos a recibir formación ética, tales como Marco Tulio Cicerón, Lucio Anneo Séneca y Marco Aurelio, entre otros.
Siguiendo el hilo para llegar al ovillo, la interculturalidad jurídica comporta exteriorizar en términos antitéticos tanto las similitudes como las disparidades incardinadas en uno que otro de tales sistemas legales, cuyas grafías inglesas son common law y civil law, libremente traducidas en idioma vernáculo como familias de derecho común y civil, pero que igualmente en los estudios comparatistas suelen denominarse como tradición anglosajona y romano-germánica.
Como rasgo de muy antigua data, cabe traer a colación que ambas culturas jurídicas compartieron históricamente la costumbre como forma prístina de legislación popular, en razón de que era el conglomerado social de cada comunidad que basado en el mito mágico-religioso dejaba establecido el canon consueto de obediencia común, pero a partir del año 450 de la fundación de Roma, por rebelión mayoritaria de su propio pueblo, denominado a la sazón como la plebe, empezó a exigirse la garantía material frente a los privilegios de la clase patricia que la regla de derecho fuera escrita, por cuanto fue así como la Ley de las XII Tablas quedó erigida como el primer código antiguo de nuestra tradición.
Debido a la enseñanza recibida en nuestra cultura jurídica, pudiera pensarse que en la tradición anglosajona el derecho es consuetudinario a la vieja usanza, lo cual dista mucho de lo que en verdad acontece ahí, pues en las naciones ancladas en esta familia existe una labor congresual o parlamentaria muy significativa, realizada a través de su poder legislativo, por cuanto cabe poner de manifiesto que hay leyes escritas, pero cuya interpretación de primer orden resulta ser una función demiúrgica que se le reserva al juez, protagonista estelar en la creación normativa, de suerte que suele decirse que allí el hábito consueto de antaño, entonces queda representado hoy en la costumbre forense.
A resultas de todo ello, conviene resaltar a título de cierre discursivo que en la tradición anglosajona le toca al juez, mediante el precedente judicial, crear el derecho, pero en la cultura civil juega un rol de servidor público burocratizado, dejándosele al legislador la juridificación codificada de los actos normativos, cuyo contenido material queda erigido como la fuente principal de nuestro sistema legal, pero sin soslayar el papel imprescindible del jurista bajo la impronta ilustrada del otrora jurisconsulto, precursor en Roma y luego en Alemania del cientificismo jurídico, a través del vetusto digesto o de las viejas pandectas.