Ella volvió sin avisar, cuando menos la esperaba. Me sorprendí porque no entendía el por qué. La observé detenidamente parada en la puerta y percibí el momento justo en el que quiso acomodarse en el mueble de mi sala, en mi espacio, en mi casa… pero no se lo permití; la enfrenté y detuve justo ahí, en esa línea divisora que marca la alfombra de la entrada.
Me observó y parecía ligeramente fuera de lugar. No esperaba mi resistencia, pero aun así sonrió de lado, como quien tiene un as bajo la manga. Con la seguridad que le caracteriza, empezó a hablar y sentí flaquear por un momento.
Inició recordando mis errores, esos miles que he cometido en todos los aspectos de mi vida; continuó con el recorrido por mis derrotas, incluida la desaparición de aquel cordón de tres dobleces.
Enumeró cada espalda que he visto alejarse, cada palabra proliferada en mi contra, cada puerta que mi nariz sintió cerrarse.
En ese momento lloré. Me faltó aire, pero la miré a los ojos y con ellos fijos en su desforme e intangible figura le recordé que ya había recorrido y superado ese camino, que había tenido que pasar por fuego, fieras olas del mar y un callejón pedregoso; pero que lo logré y estaba segura que podría continuar.
Estuvo callada un rato más, impasible, como quien no lleva prisa. Luego, pareció recordar algo más, algo más profundo… y entonces sí, mencionó el frio de mi soledad infantil, el anhelo de ser protegida… reprodujo en un proyector que sacó (no sé de dónde) las lágrimas de la niña agachada en la esquina pidiendo atención.
Me hizo sentir el frio de quien sale de noche en pleno invierno y desnudo. Me vi pequeña, de 9… no, de 7 años, envidiando a los que sí podían correr a unos brazos buscando consuelo, y casi, casi veo la oscuridad una vez más, pero me obligué a recordar entre mis miles de derrotas que he tenido cientos de victorias.
La comparación le pareció graciosa, se rió como a quien le hacen el mejor chiste del mundo y buscando dar la última estocada, hizo mención de aquella herencia dejada en mis manos, y que según sus palabras, no he sabido cuidar.
Justo en ese momento, todo se detuvo, no la escuché decir más, el silencio hacía eco en mi cabeza y yo misma enumeré mis fallas como quien toma un cuchillo y lo desliza en su piel una y otra vez.
¡Vagamente la escuche reír otra vez, lo había logrado! Estaba justo por entrar a mi casa ya sí para instalarse, hasta que emergió aquella risita, tan diferente a la que estuve escuchando durante horas, esta era dulce, inocente…
La risita empezó a estar mas cerca, mientras ella desde mi puerta parecía congelada, intentaba desesperadamente alzar su voz por sobre aquella melodía dulce, intentaba mantenerme mirándole, pero fue inevitable no voltear mi cabeza y fijar mis ojos en aquella carita.
Se acercó, me aferré a sus manitas llenitas y a su inusual forma de llamarme; me aferré tanto que cuando reaccioné, ya mi puerta estaba vacía, ya los recuerdos no dolían y allí, en mi sala, nos acomodamos a jugar.
Ella volverá, lo sé, lo intentará cada vez de manera mas fuerte, pero yo tengo una melodía que resuena por sobre su molesta voz.