Históricamente, a los que presionaban a los parlamentarios en el vestíbulo de la Cámara de los Comunes se les llamaba “lobistas”; hoy, constituye una práctica muy arraigada que ha sido regulada en algunos países e, incluso, remunerada profesionalmente. Su objetivo original era defender los intereses colectivos ante los poderes públicos e influir en la toma de decisiones para cambiar su curso y que les aprobaran las que les fueran favorables y convenientes. Hasta ahí todo parecería correcto.

El cabildero, en cambio, tiene una connotación más negativa, porque incluye gestiones con argucias y actuaciones persuasivas para captar voluntades de un cuerpo colegiado o corporación, regularmente, a través de medios amañados. En otras palabras, torcer los designios proyectados, aprovechando los contactos y muchas veces, utilizando el tráfico de influencia. Tanto el lobista como el cabildero poseen amplios dotes de comunicación para convencer a sus interlocutores y ejercer dominio sobre ellos utilizando, si fuere necesario, los intrigas, los desmerecimientos del contrincante y los rumores. He aquí el problema.

La falta de transparencia, el ocultamiento y la manipulación de información, la extorsión y el cobro de favores pendientes son los pecados capitales de una labor que debería ser altruista, pero está plagada de secretos para proteger intereses privados que solo aprovechan a un grupo reducido o a un particular. Es la lucha de privilegios tras bambalinas, saltándose las reglas sin que los demás lo sepan; es el uso del poder, las conexiones y complicidades en las altas esferas por sobre el talento, la preparación, el conocimiento, la experiencia y la trayectoria.

Los lobistas y cabilderos abundan como moscas tras la miel en tiempos de designaciones importantes para hacer valer su verdad, en desmedro de los méritos acumulados de sus rivales. Se pueden vender a sí mismos sin el menor sonrojo porque en su obnubilación se consideran la mejor opción; apuestan a la insistencia para alcanzar sus metas y ganar por cansancio. Se dedican a torpedear las aspiraciones ajenas porque las propias son de poca credibilidad. Lo que les falta de capacidad, les sobra de obstinación, por eso, deben insistir como martillos sobre el clavo en la pared, gota a gota hasta causar el hoyo en la piedra.

La promoción de sus aspiraciones en sí misma no sería lo reprensible, tampoco la ambición de ascender y trascender para destacarse; sí lo es, el atentado a la libertad y a la igualdad cuando se quiere competir con las cartas marcadas. En cualquier caso, no sería culpa de los jugadores que con sus malas artes quieran ganar la partida, pero sí de los árbitros que, aun viéndolas, decidan incluirlos en el torneo.

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