Siempre los cambios tecnológicos han provocado reacciones diversas de las sociedades donde acontecen. Valga como ejemplo que cuando surgieron los primeros trenes y los primeros vehículos de motor, el debate sobre la velocidad que podía soportar el ser humano al transportarse llenó la prensa y la comidilla cotidiana.

En las últimas dos décadas del siglo XX la celeridad de los cambios tecnológicos flexibilizó la tolerancia a los nuevos productos y al comenzar el siglo XXI una laptop o un celular aparecen en todas partes del mundo y es una minoría cada vez más reducida la que no sabe cómo usarlos.

Si los celulares desplazaron a las cámaras fotográficas, los relojes de pulsera y los teléfonos fijos, las redes sociales han pasado a sustituir la prensa escrita, radial y televisiva. Es mayoritaria la población que se “informa” de todo a través de X (antiguo Twitter) o las páginas de información y medios digitales ajenos a un periodismo profesional.

Y toman como verdadero lo que ahí se dice, se asumen los juicios que se formulan sobre personas y hechos, y cada vez más se logra movilizar a mucha gente para acciones de protesta por esos medios (los recientes disturbios racistas en Inglaterra lo demuestran).

El descenso de la calidad de la educación, la ausencia de herramientas racionales en la mente de la mayor parte de los jóvenes y adultos para evaluar informaciones noticiosas y el uso instrumental de las redes por grupos corruptos y extremistas para divulgar mentiras, ha convertido a las redes sociales en un instrumento de manipulación de las emociones y la alineación política de las grandes masas.

La brevedad de los mensajes, el uso de imágenes escandalosas y la emisión de juicios simplistas (todo es bueno o malo) va minando la capacidad intelectual de los consumidores, se disuelve el sentido crítico y se impulsa la radicalización política (sobre todo hacia la extrema derecha) incentivando la misoginia, la homofobia y el racismo.

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