Se ha vuelto tan común las apelaciones a la Patria, aquí y en otras latitudes, que usualmente no nos peguntamos qué significa ese término. Se habla de defender la Patria, los símbolos patrios, el espíritu patrio, el mes de la Patria, y no nos preguntamos a qué es lo que estamos brindándole tantos apelativos y semejante culto. Por su etimología nos referimos a un “padre”, fuera la paternidad del suelo donde vive una nación o los “padres” que son nuestros ancestros y en nuestro caso tenemos una trilogía.
No existe padre alguno común a todos, es pura abstracción romántica, en el mejor de los casos, o cortina de humo para pretender que todos somos hermanos cuando de hecho la estructura social y económica no lo permite. El grado de desigualdad existente en nuestra sociedad y en la de la mayor parte de los pueblos del mundo no permite hablar de una fraternidad real. Unos pocos acumulan la riqueza producida por la inmensa mayoría y esa mayoría padece escaseces que no se justifican por el grado de riqueza que producen.
Montar la imagen de un “padre” común es un hábil recurso ideológico para crear una fantasía que unifique a todos por encima de la terrible explotación que sufren los más y la exorbitante riqueza que disfrutan los menos. A la patria también se apela cuando a los hijos de los pobres los envían a morir en guerras para defender los intereses de minorías: ¡Ucrania es un buen ejemplo! También se apela al “sentimiento” patriótico para estimular racismos y xenofobias de todo tipo.
Si por algo vale la pena trabajar y luchar es por el pueblo en su conjunto y su beneficio, construir una nación más justa y fraterna, entre nosotros y con los pueblos vecinos. Reconocer las diferencias, pero nunca justificar las inequidades, crear modelos económicos que beneficien a todos y que no sirvan para alimentar la codicia de unas pocas familias.