Gustavo Luis Moré es arquitecto, hijo de padre cubano y de madre italiana, es también el mayor de cuatro hermanos, nacido en Santo Domingo, vivió sus primeros tres años en la Ciudad Colonial, luego la familia se mudó a Arroyo Hondo en los años sesenta, una zona suburbana en la que en aquel entonces abundaban los árboles y los solares deshabitados llenos de verde, lo que conformaba un paisaje bucólico que él evoca con un dejo de nostalgia. En ese lugar vivió hasta los años ochenta. Según su relato, el haber cursado una maestría en Restauración de monumentos y ciudades históricas influiría en su carrera y también en el enfoque de cada uno de los proyectos en los que le tocó trabajar cuado regresó a República Dominicana.
¿Dónde cursaste el bachillerato y después la carrera de arquitectura?
El bachillerato lo hice en el colegio San Juan Bautista de La Salle, que era una institución de mucho prestigio en América Latina y en otros países, tuve una educación muy humanista, se puede decir que fue admirable y libre, sobre todo en esos momentos que marcaron una época muy caliente para nuestro país, posiblemente se debió a que muchos de los hermanos lasallanos eran cubanos, y tenían una visión diferente sobre el fenómeno de la Guerra Fría, por ejemplo. La carrera de arquitecto la cursé en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña desde el año 73 hasta el año 79, cuando me gradué viajé a Florencia, Italia, donde hice una maestría en Restauración de monumentos y ciudades históricas.
¿Qué fue lo que te impulsó a especializarte en restauración de monumentos y ciudades históricas?
Aunque ya había nacido en mí el interés por esa rama durante las clases de historia de la arquitectura que me dieron los arquitectos Eugenio Pérez Montás y César Iván Feris, recientemente fallecido, me resultó un tema muy estimulante, yo siempre he sido un diseñador, pero no había descubierto esa posibilidad de trabajar en cuestiones de investigación histórica, de escritura, de crítica, del conocimiento de la historia como un instrumento del presente e incluso como un instrumento del futuro. Así que cuando me gradué y apareció esta beca de las Naciones Unidas, acepté, aunque en principio no era lo que yo hubiera querido, me hubiera gustado más estudiar diseño en alguna universidad americana, pero cuando comencé a cursar esa maestría no me arrepentí.
¿Qué fue lo que encontraste en esa maestría y en la ciudad de Florencia?
Lo primero fue descubrir que la historia de la arquitectura era un mundo fascinante, hasta cierto punto un mundo autocontenido, era todo un universo de constelaciones intelectuales de estudios, de textos fundamentales que habían sido escritos desde los persas hasta los romanos, la lectura de la misma arquitectura como un hecho cultural era una representación de las ideas fundamentales de cada civilización, era como un enorme libro abierto para la lectura, sobre todo de Occidente, para conocer su pasado, eso fue lo que aprendí en Florencia, para mí el edificio, a partir de entonces, dejó de ser un hecho construido materialmente, para ser un hecho construido culturalmente, espiritualmente si se quiere, porque en esos edificios que tuve que estudiar pude apreciar los valores de esas civilizaciones, a través de los materiales utilizados, el manejo del espacio, los estilos y todos los elementos.
Cuando regresas a Dominicana, ¿cuáles son las ideas y los diseños, la impronta de los trabajos que encaras en el país?
La arquitectura colonial, que es un inventario limitado pero muy rico, me atrajo desde un primer momento, pero también me interesó la arquitectura moderna, sobre todo a partir de la revolución industrial, con el cambio de materiales, con todo lo que significa dejar de lado los academicismos, por ejemplo se dejan de lado temas como la decoración, comienzan a trabajarse interiores desnudos, austeros, cada vez más abstractos, más puristas, y hasta se puede decir que más racionalistas. Hay un predominio de la razón frente al predominio de la emoción que era lo que primaba en la arquitectura clásica. A esa arquitectura moderna no se le daba importancia entonces en el país. Fui el primero en trabajar en investigación sobre el tema, participé en los congresos del Icomos (Consejo Internacional de Moumentos y Sitios) y me atreví a hablar de ese tema en ese sitio. Después comencé a publicar una revista llamada Arquivoz, de la que llegué a hacer cinco números. También profundicé en el tema de la arquitectura moderna, he escrito varios libros, uno de ellos dedicado al maestro de la arquitectura moderna dominicana que fue Guillermo González, que estudió en Yale y construyó muchas de las obras más representativas del país, El Jaragua, El Jaragüita, las escalinatas de El Conde, el Centro de los Héroes, fue un personaje transformador…
¿Cuál es tu opinión sobre los que podríamos llamar “grandes ídolos” de la arquitectura moderna como Frank Lloyd Wright, Le Corbusier, Calatrava y otros?
Se puede decir que Wright, Le Corbusier y toda una pléyade de arquitectos, Mies van der Rohe que fue el que acuñó la frase “menos es más” son la generación iniciadora de la modernidad, pero la arquitectura evoluciona a un ritmo que cada generación le aporta nuevos elementos, incluso a partir de los años ochenta se habla ya de una arquitectura posmoderna, que ha dejado atrás ese menos es más, entonces se vuelven a aceptar elementos artísticos suntuarios, como columnitas con capiteles, arcadas y otros elementos, incluso se agregan elementos locales, y después aparece una nueva generación de arquitectos que puede hacer diseños con más componentes gracias al uso de la tecnología esa categoría pertenece Calatrava, por ejemplo.
¿Qué relación hay entre la arquitectura y el arte?
El arte y la arquitectura pertenecen a un mismo cuerpo de creación humana, son producto ambos de la imaginación, de la destreza y de la capacidad de soñar que tiene el ser humano, incluso a la arquitectura clásica se la consideraba la madre de todas las artes. Hay una relación tan estrecha que la arquitectura se nutre del arte y a su vez lo enriquece, se puede notar por ejemplo en las enormes esculturas de Alexander Calder, los muros cerámicos de Cándido Portinari en Brasil, los murales de Vela Zanetti en República Dominicana, Alfaro Siqueiros o Diego Rivera en México. No siempre la arquitectura tiene presupuesto suficiente como para sumar el aporte de artistas, como por ejemplo los proyectos inmobiliarios, pero los edificios públicos, por ejemplo, deberían tener elementos de los artistas locales, para dar una imagen de los valores y de la cultura del país.
¿Qué consejo les darías a los jóvenes que se deciden por esta carrera?
Lo primero es que abracen la nueva tecnología sin miedo, como un elemento que les permitirá trasladar el diseño a la obra, esto significa que tienen que capacitarse en el dominio de esa tecnología para sacarle el mayor provecho, Yo formo parte de una generación que llegó a la tecnología cuando ya habíamos aprendido a hacer las cosas de otra manera, pero aun así, me asomé a ese mundo y aprendí a manejarlo lo mejor que pude, lo segundo es que esa tecnología que abre un mundo de posibilidades no debe hacer que se abandonen las raíces culturales que tiene cada arquitecto, cada obra tiene que tener una contextualización con su medio ambiente, cada arquitecto debe saber cuál es su contexto climático, geográfico y cultural y lo tercero es que mientras más formado esté y mientras más sepa de literatura, de música, de cultura general, mejor podrá responder al desafío de hacer una arquitectura adaptada a su medio. Eso de hacer de cada obra un mundo nuevo, desconocido, para mí no es real.