Corría el mes de mayo del 2014. El colega José Báez Guerrero y un servidor compartían un vino francés en el restaurante Casa Vicente del ensanche Naco, del que no tengo información si logró sobrevivir a los embates de la pandemia que llevara a la desaparición de tantos puntos de encuentros de alta calidad en la capital Primada de América. Fue entre las ocho y las nueve de la noche cuando entró sonriente al establecimiento el poeta y cantante cubano Pablo Milanés, quien para entonces presentaba unos concurridos conciertos en el Teatro Nacional Eduardo Brito.
En momentos que José apuraba su copa, le advertí de la presencia en Casa Vicente del autor de “Yolanda” y otras tantas canciones que cautivaron el gusto de los hispano-parlantes, al margen de las pasiones ideológicas, matizadas del radicalismo político y filosófico, que caracterizaron esa etapa de la Historia que se conoce como “la Guerra Fría”.
Lo primero que pensé, cuando comprobé el cruce de miradas entre el rostro sonriente de Milanés y el sorprendido de Báez Guerrero, era que se produciría una confrontación, dada las posiciones políticas diametralmente opuestas del cantautor cubano y el autor de “Ceroles”.
Para mi sorpresa, vi que mi contertulio correspondió a la sonrisa del afamado trovador, por lo que le pedí que se sentara con nosotros, a lo que accedió gustoso. Compartimos el mismo vino y hasta unos salpicones de mariscos del que nos antojamos, mientras el cubano esperaba a unos amigos dominicanos.
Pese a que en años anteriores quien esto escribe estuvo de viaje periodístico en Cuba, llevándose una pobre impresión del sistema político y económico imperante en la isla, en tanto que a José le había ido peor, ya que si mal no recuerdo ni siquiera pudo pasar del Aeropuerto José Martí, por el sambenito de “anticastrista”, esa noche no hablamos de política, disfrutando las anécdotas de Milanés en Santo Domingo, donde decía sentirse muy bien.
La muerte de Milanés trajo a mi mente la noche olvidada. Paz a su alma.