César Nicolás Penson es un clásico de la literatura dominicana que hizo un retrato espiritual de la dominicanidad en la etapa que se forjaba lo que Pedro Henríquez Ureña definió como “la identidad nacional”. Uno de sus relatos magistrales, de su obra Cosas Añejas, plantea la interrogante sobre el asesinato de un sacerdote por parte de alguien que hoy habría sido diagnosticado como “psicópata” y los medios llamarían “asesino en serie”.
Penson narra cómo el asesino se preguntaba a sí mismo ante los cuestionamientos del juez y parado frene a un Cristo de palo: “¿Quién mató al Padre Canales?”, y se respondía a seguidas: “la justicia dominicana”. El cura había sido el último que el criminal enviaba al silencioso barrio de los acostados.
El horrible personaje argumentaba que si la vez que mató a un anciano que viajaba en un burro la justicia le hubiera hecho lo mismo, él no hubiera matado a su mujer, como ocurrió después, y menos al Padre Canales, crimen por el que finalmente fue condenado a la pena capital.
De manera cíclica, en la sociedad dominicana se produce un crimen donde los verdaderos culpables quedan sin ser debidamente identificados. Se apresa el autor material, muchas veces víctima del mismo sistema de impunidades, en ocasiones al supuesto responsable intelectual, pero en la conciencia colectiva quedan interrogantes como la que se hacía el matador del Padre Canales.
Cuando ocurren muertes de inocentes como la de Emely Peguero, en San Francisco de Macorís hace seis años, y Esmeralda Richiez, recientemente en Higüey, se tiene la sensación de que tras el hecho dantesco existen protagonistas ocultos. Muchos recuerdan el caso del niño Llenas Aybar. Como sociedad andamos muy mal. Es evidente.
Detrás de los crímenes más sonados hay otros que pasan prácticamente desapercibidos, pero con los mismos matices. Lo único que ahora la respuesta sobre quién mató a esos inocentes no limitaría su acusación a la justicia. El dedo acusador señalaría a la familia, las iglesias, los medios y toda la sociedad.