En cuanto le dije lo que tenía que decirle la muchacha empezó a ponerse de un color incipiente, entre tumebárico y prurriginoso. Me dijo que no entendía mis palabras. Ni yo tampoco, en verdad.

Me dijo que sólo sabía hablar burrundangueras y adoptó de inmediato una expresión epifenótica. Le dije que no me chicolizara, que bien que le gustaba el chiquitoneo. Me dijo que no me pusiera plebeyo y tenía razón. He sido un Conde plebeyo toda la vida.

Además, confieso que ya en parte barrunté esta historia, la publiqué impúdicamente. La borroneé. Fue uno de esos tantos días en que no se me ocurría nada para fastidiar a los lectores. Pero estaba incompleta. Muchas cosas se me quedaron en el tintero, aunque yo no escribo con pluma ni con tinta, sino directamente sobre mi iPad. Debería entonces decir que las palabras se me quedaron o enredaron entre los dedos. Por eso quiero volver a contarlo todo, pero esta vez completo. Lo prometo
Lo cierto es que llegué a amarla con todo mi entripamiento y no me importaba un melanoma que se pusiera incricitante cuando se lo decía. Ella era así, una mujer de tipo apachurrado, sempiterna y mamaria, pero además inverosímil.

Ei día que yo la bide /
(dijo Ruben Suro) /
no se lo que jue de mi… /
ai cosa quei cueipo pide /
no debiéndola pedí. /
Bailé con eya una noche… /
noche que jue como ei día. /
La cabesa me se moche /
si no e cosa e brujería: /
ei merengue desa noche /
lo toy oyendo tuavía.


Nosotros nunca bailamos un merengue, ni siquiera un bolero, pero nos apachurramos, nos estrujamos y reburujamos terneramente a la luz de una jumeadora.

Creo que llegué a contar como la conocí, el día en que nos conocimos y el día en que nos descosimos y desconocimos. Fue en verdad algo brutal, que ocurrió en circunstancias muy ruiseñoras. Las más ruiseñoras circunstancias.

Tropezamos por casualidad, según tengo entendido. Ella me golpeó distraídamente al pasar con el testamento, me dio un testamentazo en un hombro y tuve suerte. Si me hubiera golpeado con el nalguemio hubiera sido terrible, porque era nalgudente la agraciada, pero también era pechugosa en extremo. Pertenecía al género teutónico abundantísimus, y era también un poco trabiliosa y trombótica, definitivamente tetuagenaria y nalgónica. Y muy crecida de carnes. Casi más ancha que alta.

Mi novia anterior, en cambio, era sintética y sincrética, con pocos accidentes topógráficos, menos accidentada más bien que una tabla de plancha. Además tenía ojos de gato. Me fascinan y dan terror las mujeres con ojos de gato, esos ojos verdosos, verde lagarto, perversamente achinados y oblicuos.

El tropezón me aloqueteó por completo, me alborotó la sesera. La tropezadora vestía una minifalda que dejaba muy poco a la imaginación. Me sonrió. Desde ese primer instante sentí unos deseos irremediables de caerle a trompones, de matarme con ella a trompones con la trompa de besuquear… Eso sucedería después. Mientras tanto la devoré mentalmente, me la vaporicé de cabo a rabo. Pero mantuve las apariencias.

Luego hablaríamos, entraríamos en confianza y en calor. Ella estaba en calor. Sudaba como un semáforo
Me contó que había sido bailarina de ballet y que había estado casada con Brumencio Pitarraga, el mismo que tanto aparece en los diarios. Brumencio la acostumbró a una vida de lujo, según me dijo, tratando seguramente de impresionarme. Conmigo tendría que apretarse la cintura. Nada de restaurantes caros. Lo mío era Blanquiní, era el Palacio del Mondongo, era si acaso el Vizcaya, la parte alta de la capital, la auténtica capital con sus laboriosas prostibularias: sus infinitos afanes a la luz del sol y a la luz de la luna.

Recuerdo que le di una muela despiadada, una muela cubana, con mucha palabrería y mucha miedda, y al cabo de un tiempo prudente, con extrema cortesía, fina elegancia y discreta precaución y disimulancia la invité a subir al LADA. Estaba tan bien provista desde un punto de vista teutónico que tuve miedo de que se agarrara un testamento al cerrar la puerta, pero logró entrar sin problemas, aunque quedó algo apretada. De hecho. llenaba el asiento completo y le sobraban carnes a ambos lados. Apenas quedaba espacio para la palanca de cambios. La verdad es que casi no me dejaba cambiar de marcha, y cada vez que lo hacía sus casi desnudos muslos se remeneaban como la más jugosa gelatina. Era, sin duda, una de esas mujeres que saben lo que significa agitar las masas.

Sus muslos se me escapaban, /
(diría Federico García)
como peces sorprendidos /
la mitad llenos de lumbre /
la mitad llenos de frío.


La llevé a pasear por el malecón, la exhibí mejor dicho como un trofeo, como si fuera la reina de Saba, para darle cutufle a todos mis amigos y a mis más numerosos críticos y enemigos. El inflado Coyado y el inflador D’Meno se quedarían rojos de envidia.

Reconozco que el LADA iba un poco ladeado por el peso y con la llanta delantera derecha a punto de reventar, pero yo barruntaba de orgullo, no me cambiaba con nadie en esos momentos.
Después fuimos a cenar a la una vez elegante Barra Marisol, en el corazón de Villa Francisca… o quizás Villa Juana.

Tuvimos problemas para acomodarnos porque el lugar estaba muy concurrido, las mesas eran pequeñas y las sillas estrechas. De modo que mi acompañante precisó de un par de ellas para sentarse, pero se veía de lo más graciosa con su derrame nalgorio a ambos lados.

Bebimos cervezas bien frías, pedimos un cocido de patitas de cerdo, pero luego ella se descontroló. Pidió y repitió un mondongo, se antojó después de un cocido. Lo devoraba todo con fruición. Bebía como un alambique.

Las muchas cervezas la retrotayeron a la edad de piedra, al periodo meolítico, y empezó a visitar cada vez con más frecuencia el meandro. Al cabo de un tiempo, y al cabo de tanta bebentina y los abundantes platos que tan imprudentemente consumía, entró en modo churrigueresco y empezó a soltarse unos pleonasmos infernales. En el restaurante se produjo una estampida, la gente huía despavorida. Traté de calmarla. Le hablé con voz tan suave como enérgica. Pero el efecto fue contraproducente. Empezó a ponerse verdolaga y chimichurresca y volvió a pleonarse, Toda la parte teutónica era un solo tembleque.

Salimos a toda prisa del lugar y la llevé en mi LADA a su casa sin apenas sospechar lo que me esperaba. Nada más abrir y cerrar la puerta se desnudó sin piedad y me deslumbró con su exuberante anatomía. Hicimos el amor e hicimos el odio. Si hubiera sido por ella habríamos repasado el “Kama sutra”, habríamos hecho el polifemo, la bicicleta y el velocípedo, el carro de bomberos, la calesita, el submarino y el Burj Khalifa…

Me enamoré, en fin, perdidamente, como ya he sugerido, y nunca me hubiera separado de ella, pero el cardiólogo me la prohibió después de unos meses. El muy abusador me la prohibió como se prohíbe el alcohol y el cigarrillo. Más que una prohibición fue un ultimátum. Esa mujer, me dijo, era una sentencia de muerte. No había nada más que decir, nada que hacer…

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