La construcción de una educación de cara al siglo XXI debe tener como objetivo fundamental la pedagogía del amor y del deseo. Es que educar en el amor es no llevar a cabo el proceso cognitivo-formativo como un medio orientado hacia un fin, sino que la educación constituya un fin en sí misma.
Una educación en la cual la inclusión sea puesta de manifiesto, en la que la justicia distributiva sea norte de la formación de la Nueva Ciudadanía, en la que la intención no sea sobreponer un grupo a otro, una etnia a otra, una clase social sobre otra, sino que todo fin sea por una acción igualitaria, en donde los caminos a la paz y a la libertad no sean aspiraciones, sino realidades en sí.
Esta centuria no aspira a tener un sistema de formación disciplinar con sesgos, que muestre interés en su formación para la libertad, sin que se haga de manera exagerada, con extremismos, sin que llegue a anular la iniciativa de cada estudiante en honor a su formación autónoma.
El único insumo indispensable que debe mantener esa educación del deseo, es la condición social del acto educativo. No se puede formar sin un contacto personal, sin una construcción de relaciones interpersonales, sin una acción transformadora que priorice la dignidad de la persona, aún los espacios físicos no sean los ideales en cuanto a estructura civil, pero sí con una muy buena plataforma informática que auspicie los nuevos aprendizajes, identidades y cohesión de temporalidad.
Hace falta crear los espacios de discusión en donde convivan armónicamente los grandes avances tecnológicos y científicos con la formación humana, manteniendo una relación de grupo, y del mismo grupo con el otro, equilibrado, sano, realista y sin falsos idealismos. Con más seres humanos, con más profesionalidad y menos mercados de formación.