Ya estamos en la Semana Santa, la última de la Cuaresma, días de asueto muy esperados. Hace años era una semana de silencio, de respeto, de asistir a las iglesias, pero ahora es, para muchos, sólo unos días de vacaciones. Espero, sin embargo, que en las playas o en cualquier otro destino, saquemos algunos momentos para dedicarlos a la reflexión y al recogimiento.
Pensemos en nosotros mismos, en nuestros hijos, en nuestro país. ¿Qué queremos para nosotros y para nuestra familia? ¿Hacia dónde nos dirigimos como nación? ¿Qué retos importantes tenemos por delante y qué hacemos para superarlos? Estemos conscientes de ello o no, el estado de cosas que vivimos hoy, es el resultado de la suma de las acciones y actitudes de cada individuo de la sociedad, por tanto los cambios que anhelamos comienzan por nosotros mismos. Recientemente cayó en mis manos un artículo sobre el papa Francisco, que elogiaba el nuevo estilo pastoral que ha introducido en la Iglesia católica y hacía un resumen de sus características y preocupaciones principales como persona y como ministro de Dios. Muchas de las ideas expresadas en este escrito, así como sus mensajes de Cuaresma de este año me parecieron excelentes para tomarlas como temas de reflexión.
En primer lugar, me llama la atención que Francisco, a pesar de su posición, lejos de considerarse un ser superior, todopoderoso, es consciente de su humanidad y de su necesidad de Dios, tal y como ha manifestado en varias ocasiones al pedir que oren por él. Más aún, ha asumido su alta jerarquía con sencillez y humildad y no para ostentar riquezas y privilegios.
Como algunos saben, él rechazó vivir en el lujoso Palacio Apostólico y se aloja en un sencillo apartamento de dos habitaciones; igualmente, conserva sus viejos zapatos, en vez de usar los mocasines rojos que tradicionalmente calzan los pontífices. Además, usa en el pecho su viejo crucifijo de hierro en lugar del de oro que como Papa le correspondería, tampoco usa la capa roja de terciopelo y armiño que han usado sus antecesores.
Es un papa al que no se le dificulta hacer un alto en su rutina para ofrecer un sándwich a uno de sus guardias que nota cansado, acercarles una bandeja de dulces a unos visitantes o hacer personalmente una llamada telefónica de consuelo a una afligida madre que acaba de perder a su hijo de 25 años.
Sus grandes preocupaciones no son las de aparecer como alguien rodeado de poder y de prestigio, ni por la cantidad de simpatizantes con que cuenta, mucho menos de usar en su provecho su posición de poder. Más bien, los temas que lo desvelan y por los que lucha incansablemente son la paz del mundo; los niños y los ancianos a quienes llama “los polos de la vida”, especialmente aquellos que se encuentran en situaciones de vulnerabilidad y marginación; la situación de los inmigrantes, los refugiados y aquellos que son víctimas de la trata de personas.
El papa dice: “ocurre que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás… Esta actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de la indiferencia”. Y es por eso que las personas tenemos la necesidad de renovarnos y “ponernos en relación con la sociedad que nos rodea, con los pobres y los alejados”. Supongo que estamos de acuerdo en que como nación somos un perfecto ejemplo de indiferencia, si estamos bien, ¿para qué preocuparnos por los problemas de los demás, ni por los destinos de nuestro país?
Propongo que no ignoremos el ejemplo de vida del Papa, hagamos nuestras su sencillez, su espíritu de servicio y su apertura hacia los demás. Que nuestras reflexiones de Semana Santa den como fruto ciudadanos renovados y dispuestos a identificar y encarar los males de la mayoría, conscientes de nuestro gran compromiso de dejar como legado a las generaciones futuras una sociedad mejor que la que encontramos.