Cuando leo a Francisco, su preocupación por los pobres, sus quejas sobre la arrogancia cardenalicia y el boato de los jerarcas de la Iglesia, me digo: ¡Qué tipazo es este Papa!
Cuando leo sobre su sencillez, sus votos de humildad, y cuán lejos se encuentra de una iglesia indiferente ante el sufrimiento humano, que él gobierna, me asalta el temor de que corra la suerte de otros, por desgracia muy pocos, que como él trataron de reencauzarla por el sendero que Cristo indicó al morir en la cruz.
Cuando leí su preocupación por las familias que han dejado de sentarse juntas a la mesa, separados sus miembros por el celular y a televisión, me dije que este era el hombre por el que esperaban millones de feligreses. Aquél por el que se han cansado de esperar. El hombre que tras la muerte de un pontífice, miles de creyentes de todo el mundo han reclamado ante las puertas del vaticano, reunidos en la Plaza de San Pedro: ¡Escogéd un papa católico!
Cuando leo a Francisco dejo por momentos de avergonzarme de los infinitos errores y crímenes que a través de la historia han ensangrentado la memoria de la Iglesia. Es en ese momento, fugazmente, que no me avergüenza tampoco mi formación inicial en la fe del catolicismo. Y ante la necesidad de un largo papado, temo que la curia romana, cuyos manejos él ha puesto al descubierto, intente excomulgarlo.