Cada día, de lunes a viernes, a las once de la mañana, el oficial superior que funge como relacionista o vocero de la Policía Nacional (en los últimos años es un cargo que lo desempeña un general) se coloca al frente de una especie de pedestal y, rodeado de una batería de periodistas, camarógrafos y fotógrafos, y da a conocer una relación de los sucesos acaecidos en la geografía nacional en las últimas 24 horas o da respuesta a algunas preguntas.
Es una especie de noria que se ha convertido en una rutina desde los tiempos en que Manuel Antonio Rodríguez, alias Rodriguito, hizo famoso su programa radial “El suceso de hoy”.
Nada más insólito, nada más ridículo, este círculo al que la institución del orden obliga a los periodistas de la fuente a repetir, precisamente como una noria, la noticia que a la Policía le interesa dar a conocer; y, si acaso, surge alguna pregunta o inquietud de un reportero sobre un hecho al margen se da la consabida respuesta que desde los años que daba el afable general y poeta José Rijo: “el hecho está bajo investigación”.
¿Cuántas veces una patrulla de la Policía se ha visto envuelta en un asesinato de un individuo y luego se establece que también lo mataron moralmente porque la víctima no era un delincuente?, ¿quién le ha dado derechos o facultades constitucionales a la Policía para presentar cargos penales en contra de un ciudadano?, ¿no es acaso ésta una función del Ministerio Público, órgano judicial del que depende como auxiliar la Policía Nacional?
Los periodistas, hoy día, estamos compelidos a ser creíbles y al respeto a la ciudadanía, evitando convertirnos en idiotas útiles de las fuentes noticiosas institucionales en las que estamos asignados.
Y si bien la Policía sindica o acusa de “delincuente”, ¿por qué el periodista no realiza una labor de periodismo forense, es decir, de indagatoria con las fuentes de todas las aristas del hecho o suceso? Un buen reportero debe ser un buen investigador. La pirámide invertida cada vez queda en el pasado de un periodismo que muere lentamente.
En consecuencia, el periodismo forense obliga al reportero a seguir con detenimiento las causas criminógenas del suceso y, bajo ninguna circunstancia, a servir de vehículo de transmisión de acusaciones que la mayoría de las veces se hacen añicos cuando son presentadas o confrontadas ante el juez o tribunal colegiado de lo penal.
A cada momento los periodistas caemos en el error de ver el cadáver de la víctima o presenciar el suceso y, en lugar de indagar sobre la escena del crimen la identidad, circunstancia del hecho y causas de muerte, entre otros detalles necesarios para construir la bendita pirámide invertida de la información, le caemos atrás al vocero de la Policía para que nos suministre los datos que ya hace ratos disponemos.
¿No es el médico legista actuante una fuente? ¿No son fuentes las circunstancias y los testigos del homicidio o crimen? Entonces, ¿por qué es que el periodista tiene que correr hasta donde el vocero de la Policía para que “confirme” la información?
El periodista debe investigar cada detalle; jamás quedarse en la mera versión interesada de una institución cualquiera, más si se trata de un suceso, que es cuando con más frecuencia se hace evidente la confrontación, porque en una sociedad en crisis de credibilidad de la información aumentan la desconfianza y el miedo en la población.
La ciudadanía cada día cree menos en las instituciones públicas, sobre todo en las que están ligadas a los organismos de investigación del Estado, y la Policía Nacional, si no es la primera, está entre las que encabezan el listado de las menos creíbles, precisamente por esa proclividad a acusar, cuando ese no es su rol, sino el de la investigación.
Las escuelas de Periodismo de nuestras universidades deberían preocuparse por introducir en el pénsum de la carrera el periodismo forense, porque en la medida en que el periodista sea un forense de la investigación tendríamos un país más y mejor informado.
El periodista, como decía el ilustre pensador y ensayista español José Ortega y Gasset, debe tener presente siempre que “a lo único que no se tiene derecho es a no tener razón”.