A muchas personas les preocupa cumplir años. Sin embargo, esto debería verse como una celebración a la vida, y mucho más si se trata de años de servicios y de amor al prójimo.
Pocos sabrán quién es María Altagracia Pérez Pintado. Con ese nombre fue bautizada mi madre, un ser excepcional que, desde mi nacimiento y siempre, ha sido alguien muy especial para mí. De hablar pausado, menuda, perseverante, organizada, firme en lo que cree y capaz de mover montañas. Esa es Mary P. de Marranzini, como le conoce la mayoría.
Es hija de un inmigrante español que huyó de las grandes carencias sufridas por su familia en esa España pobre de entonces. Celso Pérez era un hombre brillante, de poco hablar. De él, María Altagracia heredó la inteligencia y la persistencia. Se casó con Carmen Pintado, hija también de españoles y se radicaron en Yauco, pequeño pueblo de Puerto Rico que hoy apenas tiene cuarenta y dos mil habitantes y situado a orillas del río del mismo nombre. Allí se asentó inicialmente mi abuelo.
En ese lugar Celso Pérez conoció a mi abuela y poco tiempo después, ya casado con Carmelita, como la llamaban sus hermanos, decidieron emigrar a República Dominicana, vía San Pedro de Macorís, buscando mejor suerte, ya que la situación económica de República Dominicana era mejor como país que la de la Isla del Encanto.
Durante sus primeros años mi madre vivió en estrechez. Me cuenta que apenas tenía dos pares de zapatos, el uniforme de su amado colegio Santa Teresita y dos vestidos, uno para jugar y el otro para las misas de los domingos. Mi abuelo, emprendedor, abrió una fábrica en la calle Arzobispo Nouel, donde hacía mamilas para biberones. Mi tío Celso me contó que el ciclón San Zenón le llevó el techo, dañando los equipos recién comprados y perdiéndose todas las facturas, que algunos honraron y otros no.
Gracias a la ayuda de Don Pancho Lavandero, quien apreció mucho a mi abuelo, mis familiares pudieron permanecer en el pequeño local alquilado, aunque apenas había lo indispensable para comer.
Tanto esas precariedades, como el hecho de que su hijo mayor –que soy yo- sufriera de polio, marcaron un camino en Mary P. de Marranzini de dedicación a los menos afortunados. Recuerdo cuando siendo yo muy niño ella me llevaba a un pequeño local del entonces Partido Dominicano, donde se daban las primeras terapias a las víctimas de la feroz epidemia de polio, a principios de los años cincuenta.
La he visto recaudando dinero, preocupada por el presupuesto que no alcanza para los servicios que con tanto empeño siempre ha deseado para los que menos tienen y confortar a los que asisten diariamente a la Asociación Dominicana de Rehabilitación, su creación, en busca de servicios.
Su dedicación a los otros no le quitó tiempo de calidad para sus hijos y nietos. Siempre ha estado pendiente de todos. Con su habilidad frente a la máquina de escribir, y luego con su computadora, tipeaba y digitaba con amor las tareas de hijos y nietos. Con su acostumbrada organización no se pierde un cumpleaños de ninguno de sus hijos e hijas, de sus catorce nietos y sus dieciséis biznietos. Nunca ha perdido la costumbre de asistir a los almuerzos de los domingos, donde se reúne una extensa familia de cerca de cuarenta miembros.
Su dedicación a mi rehabilitación fue completa, de su fortaleza de carácter y preocupación por los demás aprendí y me ha servido para toda la vida. Es lo mismo que he querido que aprendan mis hijos y nietos.
Hoy doy gracias a Dios por poder compartir con ella muchas alegrías y preocupaciones. Ver cómo se dedica a diario a sus labores, cómo dirige las reuniones de la Junta Directiva de ADR y cómo cuando voy de viaje a visitar las filiales de Rehabilitación las cuales lleva con mucha exactitud, siempre me llama antes de irme y se asegura que la llame a mi regreso para contarle.
Su fe en Dios le ha servido para sobreponerse a situaciones difíciles, como la pérdida de sus padres, la de mi padre Constantino y, muy en especial, del fallecimiento de mi hermano Tinito a muy temprana edad.
Mary P. de Marranzini cumple sus noventa años. Camina más despacio, pero sigue teniendo ese amor que sobra para repartir y, como dice la canción de Franco de Vita: “Por el contrario te ha llenado de afecto, ella por ti daría la vida, ella es única, por ti siempre ha hecho lo que le has pedido. En tiempos duros nunca te faltó, con lo poco que había se la arreglaba. Ella es única, es única, es única. Renunciaría a lo que más ha querido por no verte llorar y hasta la última gota de sangre daría por ti. Cuántas veces te ha visto en problemas y aunque observa y se calla, adentro muere de pena. Te ha visto cómo y cuánto has crecido pero tú para ella sigues siendo aquel niño”.
Hoy mis hermanos Alfredo, Tinito (EPD) Andrés y Alicita, nuestras parejas, hijos, nietos y biznietos, damos gracias a Dios por la madre que nos ha dado. Y pedimos al Altísimo que le conceda más años para que, con su ejemplo y su entrega, siga proyectando sus virtudes como un faro de luz para nuestra familia y para aquellos que menos tienen, que ha sido su razón de vivir, dándose a los demás sin esperar nada a cambio.