Siempre dije que el quehacer gubernamental se parece mucho a presenciar un partido de béisbol. Para los fanáticos en las gradas, conducir bien y ganar un juego es algo fenomenalmente cómodo y facilón. Si el bateador se poncha en un momento crucial, pedimos a gritos su cabeza, lo insultamos y hasta exigimos la expulsión del mánager, a quien responsabilizamos de la derrota sufrida y atribuida a ese jugador.
Pero cuando nos metemos al terreno de juego, vemos que la realidad es otra muy distinta a la que implacablemente juzgamos desde nuestros confortables asientos. Nos damos cuenta de que batear una recta a 97 millas por hora, una curva o un engañoso slider, en verdad no es nada fácil. Pasado mañana, el presidente Leonel Fernández pasará la antorcha del poder a su compañero de partido Danilo Medina. Será un acontecimiento importante para los dominicanos, porque no todos los días se juramenta un nuevo mandatario en una nación que aspira y lucha incasablemente para ser mejor y superar sus desventuras.
Pero resulta que en esta etapa de transición no han faltado vaticinios de desgracias y hecatombes de todo tipo para un gobierno que todavía no se instala. Opiniones emitidas por maldicientes consumados y versados en el arte de cuestionarlo y repudiarlo todo, aun sin fundamentos razonablemente creíbles.
No es nada nuevo. Pues, así venimos desde que nacimos como nación, criticando al gobernante de turno; negándole el voto de confianza para lidiar con la difícil tarea de gobernar; siempre prestos a detractar los esfuerzos para enfrentar los embates que amenazan nuestro bienestar. Miramos desde las gradas los espacios de reflexión donde se confrontan ideas de cómo concretizar un proyecto de nación. En vez de involucrarnos en esos procesos de diálogos, preferimos esperar resultados y luego demostrar nuestras destrezas articulando discursos degradantes y pesimistas.