Tiene solo seis años y su espigado cuerpecito pesa poco más de 40 libras, pero es una máquina de interrogantes.
¡Dios!, es increíble la cantidad de cosas que pregunta. Se llama Ashley y es la mayor de mis dos hijas. Una noche de esta semana la preparaba a ella y su hermanita para irse a la cama. Como cada noche, el ritual es el mismo: después de cenar, cepillarse los dientes, bañarse y ponerse sus pijamitas, realizan una oración. Fue en ese momento cuando me asaltó con la pregunta: “mami ¿quién hizo a Dios? Tamaño aprieto, cómo responderle algo de lo que no tengo la menor idea y, sobre todo, cómo contestar sin el riesgo de mentir. Su pregunta me hizo pensar y reflexionar de cómo aceptamos, sin profundizar, lo que nos enseñan desde niños.
Me quedé en silencio por un largo rato, mientras ella con sus ojitos fijos en los míos esperaba ansiosa mi respuesta.
Dándome tiempo para pensar le dije: ¿Por qué me haces esa pregunta?, y ella me contestó: “Es que quiero saber, siempre me dices que le dé gracias a Dios y que él creó los árboles y los animales, la tierra y los hombres, pero entonces, ¿quién hizo a Dios?, insistía. Trataba en vano de acordarme de lo que los religiosos de diferentes corrientes me han dicho a través de mi vida sobre el origen de Dios. Parece que ella se dio cuenta que esta vez no tenía respuesta para su pregunta, así que ella misma intentó responderse y me dijo: “¡Ah ya sé, lo creó el cielo!”. La miré con asombro y con el mismo grado de sorpresa exclamé: “¡Cielos, así fue!”. No se me habría ocurrido una mejor respuesta, más que nada por el miedo de no poder responderle con la verdad.
Siempre lo he dicho, compartir con niños es una de las mejores formas que tenemos los adultos de aprender.
Es por eso que dejo en el aire la pregunta y con gusto acepto sus respuestas, aunque al momento de escribir este artículo consulté con una profesional porque, sinceramente, no tengo la más mínima idea de ¿quién hizo a Dios? l