“Confía siempre en él, pueblo mío, y desahoga tu corazón en su presencia; porque solo en Dios está nuestro refugio”. Sal. 61, 9.
De Dios viene nuestra esperanza. Al situar nuestras expectativas total y absolutamente en otra persona, corremos el riesgo de quedar decepcionados. El ser humano, no importa qué tan alta sea su investidura o cuán santo sea, es imperfecto y por lo tanto fallará una y otra vez. Por olvido, por indolencia, por asunto de intereses, por error involuntario… Por innumerables razones, nos fallamos unos a otros constantemente, pero hay uno que no olvida sus promesas, que nunca se da por vencido, que siempre es misericordioso, que no tiene intereses ocultos ni hace distinción de personas, uno que nunca se equivoca y que nos ha dicho: eres mi hijo amado, en quien tengo complacencia; en quien podemos esperar confiados.