He visto y vivido el desalentador cuadro de los maestros en servicio que completan su formación (¿?). Después de laborar durante cinco días, utilizan los sábados para completar, como pueden, su formación. Los sábados son días maratónicos. Llegan temprano, a veces, a sus clases, cansados de una larga semana laboral. Se sientan en un pupitre a escuchar a un profesor que está hablando en lenguaje sofisticado, de un tema profundo que no alcanzan a comprender de un todo.
Mientras escuchan, sus mentes vuelan a sus casas porque tienen un lío de ropas que lavar, unos hijos que apenas han visto y pasarán ese sábado por su cuenta, procurándose ellos la comida y un hogar hecho un desastre por la cantidad de “oficios” pendientes. En su rol de estudiantes la situación no es mejor. Las asignaciones no pudieron ser cumplidas. ¿Con qué tiempo y con qué recursos pueden cumplir las exigencias del profesor de filosofía quien les puso a leer el libro La Política de Aristóteles? ¿Cómo van a hacer la tarea de la asignatura “Tecnología aplicada a la educación” sin computadoras? ¿Y quién puede hacer la lectura asignada en Historia Dominicana, si no tienen en su casa ni en su barrio los libros asignados?
Ese sábado de “formación” es duro para esos maestros-estudiantes. Pagar el transporte para llegar a la universidad, pasar el día escuchando contenidos extraños, buscar dinero para comer al medio día y luego llegar a mi casa a las 7:00 PM después de un largo y caluroso día de trabajo “intelectual”.
He sido profesora de esos profesores-estudiantes. En las clases, escuchaban, anotaban y preguntaban. Al asignarles un trabajo concreto, mi decepción fue mayor. El contenido que pensé habían captado resbaló por sus mentes. Tuve que volver al principio. Luego les puse tareas prácticas. Al terminar el semestre tenía la certeza de que no habían comprendido todo y yo debía poner una nota. Me pregunté ¿Qué debo valorar? ¿El esfuerzo o lo aprendido? He ahí la gran pregunta que dejo para la reflexión.