Osmil tiene un año y siete meses. Es la segunda cría de mi matrimonio con Ivonne, a quien intenta desplazar en cuidados y atenciones. Sin que nadie se lo ordene, en la tardecita, cuando regreso a casa del trabajo, mi niña toma mis zapatos y los lleva al aposento, no sin antes darme un “mua”, que traducido a su lenguaje angelical es el sonido del beso que suele darme cada día; a cada instante.
Su ritual continúa señalándome que debo ir al baño, donde me vigila celosamente hasta que salgo, no se me vaya a ocurrir escaparme por una puerta distinta a la principal, quizás piense ella. Y allí espera imperturbable.
Ya con mis pantalones caseros, agarra nuevamente mis manos -que estoy convencido les pertenecen- para llevarme a la mesa donde espera la cena.
Nunca se despega. Está pendiente de cada detalle. Si leo en el sofá, me acompaña con el primer libro, revista o periódico viejo que encuentre; si voy a la computadora, me pide a gritos que le permita pulsar teclas y ríe a carcajadas mirando curiosa el monitor.
Este ritual se repite a diario, con muy poca variación, y termina en la cama, donde me obliga a dormirla bien abrazadita. Cuando el sueño vence sus responsabilidades de cuidarme sin que nadie se lo ordene, entonces la acuesto en su cuna con el beso que cierra la jornada, hasta las 6:00 de la mañana, hora en que el despertador de mi celular me recuerda que soy periodista.
La mañana comienza de nuevo con Osmil, que duerme con un ojo abierto y otro cerrado, vigilando a su “papi” como fiera parida; salta de su cuna con el primer timbrazo de la alarma, para acompañar a una somnolienta Ivonne que corre a poner el café, sin que nadie se lo ordene ni se lo pida. Mis dos mujeres en plena faena. Es grandioso: con mi pequeña Osmil afino mis conocimientos sobre la naturaleza de ese ser tan especial llamado mujer.
“Con mi pequeña hija Osmil, afino mis conocimientos sobre la naturaleza de ese ser tan especial llamado mujer”.