Los campesinos que el 16 de agosto de 1863 se levantaron en armas en Capotillo -hace hoy 148 años- conformaron el más auténtico movimiento nacionalista que advino en la restauración de la dominicanidad perdida con la Anexión a España.
A sangre y fuego, esa revuelta que históricamente se conoce como el “Grito de Capotillo” tuvo como escenario de guerra toda la manigua y, aunque inicialmente tuvo un carácter esporádico, con el correr de los días se tornó en una auténtica guerra de independencia nacional.
Así lo reconoció el general español José de la Gándara en su informe sobre la guerra en Santo Domingo remitido a la Capitanía General con asiento en Cuba, desde donde España se mantenía al tanto de los acontecimientos bélicos.
El historiador Frank Moya Pons describe la epopeya de manera más específica, cuando afirma que “muy pronto se convirtió en una guerra de razas, por el temor de los dominicanos de color, que eran la mayoría, a ser convertidos nuevamente en esclavos”.
El Grito de Capotillo, promovido por Santiago Rodríguez, prendió como pólvora por toda la Línea Noroeste, luego se centró en el Cibao, principalmente en Santiago, donde despavoridos los españoles destruyeron la ciudad, y después recorrió triunfante las regiones del Este y el Sur. En esas demarcaciones los nacionalistas con la carga del machete se batieron de manera desigual con las tropas españolas, a pesar de la muerte en combate en Pulgarín, Bayaguana, del intrépido general Santiago Mota, quien, herido en el pecho, aún tuvo tiempo para mantener el coraje y el valor a los patriotas.
En número y armas inferiores, los dominicanos , sin embargo, hicieron de la Guerra de la Restauración una eficaz guerra de guerrillas, atacando en frentes y en escaramuzas y sólo presentando combates donde las circunstancias eran favorables, una estrategia que al fragor de las batallas forjó verdaderos héroes y decididos soldados.
“El incendio, la devastación de nuestras poblaciones, las esposas sin sus esposos, los hijos sin sus padres, la pérdida de todos nuestros intereses y la miseria, en fin, he aquí los gajes de nuestra forzada y falaz anexión al trono español”, le escribió Ulises Francisco Espaillat a la Reina Isabel II, cuando el 5 de enero de 1865 era irreversible la victoria dominicana sobre la ocupación española.
Y más aún, decía el restaurador: “Todo lo hemos perdido, pero nos queda nuestra Independencia y nuestra Libertad. Si el gobierno español es político, debe disuadirse que a un pueblo no es posible sojuzgársele sin el exterminio futuro de sus hombres”.
Pero España no prestó atención a la misiva de paz dominicana y, al contrario, desde Cuba llegaron, a través de Puerto Plata, más armas y pertrechos para enfrentar a los nacionalistas. Entonces ardieron más llamas los llanos y parajes de la Línea Noroeste.
El general José Hungría, acontonado en Jaibón, marchó hacia Guayubín, primera población donde con vehemencia la rebelión se hizo firme bajo el mando de Benito Monción y Gaspar Polanco. A Dajabón llegó Hungría a través del camino de El Guanal con una tropa de cuatro mil soldados, pero Santiago Rodríguez lo enfrentó con apenas 135 hombres.
Por el Este y el Sur
Desplazándose desde el Cibao por Cevicos hasta el derricadero de Maluco, el general Gregorio Luperón enfrentó en Boyá y Monte Plata a los españoles, resplegándose luego a Arroyo Bermejo y luego, auxiliado por Eusebio Manzueta y sus tropas acantonadas en Yamasá, tomó posesión de Guanuma, tras atravesar el río Ozama.
Desde allí Luperón comisionó a Manzueta para desplazarse hacia San Cristóbal y después tomar a Baní, mientras él marchaba hacia el Arroyo Bermejo, pero antes, en el Paso del Muerto se batió con el general Juan Suero (El Cid Negro).
El enfrentamiento dejó cientos de bajas de ambos bandos, sin embargo los restauradores mantuvieron el control de la zona y se extendieron incluso hacia Hato Mayor y El Seibo. El Este nunca más volvió a ser predio de ocupación española.