No hay quien se resista hoy a admitir el derecho que tiene todo ser humano, no importa el país donde viva, el idioma que hable, ni la religión o credo político que profese, a recibir los beneficios de la educación, aspecto de vital importancia para la subsistencia espiritual y moral de la humanidad.
La cualidad racional que en todo individuo pone el derecho natural, es una razón especial para que el hombre pueda ser objeto de educación durante toda su vida, principio que exitosamente sostiene la tesis de la educación permanente y que los pueblos de habla inglesa llaman “Long-Life Education”.
Este derecho ha sido consagrado solemnemente en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, debidamente proclamada por las Naciones Unidas, inspirada en la declaración de los “Derechos del Hombre y del Ciudadano”, conquista jurídica de la Revolución Francesa, cuyos principios recibieron la influencia del Contrato Social de Juan Jacobo Rousseau, quien, además, en su obra “El Emilio”, hizo grandes aportes a la pedagogía contemporánea.
Para justificar lo precedentemente señalado, bastaría analizar el artículo 26 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos a la que he hecho referencia, el que no sólo se limita a establecer el derecho a la educación, sino también las finalidades de la misma, como es el desarrollo de la personalidad humana, el respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales del individuo, así como la comprensión entre los pueblos y los grupos sociales, políticos, religiosos y étnicos para ayudar en forma efectiva a la paz del mundo.
Como vemos, el derecho a la educación, consagrada en el célebre documento ya citado, así como en constituciones y leyes nacionales, conlleva grandes responsabilidades, es una labor compleja en su aplicación que reclama grandes esfuerzos, por lo que se afirma que está incompleto en los países desarrollados y apenas esbozados en los que componen el tercer mundo, o en aquellos en vías de desarrollo. Para justificar esta aseveración basta con indicar que investigaciones realizadas por técnicos dominicanos y extranjeros, han demostrado que el promedio cultural de la población dominicana es de unos cuatro años de escolaridad, o sea, que el hombre dominicano no llega a efectuar cinco años completos de educación, lo que en gran parte justifica el porcentaje de analfabetismo, que se reducirá significativamente con el empeño puesto por el honorable señor presidente de la República, Danilo Medina. También, el alto porcentaje de delincuencia juvenil y, la baja producción económica de nuestro pueblo.
Frente al panorama que nos ofrecen las informaciones anteriores, podemos afirmar que el derecho a la educación, jurídicamente consagrado en nuestro país, en gran parte solo es un derecho condicionado y deficientemente aplicado, reflejo del poco desarrollo educativo que nos caracteriza.
El derecho a la educación no puede estar limitado a unos pocos. En este sentido sería un derecho cualitativo y no cuantitativo, aunque es evidente que entre la proclamación de ese derecho y su realización hay un camino arduo y erizado de grandes dificultades, afirmándose así que el avance ha sido más lento que lo previsto, y en la obtención ideal de esta ansiada meta se ve todavía, aún para los países más avanzados, espesas nubes que empañan el horizonte. Las estadísticas demuestran que la población mundial se multiplica en forma alarmante, de 3,000 millones de habitantes en 1960, según las estimaciones habría sobrepasado los 4,000 millones para 1980, pudiendo acercarse a los 6,000 millones para el año 2000.
Citando el caso concreto de la República Dominicana que tenía para 1960 una población de 3,047,070 habitantes, y según las estimaciones tendría para el 1980 alrededor de 6,176,428, pudiendo sobrepasar a los doce millones en el año 2000.