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Agencias;- La menarca, o la primera menstruación, marca un hito en el desarrollo biológico y emocional de las niñas y las personas menstruantes. Tradicionalmente, se ha tratado como un signo de transición hacia la madurez reproductiva, pero no es solo eso. Esta experiencia está cargada de historias, símbolos y significantes profundos, que pueden verse alterados cuando van acompañados de estigmas y violencia sexual.

La vergüenza, como una matriz primaria, suele ser una de las emociones predominantes asociadas con la llegada de la primera menstruación: “Que no se note, que no se vea“. Toda la industria de la higiene fue montada sobre esta emoción y en el sostenimiento de que la misma era un pasaje hacia la femineidad, como si la identidad de las niñas y los niños dependiera de este hito del desarrollo.

Si bien el viejo y vivo concepto, utilizado en muchas familias e instituciones, de “hacerse señorita” varía dentro de estas matrices y también cambia según regiones, en algunas se celebra como un rito de paso, mientras que en otras se oculta, dependiendo de la idiosincrasia y de los eventos que hayan marcado a generaciones anteriores. Ambas tienen algo en común: una mirada adultocéntrica del proceso.

“Hacerse señorita” tiene en juego dos variantes: por un lado siempre ha significado convertirse en mujer y por otro intentar ocultarlo, por lo menos una vez por mes.

Supervivientes enfrentan el desafío de reconstruir la relación con su cuerpo tras el abuso sexual (Imagen Ilustrativa Infobae)

Desde la infancia el cuerpo menstruante se convierte en objeto de intervención y regulación tendientes a esconder sus fluidos en el marco de un estilo de vida productivo y extremadamente limpio. Puede verse en redes sociales el paradigma de las jóvenes de cuerpos esbeltos, sonrientes y sin una mancha. Estas insaculación de la menarca propone un cuerpo imposible de alcanzar, que no duele, no molesta y no ensucia.

Tampoco aparecen en imágenes los cuerpos de las niñas, como si la menstruación no las alcanzara, cuando los períodos de aparición van de 10 a 16 años. Más grave aún es cuando, además, esta nueva etapa de la vida está condicionada por la experiencia de la violencia sexual. El impacto sobre la menarquía, la narrativa de lo femenino y la salud sexual en general pueden ser devastadores.

Un estudio realizado hace una década, ya por entonces, reveló que las mujeres que habían sufrido abuso sexual en la infancia presentaban un aumento del 49% en el riesgo de menarca temprana, definida como la aparición de la menstruación antes de los 11 años, en comparación con aquellas que no fueron agredidas sexualmente.La menarca como pasaje a la feminidad adulta contribuye a justificar violencia sexual y estigmatización (Imagen Ilustrativa Infobae)

La menarca temprana está vinculada con un mayor riesgo de cáncer de mama, mortalidad por diversas causas, trastornos metabólicos, enfermedades cardiovasculares, depresión y conductas de riesgo en la adolescencia.

Por otro lado, la aparición tardía de la menstruación, después de los 15 años, se ha relacionado con un mayor riesgo de depresión, trastornos del estado de ánimo, baja densidad mineral ósea y fracturas. Así, la aparición menstruación puede estar asociado no tanto a factores genéticos sino a la exposición al trauma.

La menarca no solo es un evento biológico, sino también un punto de inflexión emocional. Las niñas y adolescentes que atraviesan este proceso experimentan cambios hormonales que influyen en sus emociones, percepciones corporales y bienestar psicológico. Sin embargo, cuando esta etapa se vive bajo el trauma de una experiencia de abuso sexual, el desarrollo psicosexual puede verse profundamente afectado.

Eugenia Tarzibachi en el libro “Cosa de Mujeres“ afirma que “a diferencia de lo que ocurre con las poluciones nocturnas en los varones, que suelen relacionarse con el placer sexual y a encuentros sexuales fantaseados, la primera menstruación no es correlativo del desarrollo de la sexualidad genital en las mujeres“.

Allí analiza que, para las mujeres, no está habilitado el placer sexual separado del encuentro con un hombre o de la reproducción. Aunque es la entrada a la feminidad por excelencia, en la narrativa social está escindida del placer sexual: ¿qué pasa cuando la iniciación sexual estuvo en manos de un pederasta?

Abuso sexual y menstruación

Para las sobrevivientes de violencia sexual, estos sentimientos que trae la menarca pueden exacerbarse. El cuerpo, en lugar de ser percibido como un lugar de desarrollo, de transformación y de placer, puede transformarse en una fuente de dolor y desconexión.

Diversas investigaciones han demostrado que el abuso sexual en la infancia y adolescencia tiene efectos devastadores en el desarrollo psicosexual. En términos psicoanalíticos, el trauma puede provocar una fijación o regresión en las etapas del desarrollo, interrumpiendo la integración del cuerpo y la sexualidad. Esto se puede manifestar en respuestas como la disociación corporal, la disforia o la negación del propio cuerpo.

Las sobrevivientes de violencia sexual no solo sufren el estigma propio de la menstruación: lo sucio, lo oculto, lo disfuncional y hasta enfermo, sino que también pueden experimentar trastornos relacionados con la salud sexual y menstrual a largo plazo.

Los estudios clínicos han vinculado la violencia sexual con problemas como la dismenorrea severa (dolores menstruales intensos), el síndrome premenstrual exacerbado, y trastornos del ciclo menstrual como la amenorrea o la irregularidad.

Para muchas sobrevivientes, cada menstruación puede actuar como un recordatorio del abuso sufrido, especialmente si el trauma ocurrió en una etapa cercana a la menarca. Esto puede generar un ciclo de retraumatización mensual, afectando gravemente su salud mental.

Los síntomas como la ansiedad anticipatoria o los trastornos depresivos suelen aparecer antes o durante el periodo menstrual, lo que refuerza una relación negativa con el cuerpo, la sexualidad y la menstruación. Se ha naturalizado que muchas de las sensaciones que experimentan las personas antes de la menstraución están ligadas puramente al ciclo biológico y deben medicarlizarse. Sin embargo, la carga traumática y su interpretación subjetiva puede profundizar el malestar físico y psicológico.

La hipersexualización de las niñas

La cultura ha proyectado sobre los cuerpos menstruantes una serie de mitos y tabúes que alimentan, en muchos casos, el empoderamiento y el orgullo. Pero, en muchos otros, es todo lo contrario y se apodera de ellos el miedo o la vergüenza o la no aceptación, como en los cuerpos diversos.Todavía en algunas partes del mundo las mujeres y niñas que menstrúan tienen prohibido cocinar, visitar espacios religiosos o pasar la noche en su propia casa.

Aún estamos en proceso de estudiar los mecanismos que explican la relación entre el abuso sexual infantil y la salud sexual en la vida adulta. Los hallazgos hasta la fecha sugieren que, más que la presencia de emociones negativas, es la ausencia de emociones positivas asociadas con la sexualidad lo que desempeña un papel clave en las disfunciones sexuales de las mujeres que han sido víctimas de violencia sexual en la infancia. Es decir, no solo enfrentan los recuerdos del horror que les fue impuesto, cuando la sexualidad infantil les fue arrebatada, sino que carecen de experiencias positivas que contrarresten ese daño.

El trauma infantil puede inhibir profundamente la capacidad para experimentar placer y satisfacción sexual. En lugar de asociar la sexualidad con bienestar, la asocian con ansiedad, miedo o dolor, lo que afecta su capacidad de disfrutar una vida íntima plena. En muchos casos, esto se traduce en una desconexión emocional o física durante las relaciones sexuales, o bien en la evitación total o parcial de diversas prácticas.El discurso social que etiqueta a las niñas como “mujeres” tras la menarca facilita la justificación de la violencia sexual y la explotación infantil, dijo Sonia Almada (Imagen Ilustrativa Infobae)

Una problemática que surge de la menarca, especialmente en contextos donde predomina una visión patriarcal y machista, es la hipersexualización de las niñas. A menudo, cuando las niñas comienzan a menstruar, se les atribuye un estatus de “mujeres”, lo que implica una expectativa social de madurez sexual para la cual no están preparadas.

Este fenómeno es sumamente peligroso porque fomenta la pedofilización del deseo, es decir, la sexualización de los cuerpos infantiles y adolescentes por parte de los adultos. En el film “La historia de la menstruación“, de 1946, producido por Disney y dirigido por Kimberly Clark, se puede ver a la protagonista, una bebé de cuna, como de pronto, por solo la aparición de la menarca, se convierte en una jovencita vestida con enagua frente al espejo al estilo Betty Boop; para después ser sacada por un hombre a bailar, hasta terminar en el altar y se regresa a la imagen de una mujer con otra bebé en la cuna, como si esto fuera de alguna forma “el círculo de la vida“.

Aunque pasaron casi 80 años todavía en muchos espacios médicos y sociales se asocia, no sólo la aparición de la menarca con la feminidad, sino con el pasaje a la vida adulta, con la posibilidad de la procreación. Esto no sólo es incomprensible por tratarse de niñas sino que es peligroso.La menarca temprana está vinculada con un mayor riesgo de cáncer de mama, trastornos metabólicos, enfermedades cardiovasculares, depresión y conductas de riesgo en la adolescencia Foto: Zacharie Scheurer/dpa

El cuerpo de las mujeres y de las personas menstruantes ha sido históricamente disciplinado, escondido, señalado y avergonzado, únicamente celebrado como un hito identitario cuando se ajusta al molde de lo que se espera del “ser mujer”. Esto implica ocultar la menstruación, tratándola como algo vergonzoso o incómodo, sin espacio para la diversidad de experiencias y generalizando por completo los procesos subjetivos que atraviesan quienes menstrúan.

El discurso social que etiqueta a las niñas como “mujeres” tras la menarca, facilita la justificación de la violencia sexual y la explotación infantil, ya que refuerza la idea de que estos cuerpos son aptos para el deseo y la relación sexual. Este marco no sólo es erróneo, sino profundamente dañino. El desarrollo psicosexual de una niña no está ligado a su capacidad reproductiva, sino a su crecimiento emocional y psíquico.

Hemos observado que las niñas que son hipersexualizadas, ya sea a través de la exposición a la violencia sexual o por la presión social para asumir roles sexuales que no corresponden a su edad, experimentan una ruptura en la percepción de sí mismas.

Esta ruptura puede verse como insatisfacción con su propio cuerpo y presión por cambiarlo. Se sienten atrapadas en un cuerpo que el mundo adulto ve como “deseable”, mientras ellas suelen sentirse vulnerables, inseguras y confundidas.Los ciclos menstruales se convierten en recordatorios periódicos del abuso sufrido. El trauma reverbera, dejando señales de dolor en la narrativa corporal (Imagen ilustrativa Infobae)

Este quiebre en la imagen corporal y la autoestima está vinculado a trastornos de ansiedad, depresión, y a la disociación emocional, donde las niñas intentan separarse de su propio cuerpo para no lidiar con la carga emocional de ser percibidas sexualmente.

Para prevenir estos efectos, es fundamental intervenir en dos niveles: la educación y el acompañamiento psicoemocional. Debemos cambiar la narrativa social sobre la menarca y el desarrollo de las niñas, dejando en claro que la menstruación es un proceso biológico que no tiene relación con la madurez sexual ni con la disposición a ser objeto de deseo.

Es vital que la educación menstrual, tanto en casa como en las escuelas, desmantele los mitos que asocian la menstruación con la “adultización” de las niñas. Los programas de educación deben proporcionar información clara y sólida sobre los cambios corporales. Las niñas deben ser acompañadas en este proceso con un enfoque que resalte su autonomía y derecho a crecer sin la presión de expectativas sexuales no correspondientes a su desarrollo.

Para las niñas que han sufrido violencia sexual, el apoyo psicológico es esencial. Las sobrevivientes necesitan espacios seguros donde puedan compartir sus experiencias y ser validadas, sin ser victimizadas nuevamente ni culpabilizadas.

La recuperación de su sexualidad, arrebatada por los perpetradores, es un proceso largo y difícil que implica reconstruir su relación con el cuerpo. El cuerpo infantil ha sido manipulado para el goce de los adultos, lo que interfiere con el desarrollo natural de la sexualidad infantil y con los procesos propios de cada etapa de crecimiento.

Con la llegada de la menstruación, se abre una nueva fuente de dolor emocional y moral, ya que las enfrenta a la mirada sexualizada del mundo adulto, que las etiqueta como “mujeres”, lo cual agrava su revictimización. La vergüenza que experimentan muchas veces lleva a que oculten la menstruación durante meses y disimulen los cambios propios del desarrollo, como los caracteres sexuales secundarios. Para muchas de ellas, el crecimiento físico se asocia con una sexualidad adulta impuesta, que les resulta traumática y dolorosa.

Es crucial que los programas de educación menstrual incluyan una perspectiva basada en el trauma, que comprenda el impacto de la violencia sexual y garantice entornos y servicios adecuados para quienes han sido víctimas.

Según estimaciones recientes de UNICEF, 1 de cada 6 niñas y 1 de cada 11 varones han sido violentados sexualmente, una realidad que no puede ignorarse en ninguna política pública. Por ello, es fundamental que los profesionales que trabajan con niños, niñas y adolescentes, así como con sobrevivientes de abuso sexual, brinden un apoyo informado, empático y adaptado a estas experiencias.

La visibilización de la violencia sexual y sus efectos a largo plazo es esencial no solo para abordar el trauma, sino también para desmantelar los tabúes que rodean tanto la menstruación como el abuso.

La menarca, que en sí misma es un hito vital para cualquier persona menstruante, puede volverse profundamente traumática cuando está marcada por la violencia sexual. Los impactos de este trauma se manifiestan en la salud menstrual, sexual y emocional, y sus secuelas persisten a lo largo del tiempo. Además, es fundamental romper con la dualización impuesta sobre la menstruación: por un lado, celebrada únicamente como un paso hacia la femineidad, y por otro, tratada como algo vergonzoso que debe ocultarse.

Es esencial una intervención interdisciplinaria que incluya a psicólogos, educadores y profesionales de la salud, para atender todas las dimensiones del trauma

Esta perspectiva no solo invisibiliza a muchas personas menstruantes que no se identifican como mujeres, sino que también refuerza estigmas y contribuye a la alienación desde la infancia.

Por ello, es imprescindible una intervención interdisciplinaria que involucre a psicólogos, educadores y profesionales de la salud, para atender todas las dimensiones del trauma. Desde la psicología, reconocer y abordar estas realidades es un paso clave para ofrecer un acompañamiento integral que permita a las sobrevivientes reconectar con sus cuerpos y avanzar hacia la recuperación.

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