La cuestión del desarrollo agropecuario está de nuevo sobre la palestra. ¡Qué bueno que sea así! La agricultura, y en especial la pequeña agricultura, debe jugar un papel crucial en una transformación económica que genere un bienestar de base amplia. Como cualquier otra actividad, tiene el potencial de generar oportunidades para las personas, y por lo tanto, incrementa la posibilidad de que ellas puedan ejercer derechos económicos fundamentales, y, como lo ha hecho en Asia, puede contribuir a expandir los mercados, promoviendo con ello el desarrollo de otras actividades. Pero, además, provee insumos esenciales para el desarrollo de actividades industriales; produce alimentos, contribuyendo a reducir la vulnerabilidad alimentaria externa, es decir, la proclividad a sufrir las consecuencias de aumentos de precios de los alimentos en los mercados internacionales; su desarrollo contribuye a la cohesión territorial, reduciendo las brechas urbano-rurales; y cuando es sostenible, la agricultura puede generar invaluables servicios ambientales, como la protección de las cuencas, y el cuidado del suelo y otros recursos.
Pero en la coyuntura actual, el tema ha tomado fuerza por dos razones. Por un lado, los gremios del sector han venido levantando su voz con mucha efectividad en reclamo de revisar las provisiones en materia de comercio de productos agrícolas del DR-CAFTA.
Voceros de pequeñas y medianas unidades productivas sienten que la apertura comercial les empieza a afectar de forma sensible, en la medida en que los aranceles se acercan a cero y las cuotas de importación desaparecen. Además, perciben un entorno favorable a sus reclamos porque desde el Poder Ejecutivo en Estados Unidos, país que promovió intensamente los acuerdos de liberalización comercial a nivel global, no sólo se cuestiona la bondad de los acuerdos, sino que se les culpa de muchos males.
Por otro lado, los medios de comunicación han dado cobertura en torno a las valoraciones diversas sobre el alcance de las llamadas Visitas Sorpresa del presidente Medina, en apoyo de iniciativas agropecuarias asociativas. Lo bueno de ella es que ha rescatado la preocupación sobre la agropecuaria y sobre el bienestar de la población rural.
Independientemente de los alcances e impactos de los proyectos que las visitas impulsan, el presidente Medina le ha dado a la pequeña producción y a las asociaciones de productores y productoras una visibilidad que necesitaban, después de décadas de negligencia pública.
Lo malo es que después de cuatro años, la iniciativa no ha escalado, no ha trascendido para convertirse en un robusto programa nacional de apoyo a la pequeña agricultura. La evaluación que se realizó de los proyectos que se promovieron arrojaron resultados mixtos, con muchos proyectos que, de acuerdo al estudio, fueron exitosos, otros cuyos efectos no fueron significativos, y otros más, aunque los menos, que se reconoce fracasaron. Quizás la evaluación sirvió para aprender y para afinar y mejorar las intervenciones, pero lo que claramente no ha sucedido es lo más importante: una transformación tal de la política hacia la agropecuaria que empiece a hacer la diferencia para un amplio número de familias y unidades productivas. De haberse empezado a producir esto, los resultados lo hubiéramos estado percibiendo en, por ejemplo, incrementos notables en la productividad y en la calidad de la producción en una escala amplia.
Para lograr eso, hay que apostar por intervenciones integrales y de mucho mayor alcance dirigidas hacia la pequeña agricultura. Aunque las auspiciadas por las Visitas Sorpresa no se limitan a ello, el énfasis, por mucho, se ha puesto en el acceso al crédito.
Desafortunadamente, se necesita mucho más que eso. Como he apuntado otras veces, en adición al acceso al crédito, hay que atacar, simultáneamente, cuatro problemas de acceso a recursos que comprometen el crecimiento y transformación agrícola.
El primero es el acceso a la tierra. Pese a carecer de datos recientes, porque el nuevo censo agropecuario no termina de realizarse por falta de dinero y de decisión, sabemos que todavía muchas familias cuentan con tan poca tierra que es difícil vivir de lo que ella produce o lograr transformaciones productivas significativas. Para lograr algunas escalas mínimas de plantaciones, ya sea a nivel individual o colectivo, que viabilicen el aumento de los rendimientos y la reducción de costos, es vital mejorar el acceso a ese recurso, ya sea por la vía tradicional de asentamientos de reforma agraria, de un mercado de tierras que funcione mejor, o de otras maneras.
El segundo es el acceso a agua. Es obvia su importancia, y es probablemente en donde más dinero hay que invertir. No obstante, las nuevas tecnologías de riego y los cultivos que demandan poca agua pueden reducir notablemente ese costo.
El tercero es el acceso a tecnologías, específicamente al aprendizaje de las llamadas Buenas Prácticas Agrícolas (BPA), y de cómo producir más y con más calidad, contaminando y agotando menos el suelo y otros recursos.
El cuarto es el acceso a los mercados. Es bien conocido que la pequeña producción accede a los mercados de forma muy desventajosa porque no tiene poder de negociación frente al resto de los participantes en las cadenas. Estos (financistas, proveedores de insumos, compradores, procesadores, los cuales con frecuencia son los mismos) generalmente se llevan el grueso de los beneficios, exprimiendo a los productores. Sin intervenciones que normen esas relaciones y fortalezcan el poder de las pequeñas unidades productivas (y sus asociaciones) en los mercados, los beneficios continuarán concentrándose, y la pobreza rural perdurará.
Sin enfrentar esas restricciones, todas a la vez, aunque en intensidades y a velocidades diferenciadas dependiendo de la actividad específica y del territorio que se trate, no es posible tener verdadero éxito ni lograr resistir la competencia de las importaciones o exportar. Proveer crédito sin poder comercializar ventajosamente y vender a precios razonables no resulta. Tampoco hacer un esfuerzo para cambiar las prácticas agrícolas sin tener recursos financieros para pagar por hacer la siembra, o tener más tierra sin crédito o sin agua. Ninguna de estas acciones por separado podrá incrementar de manera sostenida los rendimientos, la producción y la calidad.
Frente a las profundas debilidades de la actividad, las restricciones a las que se enfrenta y la intensificación de la competencia, es entendible y genera simpatía el reclamo de revisar las reglas y los acuerdos comerciales en busca de contener lo que parece indetenible: el arrinconamiento de una parte importante de la producción doméstica como resultado de una intensa penetración de alimentos importados. Aunque esto está pendiente de demostrarse con datos y evidencia dura, es lo esperable.
Sin embargo, sería un error limitar los reclamos de atención de la política pública al ámbito de la protección. Primero, porque el rol principal de la protección debería ser la habilitación de un espacio para fortalecer capacidades productivas. El objetivo primario debe ser producir más y con más calidad, facilitando oportunidades para las personas que viven del agro, protegiendo los recursos naturales, y reduciendo la vulnerabilidad alimentaria. Segundo, porque la protección cuesta; mantiene elevados los precios y reducida la diversidad de la oferta.
Por lo anterior, hay que poner el objetivo de la transformación productiva por delante y pensar en la política comercial que sea compatible con esa transformación, y no al revés. Por ello, es útil pensar en la protección para el universo de actividades en la revisión de la política comercial de productos del agro de la siguiente manera. Primero, habrá actividades que no valdrá la pena proteger porque el costo supera los beneficios. Segundo, habrá actividades que ameriten protección temporal porque tienen potencial de fortalecerse y hacerse más productivas y capaces de competir en entornos más abiertos. Para lograrlo, habrá que hacer lo que no se hizo en esta última década. Tercero, habrá otras actividades que necesiten ser protegidas de forma relativamente permanente porque los costos económicos y no económicos de la apertura superan con creces los beneficios.
La coyuntura actual para la revisión de la política comercial es desafiante. Los cuestionamientos a los acuerdos de libre comercio en Estados Unidos son una oportunidad para negociar un ajuste y hacerlos compatibles con un programa de cambio en la agropecuaria, pero al mismo tiempo representan una amenaza. No solo porque un giro proteccionista en ese país puede golpear las exportaciones dominicanas a ese mercado y lacerar de forma dolorosa las articulaciones económicas que se han tejido en el marco del acuerdo (en vez de inducir a una reestructuración ordenada de ellas), sino porque en este momento la política estadounidense es altamente impredecible y potencialmente torpe. El riesgo parece alto. Pero al mismo tiempo, no actuar puede terminar comprometiendo definitivamente segmentos críticos de la agropecuaria dominicana.
El dilema no es fácil, pero lo que debe estar claro es que las Visitas Sorpresa no son respuesta suficiente para el impresionante desafío del desarrollo agrario, y que la atención tiene que transcender el DR-CAFTA para plantearse la cuestión de las políticas integrales de fomento productivo, en donde las reglas de importación son relevantes, pero es solo uno de los temas.