“No hay, ni habrá jamás, una solución dominicana a la crisis de Haití”. Ese es el mensaje que el Gobierno dominicano, en reiteradas ocasiones, ha transmitido a la comunidad internacional. En otras palabras, a otros les corresponde buscar una solución a la crisis de Haití, una crisis que es fruto de una serie de acontecimientos y decisiones históricas que han hecho de nuestros vecinos haitianos los habitantes más pobres de la región.
Como estrategia de presión a los países desarrollados de Occidente para que asuman una responsabilidad que los dominicanos entendemos que a ellos corresponde, la reiteración del mensaje resulta comprensible. Sin embargo, en este juego de geopolítica antillana menuda, en la cual somos uno de los participantes fundamentales, es crucial dotarse de la mayor cantidad de información posible sobre lo que deberíamos esperar de los demás jugadores.
En primer lugar, para muchos en Occidente, Haití es un país sin recursos naturales, sin capital físico, sin recursos humanos calificados, sin instituciones, sin reglas, sin orden, sin ley, sin gobierno y, sobre todo, sin deseos de progreso. En resumen, un país sin futuro. Piensan, y razones no les faltan, que cualquier esfuerzo del Occidente desarrollado que se haga, no logrará absolutamente nada. Para ellos, la solución más sencilla es el producto de dos sumas y una división aritmética. Suman nuestro PIB (US$120,194 millones) y el de Haití (US$26,409 millones) y obtienen US$146,603 millones. La segunda adición corresponde a las dos poblaciones (RD: 10.7 millones y Haití 11.9 millones), lo que arroja un total de 22.6 millones de habitantes. El ingreso per cápita en la isla de la Hispaniola resultaría en US$6,487, superior a los de Bolivia, El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Paraguay, Surinam y Venezuela, y muy cercano al de Belice, Colombia, Jamaica y Ecuador. Claro, el macabro ejercicio, al fusionar un ingreso por habitante de US$11,233 en el lado este de la isla con el de US$2,219 prevaleciente en el lado oeste, tendría consecuencias económicas, sociales y políticas que ningún experto, por más calificado que sea, podría cuantificar.
No sería la primera vez que el hemisferio occidental desarrollado confiere la extremaunción a un país pobre al cual no le augura la más remota posibilidad de sobrevivir. En 1960, emitieron un diagnóstico similar a un pobrísimo y pantanoso país del sudeste de Asia que apenas tenía 1.7 millones de habitantes: Singapur. Para evitar su desaparición, le exhortaron a fusionarse con la Federación Malaya. El convencimiento de Occidente sobre la necesidad de dicha fusión era tan profundo que el propio Lee Kuan Yew, luego de su triunfo en las elecciones parlamentarias de 1959, se dedicó en cuerpo y alma a promover la fusión que dio como resultado el nacimiento de Malasia en 1963. Dos años después, Singapur fue expulsado de la Federación, dejándolo en el limbo, sin rumbo y de nuevo, sin futuro.
Los dominicanos no debemos caer en la trampa del “wishful thinking” y pensar que “los americanos no van a dejar que ESO suceda”, uno de los pilares fundamentales del modelo altagraciano. No olvidemos que cruzar una frontera a pie siempre resultará menos costoso y traumático que atravesar 1,337 km del Atlántico en una balsa con destino a la Florida. Si Occidente hubiese tenido un interés real en apoyar a Haití en su desarrollo, lo primero que hubiese hecho habría sido crear, desarrollar y fortalecer las instituciones que los países pobres requieren para atraer el capital. En ocasiones, eso demanda un nivel de pragmatismo que hoy día no encontramos en el liderazgo político de los países desarrollados de Occidente. Así como en Argentina, ante el alarmante déficit de credibilidad que exhibe la clase política para comprometerse y cumplir las metas fiscales capaces de frenar la inflación y la devaluación, algunos han propuesto la camisa de fuerza implícita de la dolarización, en el caso de Haití, algunos consideran que la sustitución de su bicentenario Estado fallido por un protectorado o fideicomiso de muy dilatada duración, administrado por países desarrollados y enriquecido con servidores públicos capaces y experimentados de algunos de los países del Caricom, que heredaron instituciones fuertes de sus colonizadores británicos, neerlandeses y franceses, podría contribuir a dotar al país vecino de las instituciones fundamentales que requieren las naciones para crear riqueza y avanzar en su desarrollo. Como ejercicio de “wishful thingking” se acepta, pero no pasará de ahí.
Uno de los problemas que enfrenta el mundo subdesarrollado es la existencia de un credo en Occidente que plantea la existencia de un único sistema político capaz de llevar a las naciones secuestradas por la pobreza a la tierra de la prosperidad. No entienden ni entenderán nunca que pueden existir opciones grises y transitorias más flexibles y efectivas para restaurar el orden, fomentar el cumplimiento de la ley y avanzar en la creación del marco institucional que requiere cualquier nación para desarrollarse. Los occidentales están obsesionados con su democracia liberal, como si esta fuese la única opción para fomentar el progreso de las naciones. A Lee Kuan Yew lo criticaron duramente porque se mantuvo en el poder como primer ministro entre 1959 y 1990 en Singapur. Olvidan mencionar, sin embargo, que su mandato era renovado cada cuatro años por la mayoría de los singapurenses. Después de su primer triunfo en 1959, le renovaron el mandato siete veces. ¿Por qué lo hacían? Porque los singapurenses tenían un trabajo que les generaba un ingreso adecuado, recibían el apoyo del Estado para la compra de su vivienda a un precio subsidiado, tenían acceso a un buen sistema de salud y sus hijos asistían a escuelas donde recibían una educación de clase mundial. Eso les permitió acumular ahorros a los trabajadores y beneficios a los emprendedores. Esa esperanza que las políticas públicas responsables, honestas y transparentes que estaba ejecutando el gobierno autocrático benevolente de Singapur, las cuales habían permitido mejorar la calidad de vida de todos, los llevaba cada 4 años a ratificarle el mandato a Lee. Pero los líderes occidentales, que nunca han entendido ni van a entender la mentalidad de los orientales, insisten en imponer su democracia liberal contra viento y marea, sin detenerse un instante a analizar si dicho modelo se acopla a cualquier nación, sin importar la cultura, los valores, las creencias de la población y el estado de desarrollo de la economía.
Dejemos a los haitianos escoger en libertad el modelo político que deseen. Lo importante es que el sistema que elijan funcione y el gobierno que se den genere la credibilidad que se requiere para que fluya hacia Haití el torrente de inversión extranjera directa que necesita nuestro vecino para ir dejando atrás, poco a poco, la pobreza y la marginalidad que afecta a la mayor parte de su población.
Nosotros podremos seguir gritando al mundo que “no hay, ni habrá jamás, una solución dominicana a la crisis de Haití”. Eso no debe llevarnos a creer que mientras más lo reiteremos, los líderes de los países occidentales se sentirán más motivados a diseñar la solución al problema haitiano. La solución debe surgir, como sucedió en el caso de Singapur, de Haití. El pueblo haitiano necesita un gobierno visionario que cree esperanzas en la población de que en Haití será posible conseguir trabajo, devengar salarios, tener acceso a vivienda y a servicios de salud y educación que les permita sostener a sus familias y liberar gradualmente sus hogares de la pobreza. En las paupérrimas condiciones en que se encuentra, la elección entre un gobernante democrático liberal, un militar dispuesto a casarse con el desarrollo y un civil autocrático benevolente, es una tomadura de pelo. Haití necesita encontrarse con un líder visionario, con coraje, inteligencia y perseverancia que pueda guiarlos durante varias décadas hacia el progreso económico, social e institucional. Un pueblo hambriento y sin esperanzas, que nació bajo la institución de la esclavitud, valora más la oportunidad de conseguir un trabajo en un país en el cual el orden está garantizado que la de elegir entre políticos listos para colocarse el disfraz de demócratas liberales diseñado y cocido originalmente por los “founding fathers” esclavistas que lograron el nacimiento de Estados Unidos de América.
Haití necesita el restablecimiento permanente, no transitorio, del orden público. Para ello, debe apalancarse en lo que sea o lo que le provean; como sería, por ejemplo, el envío de fuerzas internacionales que liberen al pueblo haitiano de las bandas criminales que lo mantienen en zozobra mientras ahuyentan la inversión nacional y extranjera. Sorprende, sin embargo, el nivel de ingenuidad que deja ver el anuncio de que, con solo 11 meses y 1,000 policías kenianos, Haití quedará dotado de un ejército y una política capaz de imponer el orden público y establecer un marco institucional que permita castigar severamente la corrupción, el tráfico de drogas y el vandalismo, incluyendo en el catálogo de castigos la pena de muerte. No hacemos nada si el tránsito de una gobernabilidad débil a una fuerte es percibido como un fenómeno transitorio. El capital ingresará a Haití si, y solo si, la migración del desorden al orden es percibida como permanente.
El nuevo líder haitiano debe ser capaz de convencer a su pueblo de que sin orden, no será posible levantar los recursos para ejecutar un ambicioso plan de reconstrucción y desarrollo para Haití. Uno de los pilares del Plan L’Ouverture -así podría denominarse- sería la ejecución de un ambicioso programa de construcción de viviendas del Gobierno haitiano con capacidad para generar decenas de miles de empleos. Otro de los pilares debería ser la identificación y construcción de grandes proyectos de infraestructura física que los futuros inversionistas privados exigirán como prerrequisito para invertir en Haití. Para crecer a las tasas que requiere Haití, será necesario eliminar las debilidades en materia de infraestructura y los riesgos microeconómicos derivados de la débil gobernabilidad que ahuyentan la inversión privada. Se necesitarán reformas en el área de la electricidad, la infraestructura portuaria, la eficiencia gubernamental y regulatoria y, sobre todo, en el ámbito de los derechos de propiedad. Solo con mucha voluntad política, Haití podrá desmantelar las barreras que limitan la formación de capital físico, el acceso a la tecnología y el entrenamiento adecuado de los recursos humanos. Nuestra experiencia exitosa en materia de turismo y manufactura para la exportación debemos socializarla con nuestros vecinos. La inversión en estos sectores contribuiría a generar empleos e ingresos. El nuevo liderazgo haitiano deberá ser capaz, a través de los primeros logros que pueda exhibir, de desmantelar la cultura de apatía y hostilidad hacia el cambio que se percibe en Haití. Necesitará una fuerte inversión de recursos en infraestructura de salud y de educación a nivel inicial, primaria, secundaria y terciaria. Los diseñadores de las políticas públicas del nuevo gobierno haitiano deberían incluir dentro de su programa de reformas, una que obligue a la educación bilingüe, donde el inglés sea uno de los dos idiomas de enseñanza.
Para sostener un crecimiento mínimo de 7% anual durante varias décadas, Haití necesitará aumentar significativamente sus niveles de ahorro, tanto el público como el privado. Con una presión tributaria que se proyecta este año en 6.3%, la más baja de la región, el Gobierno haitiano está prácticamente incapacitado para hacer frente a un Plan L’Ouverture como el que hemos descrito. En consecuencia, es fundamental corregir esta debilidad concomitantemente con la aprobación de las demás reformas estructurales. Conscientes de que las aduanas haitianas aportan en estos momentos una parte importante de la recaudación, los socios comerciales de Haití deberían otorgar la gracia que fuese necesaria en materia de desgravación arancelaria hasta tanto entre en vigencia una nueva estructura tributaria que descanse, fundamentalmente, en la tributación interna y, sobre todo, en el consumo. Un sistema de ahorro obligatorio para pensiones, que permita fomentar el ahorro privado, resultaría fundamental para la economía haitiana.
Nadie va a convencernos de que en Haití no existen recursos humanos valiosos dentro de sus organizaciones políticas, universidades, centros de pensamiento, asociaciones profesionales, entidades empresariales y la sociedad civil, con suficiente capacidad para preparar un Proyecto de Nación al que puedan comprometerse la mayoría de los haitianos. Ese Proyecto de Nación incluiría el conjunto de reformas estructurales, en lo económico, social e institucional, a ser ejecutadas en los próximos 20 años por un gobierno fuerte, comprometido con esas reformas y dispuesto a garantizar el orden público durante todo el tiempo que requiera la ejecución de las mismas.
Ese gobierno, sea demócrata liberal o autócrata benevolente, en la medida que vaya ejecutando las reformas y fomentando el progreso económico, social e institucional de Haití, será merecedor no solo del respeto y la admiración del pueblo haitiano, sino también de nosotros, sus vecinos. Luego de los haitianos, los dominicanos seríamos los principales beneficiarios del progreso económico, social e institucional que tenga lugar en la región occidental de la isla. Ningún otro país del mundo se beneficiaría más de la solución del problema haitiano que la República Dominicana. Con un gobierno en Haití que imponga el orden público, defienda el derecho a la propiedad privada y garantice el respeto de las reglas para todos los inversionistas, sean estos nacionales o extranjeros, Haití comenzará a recibir crecientes influjos de capital extranjero, incluyendo de capitales dominicanos que sabrán detectar las oportunidades de inversión en el lado oeste de la Hispaniola. En ese momento, comenzaremos a descubrir que, a final de cuentas, nosotros éramos parte de la solución del problema haitiano. Como diría Galileo Galilei, “Non c’è, né ci sarà mai, una soluzione dominicana alla crisi di Haiti, eppure ci sarà.”
Hasta ahora el capital dominicano ha estado ofreciendo trabajo a los inmigrantes haitianos en el lado oriental de la isla. Si en algún momento Haití tuviese un gobierno firme, con liderazgo, no “chantajeable” por los grupos y organizaciones defensoras de los derechos humanos, y con suficiente voluntad y coraje político para imponer el orden público y garantizar el respeto de las leyes, la rentabilidad que el capital extranjero, incluyendo el dominicano, podría obtener invirtiendo en Haití sería varias veces superior al que obtiene en su país de origen. Los empresarios dominicanos lo saben. Los retornos que obtenían durante los primeros años de los gobiernos de Balaguer eran mucho mayores que los que obtienen actualmente. En el momento en que empresas dominicanas comiencen a invertir en Haití y a ofrecer trabajo a decenas de miles de haitianos desempleados, la imagen negativa que hoy podríamos tener los dominicanos en Haití a raíz de la serie de acontecimientos en la historia de nuestras dos naciones, que han abierto heridas en ambos pueblos y que recientemente han salido a relucir nuevamente con la disputa sobre el uso adecuado de las aguas del río Masacre, comenzará a cambiar. Aunque no disponemos de estudios de opinión que lo avalen, estamos seguros de que los haitianos que trabajan en nuestro territorio tienen una opinión menos desfavorable de nosotros que la que transmiten nuestros vecinos que no han tenido la oportunidad de cruzar hacia el lado este de la Hispaniola. A todo lo anterior, solo faltaría agregar las inversiones conjuntas que los gobiernos de las dos naciones deberían acometer en proyectos que contribuirían al desarrollo sostenible de la isla de la Hispaniola.
Los líderes políticos dominicanos, nuestra sociedad civil, incluyendo las organizaciones empresariales, las universidades, los centros de pensamiento y nuestros intelectuales deben hacerle un bypass al debate que mantienen los grupos extremistas tanto de Haití como de República Dominicana; un debate fundamentado en el odio y el resentimiento que solo sirve para que Haití se mantenga marginado del progreso económico, social e institucional a qué tiene derecho y la inmigración descontrolada y masiva de haitianos hacia nuestro territorio se acelere. Esta es la solución dominicana al problema haitiano que rechaza con mucho vigor nuestro Gobierno.
Mientras estos grupos extremistas intensifican sus críticas y acusaciones, la sensatez y la prudencia que habita en el centro político debe comenzar a construir puentes de intercambio y comunicación entre las posiciones sensatas, que ven en la cooperación entre ambas naciones, la mejor opción para que Haití tenga la oportunidad de beneficiarse del crecimiento y desarrollo económico. Nuestra tarea debería ser detectar con tiempo quiénes pueden ser los interlocutores haitianos a quienes la contraparte dominicana presente su narrativa sobre lo que hizo el lado este de la isla para avanzar, reconociendo que todavía nos queda un largo trecho por recorrer.
Dos sugerencias antes de terminar: así como Singapur, Chile y República Dominicana, durante un buen tiempo, se beneficiaron de las recomendaciones de asesores económicos extranjeros libre de conflictos de interés, de vasta experiencia, sobrado pragmatismo y gran humildad para responder “no sé” cuando no tenían respuesta ni conocimiento sobre el tema abordado en la pregunta, a un eventual gobierno haitiano, comprometido con reformar todo lo que haya que reformar, le convendría indagar quiénes en el mercado global de la asesoría económica reúnen hoy condiciones como las que exhibieron el holandés Albert Winsemius en Singapur, el británico John Cowperthwaite en Hong Kong, el estadounidense Arnold Harberger en Chile (y República Dominicana) y el griego Constantino Vaitsos en República Dominicana.
La última sugerencia es breve, y va dirigida también a nuestros vecinos. Si alguien les dice que su país no tiene futuro, cortésmente, díganle: “Ale nan kaka”.