El Gobierno se embarcará en un aumento de impuestos en un contexto de alta informalidad, elevada evasión y un sector eléctrico con pérdidas crecientes, que explican entre un 40 % y un 50 % del déficit del Gobierno Central. Para lograr los objetivos se requiere una reforma de RD$ 200,000 millones, entre 2.5 % y 3 % del PIB. El único precedente de una reforma así ocurrió en 1992.

En la actualidad, no hay riesgo de una crisis macroeconómica y el sistema financiero goza de estabilidad, bajo la tutela de un Banco Central profesional e independiente. El país ha superado otras reformas antes y no hay razón para no poder hacerlo ahora. Sin embargo, esto no será fácil y requerirá un esfuerzo concertado.

El país se encuentra en la antesala de lo que será, a mi juicio, una de las reformas fiscales más complejas de la historia económica reciente. El Gobierno necesita aumentar sus recaudaciones. No hay forma fácil de decirlo. Los argumentos macroeconómicos para justificar este incremento de impuestos son abrumadores.

Las matemáticas son claras. El Gobierno ahora gasta más que antes, pero con unas recaudaciones tributarias estancadas al nivel del 2019. Con un crecimiento de la economía en el entorno del 5% y un déficit consolidado, incluyendo al Banco Central, de entre 4.5% y 5% del PIB, la deuda pública no se encuentra necesariamente en una trayectoria decreciente.

El Gobierno opera con un déficit de aproximadamente 20,000 millones de pesos cada mes, y un déficit consolidado de 25,000 millones de pesos mensuales al incluir el balance del Banco Central. Esto equivale a unos 300,000 millones de pesos anuales.

Este déficit es rígido y no se reduce pese a las medidas adoptadas. Entre 2005 y 2019, el déficit promedio anual del Gobierno fue de 4.5% del PIB. Entre 2021 y 2023, a pesar de las medidas implementadas, el déficit se mantuvo en ese nivel, cuando se excluyen los adelantos de impuestos solicitados por el Gobierno a grandes empresas para sortear la situación.

El pago de intereses de la deuda casi duplica la inversión pública; y la carga de intereses respecto a los ingresos supera el 20%, más del doble que en países comparables. En este cuatrienio, los ingresos totales recaudados, incluidos los adelantos de impuestos, no han sido suficientes para cubrir el gasto corriente.
Hasta 2019 se cumplió la regla de oro de la política fiscal, cuando el Gobierno solo se endeudaba para gastos de inversión. Ahora llevamos cuatro años endeudándonos para financiar el gasto corriente.

Esto en parte es un legado del COVID-19, pues tenemos ahora el mismo déficit que antes, pero con una combinación nefasta de mucho más gasto corriente y mucho menos inversión pública. Esto no es sostenible para ningún país en nuestra etapa de desarrollo. La inversión pública, que ha estado más cerca del 2% del PIB en estos últimos años, en realidad es necesario aumentarla al menos al 4% del PIB para reducir el gran déficit de infraestructura que se hace cada vez más evidente en el país.

Es fundamental que el sector empresarial comprenda que este déficit no se reducirá con medidas administrativas ni con mejoras en la eficiencia del gasto público. En efecto, la amplia reforma del gasto público en este cuatrienio no ha implicado la más mínima reducción del gasto. De hecho, el gasto público total ha aumentado en al menos 2% del PIB, con una combinación de un aumento del gasto corriente de 3% del PIB y una reducción de la inversión pública de al menos 1% del PIB.

La clase política decidió hace tiempo que el gasto público del país debe converger al de los países desarrollados. Esto ha sido un proceso gradual en los últimos quince años y fue plasmado en la Estrategia Nacional de Desarrollo. Justo antes del COVID, el gasto público total promedió 17% del PIB. Ahora ronda el 19% y vamos camino a gastar el 20% del PIB. Es decir, queremos gastos de un país desarrollado, pero tenemos ingresos de un país africano de los más pobres.

El Gobierno quiere, necesita y va a gastar más. El Presidente lo ha dicho claramente, pues se necesita más gasto en infraestructura, salud, sector agua, sector eléctrico, seguridad y otros rubros. Y aquí viene un gran dilema de esta reforma. El Gobierno tiene dos objetivos contrapuestos: necesita aumentar ingresos para bajar el déficit y la deuda, pero también necesita aumentar ingresos porque quiere aumentar el gasto.

Para lograr estos dos objetivos se requiere una reforma de unos 200,000 millones de pesos, entre 2.5% y 3% del PIB. El único precedente de una reforma de este tamaño ocurrió en 1992. Las reformas que se han aprobado desde el año 2000 han sido mucho más modestas.

Si al final el Gobierno opta por una reforma más pequeña, sin duda estaremos hablando de otra reforma en un par de años. Simplemente, esto no va a resolver el problema.

El sector privado también tiene argumentos que deben ser ponderados por el Gobierno. La carga tributaria está muy mal distribuida, unos pagan muchísimo y otros pagan muy poco o nada; la informalidad sigue por encima del 55% y es totalmente rígida a la baja; y también es importante analizar con cuidado la experiencia de la reforma del 2012, cuando el Gobierno terminó recaudando menos: Un aumento de impuestos sumado a una administración tributaria débil es una receta para el desastre.

Además, el país necesita saber cuál es el plan del Gobierno con el sector eléctrico, ya que las pérdidas de este sector explican entre un 40% y un 50% del déficit del Gobierno Central.

En resumen, el Gobierno se embarcará en un aumento de impuestos en un contexto de alta informalidad, alta evasión y un sector eléctrico con pérdidas crecientes. Por eso no debe atropellar ni imponer una reforma que luego puede diluirse en mayor informalidad y evasión.

En cuanto a la parte social, el problema principal de esta reforma no serán los pobres, debido a que existen mecanismos para compensarlos, sino la clase media, a la que el Gobierno deberá convencer de que pagar más impuestos resultará en una mejor calidad de vida. ¡Así mismo como suena!

A pesar de todos estos retos, debemos mantener el optimismo. Una reforma razonable no tiene por qué afectar el crecimiento económico. Los beneficios de estabilizar las finanzas públicas deberían compensar los costos de corto plazo.

El país goza de una estabilidad política, económica y social que es la envidia de América Latina. Los partidos políticos no tienen ideologías extremas y eso garantiza que, en términos generales, la economía se maneje bajo los mismos criterios, independientemente de quien gobierne.

No hay riesgo inminente de una crisis macroeconómica y el sistema financiero se mantiene firme, bajo la tutela de un Banco Central profesional e independiente. El país ha superado otras reformas antes y no hay razón para no poder hacerlo ahora. Sin embargo, esto no será fácil y requerirá un esfuerzo concertado para enfrentar las distorsiones persistentes en el sector eléctrico, la informalidad y la evasión fiscal.

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