Los golpes de estado son generalmente traumáticos y no pocas veces sangrientos. No deben ahorrarse esfuerzos para evitarlos. El 11 de septiembre de 1973, Allende fue derrocado en Chile. Aquel fue un golpe sangriento que partió a Chile en dos, simulando la fuerte brecha ideológica que prevaleció durante la Guerra Fría.
Es cierto que Chile atravesaba una crisis económica sin precedentes. El PIB estaba cayendo a una tasa anualizada de 5.6%. El déficit fiscal equivalía 24.7% del PIB, y se financiaba con emisiones monetarias que provocaron un aumento de 403% en la cantidad de dinero en circulación entre agosto de 1972 y agosto de 1973. Ese financiamiento del déficit con emisiones explicaba el por qué la inflación anualizada a agosto de 1973 ascendía a 746%, clara indicación de una hiperinflación. El salario real acumulaba una merma de 73% entre el primer trimestre de 1971 y el último trimestre de 1973. Aunque no se disponen de indicadores de pobreza en ese año, resulta previsible que esta aumentaba aceleradamente. La tasa de interés anual de 522% a la que prestaban los bancos y la incertidumbre prevaleciente, se unieron para provocar el colapso del ahorro y la inversión, cayendo a 5.2% y 10.5% del PIB, respectivamente. El Banco Central de Chile había perdido todas sus reservas. En agosto de 1973, apenas llegaban a 89 millones de dólares.
El viaje de 4 semanas de Fidel Castro a Chile en noviembre de 1971; y la visita de Allende a la Unión Soviética en diciembre de 1972 para reunirse con Brezhnev, Kosygin y Podgorny, acentuaron la creciente percepción de que el Gobierno de Chile aspiraba abrazar las políticas públicas que se predicaban detrás de la Cortina de Hierro. El caos económico prevaleciente y la clara intención de Allende de divorciar a Chile de la influencia de Washington, crearon las condiciones para su derrocamiento.
Es imposible negarlo. El golpe militar encabezado por Pinochet ha sido uno de los más traumáticos y sangrientos en la región: 3,065 muertos y desaparecidos entre 1973 y 1990. Así como no hay forma de justificar los 7,365 asesinados y 20,000 presos políticos durante la dictadura castrista en Cuba, los 62 millones del democidio ejecutado por la represión en la Rusia comunista (1917-1987), o los 73 millones del ocurrido en la China comunista, principalmente bajo la espada de la Revolución Cultural y el Gran Paso Adelante, tampoco puede justificarse el ocurrido en Chile.
La fuerte represión que impuso la dictadura militar chilena, sin lugar a dudas, opacó el proceso de reconstrucción económica que se inició durante ese período. A través de un programa macroeconómico elaborado y ejecutado por un nutrido grupo de economistas chilenos que se habían entrenado en universidades norteamericanas, especialmente, en la Universidad de Chicago, Chile registró un crecimiento acumulado de 43.3% del PIB real per-cápita entre 1973 y 1990. La inflación fue reducida de 746% a 21.2%. A pesar del fuerte ajuste, el desempleo terminó en 5.3%. La tasa de interés sobre préstamos bajó de 522% a 36%; el déficit fiscal heredado de 24.7% del PIB se transformó en un superávit de 2.3%. Las reservas internacionales del Banco Central pasaron de 89 a 4,348 millones de dólares. El ahorro y la inversión aumentaron considerablemente, terminando en 30.1% y 27.4% del PIB. El Índice Global de Hambre en Chile, calculado por el International Food Policy Research Institute, era de 1.0, reflejando que el hambre en Chile, en 1990, era una de las más bajas de la región.
Pinochet trató de continuar en el poder. Confiado en el indiscutible progreso económico que había registrado el país durante su régimen, respetó el mandato de la Constitución Política de 1980 que requería la ratificación de la ciudadanía por vía de un plebiscito para que él pudiese continuar por 8 años más. La oposición aceptó participar en el plebiscito. El 5 de octubre se celebró. Si ganaba el SI, Pinochet seguía. Pasada las 12 de la noche de ese día, Pinochet se reunió con sus ministros y les informó: «Señores, el plebiscito se perdió. Quiero sus renuncias de inmediato. Eso es todo». En diciembre de 1989, Patricio Aylwin ganó las elecciones, iniciándose la exitosa transición de Chile desde la dictadura a la democracia.
Venezuela se encuentra hoy día arrodillada y diezmada por una dictadura. No hay mejor calificativo para un régimen político en el cual el Poder Judicial ha sido totalmente capturado; el referéndum revocatorio (similar al plebiscito que realizó Pinochet en 1988), ha sido bloqueado; las elecciones limpias y transparentes brillan por su ausencia; se creó un órgano político -la Asamblea Nacional Constituyente, por encima de la Constitución; el Poder Legislativo ha sido disuelto; 676 políticos y 5,326 manifestantes han sido encarcelados; y no existe libertad de prensa.
Es cierto que, hasta el día de hoy, la dictadura de Maduro ha sido menos sangrienta que la de Pinochet. Sin embargo, supera a todos los demás gobiernos democráticos y dictatoriales de la región en la generación de destrucción económica, hambre y pobreza. Ni Allende y Fidel con sus insensateces, generaron más caos económicos en sus países que la devastación que han logrado producir Chávez y Maduro.
En 19 años han logrado reducir el PIB per cápita real en 28%. Hace 20 años, Venezuela era el país de la región con el mayor ingreso per-cápita medido en dólares de paridad de poder adquisitivo. El año pasado, pasó a ocupar la posición 13.
Cuando asumieron el poder heredaron una inflación de 29.9%. Hoy día alcanza 1,133%, más intensa y empobrecedora que la hiperinflación de Allende (746%). El desempleo lo recibieron en 14.5%; hoy lo han llevado a 27.2%. Heredaron un déficit fiscal de 4.5% del PIB; el año pasado saltó a 18.5%. En los últimos 9 años del régimen Chávez-Maduro, el Banco Central de Venezuela ha perdido 33,900 millones de dólares de sus reservas. El superávit de incertidumbre prevaleciente ha provocado el colapso del ahorro y la inversión. De un 26% del PIB que heredaron, hoy se encuentran en 9%, la tercera parte.
Mientras la dictadura chilena logró reducir el índice de hambre a 1.0 en 1990, la de Maduro lo disparó a 13.0 en el 2017, lo que resulta compatible con el alarmante número de infantes venezolanos que han fallecido por desnutrición. Una Encuesta de Condiciones de Vida en Venezuela (ENCOVI), realizada por las universidades Central de Venezuela, Católica Andrés Bello y Simón Bolívar, situó la incidencia de la pobreza en Venezuela a final del 2016 en 81.7%, muy por encima del 49.4% que heredó Chávez en 1999.
A Allende, un médico cirujano con gran vocación política, se le entendería su enamoramiento con el marxismo-leninismo en los 70s. Lo que resulta incomprensible es que los líderes de la revolución bolivariana, en tiempos de Google, no se hayan enterado de que los templos donde se predicaban esas fracasadas ideologías han colapsado, instalándose en su lugar, en China, Rusia, Vietnam e incluso en Cuba, los cimientos para el florecimiento de una economía de mercado. Maduro se ha quedado solo, a 14,609 kms. de distancia del otro dictador juche-leninista que reside en Corea del Norte.
A pesar de sus encuentros con “pajaritos chiquiticos”, Maduro trata de proyectarse como un líder supremo valiente, incapaz de temer a nada, a pesar de haber logrado una de las destrucciones económicas de naciones más asombrosas de la historia. Si su pueblo le reconoce la gran obra que Chávez y él han construido, ¿por qué, al igual que el dictador chileno, no ofrece a los venezolanos la oportunidad de decidir, a través de un plebiscito o referéndum revocatorio, si desea que el continúe con la destrucción y devastación de Venezuela que los líderes de la revolución bolivariana iniciaron hace 19 años? ¿Tiene o no tiene coraje? Si le falta, podría pedir prestado el del “pajarito chiquitico”.