“1978-1986. Crónica de una transición fallida” de Miguel Guerrero
“1978-1986. Crónica de una transición fallida” de Miguel Guerrero

Con la autorización del autor, el periodista y escritor Miguel Guerrero, elCaribe digital presenta “1978-1986. Crónica de una transición fallida”, puesta en circulación en octubre del 2020, en plena pandemia del COVID 19, y que ofreceremos por entregas. Acceda al índice y al prólogo aquí

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Capítulo XI

Enero-marzo, 1983.

La crisis interna del PRD se extiende al Congreso.

La represión afecta a los productores de cerdos

A menos que ocurriera un milagro, el 1983 vendría cargado de problemas económicos. Las dificultades financieras a las que hizo frente el Gobierno en sus primeros cuatro meses de administración seguieron, dominando el panorama nacional. Las luchas internas en el partido oficial, contribuyeron hacer más difícil la tarea del presidente Salvador Jorge Blanco y esas rencillas se reflejaron en la economía dificultando los esfuerzos por sacar al país del estancamiento y la crisis económica, la más grave en muchos años.

Algunos de los problemas económicos estavieron directamente relacionados con la situación de los mercados internacionales de los productos de exportación. No hubo cambios significativos en el comportamiento de los precios del azúcar y a lo sumo niveles escasamente superiores durante una buena parte del año. Una superproducción mundial, unida a las prácticas proteccionistas de la Comunidad Europea, mantuvieron deprimido el mercado azucarero por algún tiempo. La marcha de otros mercados continuó en baja, previéndose también malos momentos para otros productos tradicionales como el café, el cacao y el tabaco dominicano. La minería no haría sustanciales aportes. Los precios del ferroníquel deprimieron la producción de la Falconbridge, que ya había hecho despidos masivos de trabajadores. Los días de la Alcoa iniciaban la cuenta regresiva y el futuro del oro no permitió alentar demasiadas esperanzas. Respecto al petróleo, era inútil depositar vanas esperanzas en el día en que un chorro de este mineral brotara bruscamente del subsuelo dominicano.

A este panorama sombrío se agregó la inveterada tozudez del partido oficial por hacerle oposición, a su propia administración, y el Gobierno encaró dificultades muy serias tanto en el campo de la economía como en el de la política. Las dificultades de Jorge Blanco para obtener el apoyo del Congreso al proyecto de Ley de Gastos Públicos era sólo un indicio, algo prematuro, de la magnitud de los escollos que tendría con su propia gente en los meses venideros. No sería nada nuevo en la vida del PRD.

En muchos sentidos, la oposición que el Gobierno enfrenta- ba internamente reflejada principalmente en el Congreso, eran en cierto modo otro capítulo del drama que su antecesor, el presidente Antonio Guzmán, se vio forzado a presenciar casi a lo largo de su período. Sus objeciones de tipo político y moral contra la oposi- ción interna eran similares a las que en el cuatrienio anterior ellos mismos escucharon mientras dominaban el Poder Legislativo. Las mismas actitudes que esos funcionarios criticaban a las cámaras fueron aquellas que en su tiempo ellos asumieron para asegurar la independencia de poderes en la República Dominicana.

Lo grave de la situación, sin embargo, era la forma en que los intereses grupales en el partido oficial entorpecían no solo la ta- rea del Gobierno, sino los esfuerzos por sacar al país del atolladero económico en que se encontraba. Los criterios de “tendencias” se sobreponían en el Congreso, por lo menos en el caso de la Ley de Gastos Públicos a los intereses nacionales. En parte quizá el Gobierno tenía parte de la culpa. Su resistencia a aceptar una mo- dificación del presupuesto sugería la posibilidad de que el Fondo Monetario Internacional (FMI) pusiersa la mano en él. Si fuera así, lo más razonable era buscar el respaldo de los legisladores de su partido explicándolo claramente. A fin de cuentas, fue el licenciado Jacobo Majluta, mientras ejerció por unas semanas la Presidencia, quien planteó seriamente por primera vez la posibilidad de poner los problemas del país bajo la jurisdicción del Fondo.

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A comienzos de enero de 1983, las luchas del partido arrastraban al Congreso Nacional a un terreno fangoso, en el cual los legisladores perdían el más elemental sentido de lealtad hacia los electores, por quienes finalmente ocupaban sus puestos y ganaban un salario privilegiado. Los debates en torno a los más recientes proyectos de impuestos presentados a las Cámaras por el Poder Eje- cutivo, eran prueba de cuanto pasaba.

Los congresistas, o la mayoría de ellos, respondían única y exclusivamente a las directrices del partido al que pertenecían. Por la forma en que actuaban parecía como si muy poco les importaran las opiniones de las comunidades que votaron a su favor. Pocas veces un legislador se había acercado a su comunidad para verificar cuáles eran sus sentimientos o su parecer sobre asuntos en discusión. No se tenía memoria de casos en los que un ciudadano común haya sido recibido por su congresista para escuchar sus quejas e interceder a su favor. Esa era una de las grandes fallas del sistema democrático dominicano. Y esto hacía vulnerable a la fuerza y a la arbitrariedad los derechos constitucionales de los ciudadanos comunes.

Al supeditar los intereses de la comunidad al de los partidos, los congresistas dominicanos asestaban una estocada al proceso de- mocrático, porque como consecuencia de las profundas frustracio- nes que tal actitud generaba se perdía la fe de los electores en el sistema como vehículo para satisfacer sus necesidades y encauzar sus aspiraciones.

El caso de los impuestos era un ejemplo dramático y desalen- tador. ¿Qué derecho tenía un partido político a decidir, en conci- liábulos de aposento, a sus espaldas, sobre leyes que afectaran sensi- blemente el porvenir de toda la comunidad nacional? ¿No deberían consultar los partidos y, muy especialmente, los congresistas a la gente cuando de nuevos impuestos se trate?

A finales del año anterior, el Poder Ejecutivo sometió a las Cámaras varios proyectos creando nuevos impuestos y modificando radicalmente otros. Por mucho que tratara de explicarse lo contrario, esas iniciativas impactaron la colectividad, porque inexorable- mente se reflejaron en el costo de los bienes y servicios. Después de algunas discusiones en el partido para conciliar intereses antagó- nicos de grupos, se adaptaron decisiones al “vapor” sobre asuntos que gravitarían por años sobre la vida de los dominicanos. No se convocó a vistas públicas ni se dio tempo a la opinión pública a manifestarse en torno a ello a través de la prensa.

La festinación alcanzó ribetes de conspiración contra el público. Se hicieron transacciones, con proyectos de una importancia capital para la vida de la nación, como dos simples especuladores diri- men una operación comercial cualquiera a las puertas de un banco. Cuando se hizo evidente el tranque en la discusión del proyecto del Presupuesto y Ley de Gastos Públicos, Peña Gómez, reunió a los legisladores y propuso un plan para aquietar las turbulentas aguas en el PRD.   A cambio de la aprobación de los nuevos impuestos, se aceptaron algunas de las objeciones al monto del Presupuesto. Era una forma mágica de salvar la unidad del partido a costa de los intereses de los electores, pero ¿que importaban estos últimos a tres años y medio de las elecciones?

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Las comunidades tienen derecho a saber el uso que se les da usualmente a los recursos provenientes de impuestos, sean estos fiscales o municipales. La falta de información adecuada al respecto era uno de los defectos de la democracia dominicana.

Si el Congreso y el Gobierno se habían adueñado por años el cuestionable derecho de decidir unilateralmente sobre cuestiones tan delicadas, el pueblo podía reclamar la facultad de saber cómo se gastaban esos fondos. Principalmente porque le seguirán impo- niendo nuevas cargas impositivas. Nadie explicaba, por ejemplo, las causas de que la mayor parte de las carreteras se encontraran intransitables o en avanzado proceso de deterioro físico, cuando durante años se les ha cobrado el peaje precisamente para asegurar el mantenimiento de esas vías.

Si el Ayuntamiento decidía aumentar el cobro de ciertos arbitrios, la basura pongamos por caso, los residentes de Santo Do- mingo merecían recibir por lo menos una satisfacción respecto a las causas de que aun pagando por el servicio de recogida virtualmente no existiera, o por qué, habiéndose producido un par de años atrás un alza considerable en la factura del suministro de agua el servicio empeorara en lugar de mejorar. Esas no eran exigencias despropor- cionadas ni ganas de fastidiar a la autoridad. En toda democracia bien entendida constituyen derechos elementales de la población que el Cabildo o el Gobierno se apresuran a responder aún antes de que se le formulen tales cuestionamientos. A pesar del uso manido que de la frase hacían los políticos, alguien podría sentirse en la ne- cesidad de hacerse esta pregunta: “¿Tiene la autoridad la suficiente fuerza moral para exigir al pueblo el pago de nuevos impuestos si jamás ha explicado satisfactoriamente qué empleo da a los recursos de los existentes?”.

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En el período transcurrido entre la fecha de celebración de las elecciones generales, el 16 de mayo, y la de la instalación de las au- toridades, el 16 de agosto del año anterior, tuvieron lugar sorpren- dentes noticias sobre actos de corrupción y pillaje en el Instituto de Seguros Sociales. Las denuncias, de matices escandalosos, pro- vinieron en su mayor parte del propio partido oficial. Tras algunos debates y acusaciones, la cuestión se perdió en los titulares de los periódicos y al igual que en muchos otros casos de sospechas de co- rrupción en otras esferas de la administración pública, no se produjo ninguna acción gubernamental para sancionar a los responsables de esos actos de depredación contra el bien de la comunidad.

Cuando el debate adquirió ribetes dañinos para el oficialismo, los responsables señalados eran a fin de cuentas figuras del partido en el poder, vinieron los escarceos políticos. Un líder influyente previno acerca de los perjuicios de mantener tales asuntos en la palestra pública. Había, advirtió, dirigentes muy connotados del PRD, razón por la cual debían de cesar las denuncias de corrup- ción, y cesaron.

Frente a casos de esta naturaleza y habiendo ocurrido lo que se dijo pasó en el IDSS, cómo las autoridades podían exigir a las empresas y a los trabajadores el cumplimiento de sus obligaciones con ese organismo del Estado si este, además, nunca cumplía fielmente con su responsabilidad de dotar de asistencia a los últimos.

El pueblo no era renuente, como se alegaba, a aceptar sacrificios adicionales en aras del bienestar de la nación. Toda su re- sistencia consistía a seguir financiando el costo de una burocracia hipertrofiada y por demás voraz. Y si alguna vez se decidía a pedir cuentas del uso de recursos provenientes del pago de impuestos, frente a la inminencia, digamos por caso, de nuevas cargas impositivas, apenas estará ejerciendo uno de sus más elementales derechos como contribuyente en una sociedad democrática.

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Apenas comenzaba el 1983, cuando se hizo evidente la magni- tud de la crisis. A solo poco más de cinco meses de haber asumido el poder, Jorge Blanco encaraba problemas difíciles y su popularidad parecía seriamente resquebrajada aun en su propio partido, el Revolucionario Dominicano.

La naturaleza de los conflictos abarcaba lo económico, lo labo- ral, lo político y lo social. Las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional (FMI) para un préstamo de 450 millones de dólares, a la que el Gobierno atribuía una importancia capital, fueron la causa de muchos de esos problemas. La oposición y sus adversarios dentro del PRD en el Congreso acusaron a Jorge Blanco de mante- ner en secreto detalles vitales de las pláticas con el FMI.

La prensa independiente hizo críticas similares y líderes opo- sitores, entre ellos el expresidente Juan Bosch, del Partido de la Li- beración Dominicana (PLD), con representación parlamentaria, ridiculizaron las negociaciones acusando al Gobierno de haber comprometido en ellas la soberanía nacional. Consideraron que el paquete de leyes impositivas, muy controvertidas e impopulares, una de las cuales establecía “un gravamen del seis por ciento a toda transferencia industrial”, eran condiciones impuestas por el FMI para aprobar el préstamo.

Como consecuencia de todo ello, el país inició el 1983 sin haber sido aprobado en las cámaras la Ley del Presupuesto, que el Gobierno propuso en 1,003 millones de pesos (dólares). El Congreso estimó muy baja e irreal la cifra y recomendó aumentos en algunas partidas a lo que el Gobierno se opuso tajantemente. Al finalizar la legislatura, la pieza solo había sido aprobada por la Cámara de Diputados, con mayoría oficialista, después de agrios debates.

El Senado no pudo abordar el conocimiento del proyecto debido a que el PRD solo contaba con 17 de las 27 bancas, una menos de las dos terceras partes que exigía la Constitución para sancionar el presupuesto. Bastó que los 10 senadores del Partido Reformista, del expresidente Joaquín Balaguer, se retiraran de la Cámara para que el proyecto quedara congelado. Los reformistas justificaron su decisión acusando a la mayoría oficialista de festinar la aprobación de impuestos como el de las transferencias industriales, sancionado en un solo día, no obstante el hecho de que habría de entrar en vigencia en noviembre de ese año.

Jorge Blanco convocó de nuevo a las cámaras mediante decreto pero su principal adversario dentro del partido, el expresidente Jacobo Majluta, líder del Senado y presidente del PRD, salió de vacaciones a Estados Unidos, dilatando en por lo menos una semana la aprobación final de la ley, todavía pendiente.

En el plano laboral, una serie de huelgas y medidas de fuerza agitaron el panorama. El Gobierno dispuso la ocupación militar de la fábrica de cemento, propiedad estatal, para poner fin al desorden administrativo y sindical, después de denunciar públicamente irre- gularidades del gremio que obstaculizaban la marcha de la empresa. En reacción, los trabajadores ocuparon una iglesia y se declararon en “lucha permanente”.

A este conflicto se unió una huelga en la compañía de teléfonos, de capital extranjero, por un desacuerdo en torno a una nueva forma de pago bisemanal. La compañía respondió cancelando a los huelguistas y el problema amenazó con afectar el servicio telefóni- co, probablemente el más eficiente y barato de los servicios públicos de Santo Domingo.

Los graves problemas políticos se acentuaron al recrudecerse la pugna interna en el PRD que enfrentaba al sector de Jorge Blanco con el de Majluta. Los esfuerzos por lograr una reconciliación ha- bían sido en vano. El Gobierno despidió a varios funcionarios por tomar parte una reunión partidaria donde se hicieron críticas a la política oficial y la medida se atribuyó en el sector Majluta al revan- chismo. Las autoridades sostenían que la lucha grupal obstaculiza- ba la labor del Gobierno, pero sus adversarios dentro del partido dijeron que fue solo un pretexto para justificar la falta de acción gubernamental y la ineficiencia.

La ocupación militar días previos de un centro médico priva- do, el Policlínico Naco, y la intervención oficial de otra clínica, el Centro Médico Nacional, desmejoró igualmente las relaciones del Gobierno con los médicos, uno de los grupos profesionales más activos del oficialismo. El Gobierno dijo que la medida obedecía al hecho que las compañías privadas que operaban ambos centros no cumplían sus obligaciones con el Banco de Reservas. Pero la medi- da, sin precedentes, fue muy objetada no obstante el movimiento de respaldo promovido dentro de la esfera gubernamental.

Las aguas se agitaron con una denuncia del periódico Hablan los comunistas, vocero oficial del Partido Comunista Dominicano (PCD), de que se preparaba un golpe de Estado para 15 de enero. La predicción no se dio y el interrogatorio practicado al director del semanario, José Israel Cuello, no arrojó luz alguna, pero el fantasma de la inestabilidad se apoderó de muchos dominicanos.

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La ocupación militar del policlínico Naco, como un paso pre- vio a su conversión en un centro de asistencia a las Fuerzas Armadas, y la anunciada transferencia del Centro Médico Nacional a la Lotería, tuvieron un efecto nocivo en las delicadas relaciones entre el Gobierno y el sector profesional de los médicos. Las repercusio- nes de esos hechos, eran de enorme significado político, pues los médicos eran uno de los grupos profesionales más activos en favor del Partido Revolucionario Dominicano.

Muchas de las quejas contra la acción gubernamental se refirieron a la forma como las autoridades hicieron efectiva la medida, haciendo uso de la fuerza. Acontecimientos posteriores confirma- ron la impresión de que habría bastado la presencia del fiscal, o de un representante, con unos cuantos agentes del orden público, en horas hábiles de la mañana, para consumar la intervención oficial del hospital. Tanto o más que un abuso, la acción militar perpetrada en horas de la noche, como si se tratara de una acción de comando, resultó en un inútil desperdicio de autoridad.

El procedimiento utilizado sentó un precedente peligroso, cuanto más que la mayor parte de las críticas se relacionaron con la forma en que las autoridades tomaron posesión del edificio, con pacientes internados y bajo cuidados intensivos, y no propiamente contra la medida en sí. En cuanto a esto último, si la intención del Gobierno fue la de ensanchar la cobertura de los servicios médicos a la población indigente, pudo haberse intentado quizás el método menos directo de dotar de equipos y medicinas a los hospitales del Estado, en situación de deterioro físico y con un deplorable nivel asistencial a causa de la carencia casi absoluta de recursos.

La idea de poner el Centro Médico Nacional bajo custodia de la Lotería no parecía buena. Además de que no se le reconocían a dicha institución méritos en el ejercicio de la medicina, la medida propició la dispersión de recursos en un área en la que precisamente se requería de una mayor concentración y racionalización de los pocos disponibles. También se albergó el temor, no del todo infun- dado, de que con ello una oficina hasta entonces eminentemente recaudadora fuera convertida en un centro de activismo político de capacidad brutal. La tradicional mala administración de la Lotería por el momento solo había hecho de ella una típica oficina del Es- tado. La demagogia y la corrupción la convirtieron en una fuente de financiamiento de actividades partidarias, que al aproximarse los períodos electorales cobraba importancia especial. El manejo de un hospital moderno, que estaría sin duda en mejores manos con Sa- lud Pública o el Instituto de Seguros Sociales, hasta podría transfor- marla en un instrumento de represión social.

La capacidad de dirigir un área de la medicina pública, puso muy fácilmente en poder de un grupo político funciones reservadas al marco de responsabilidad del Estado dominicano. Esto es, la ca- pacidad de decidir quién tiene derecho a los servicios asistenciales del Estado. ¿Quién aseguraba al país que esto no sucedería? ¿Acaso no proclamaba el partido en el poder el derecho de su militancia a acaparar la totalidad de los empleos públicos?

Había lamentablemente experiencias muy recientes. Apenas en el mes anterior de diciembre, se requería la posesión de un carnet del Partido Revolucionario Dominicano para optar por uno de los puestos creados artificialmente en el Programa de Emergencia. Ni los activistas del partido estaban libres de discriminación. No bastaba con pertenecer a él. La “lucha de tendencias” cambiaba muchas cosas.

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A mediados de enero, la confesión de tres senadores perredeís- tas, profesionales del derecho, respecto a las razones que impulsaron a la aprobación del proyecto de ley del Colegio de Abogados de inscripción obligatoria, puso al desnudo la forma en que el partida- rismo político festinaba asuntos de gravitación permanente.

No obstante sus objeciones al proyecto, los legisladores expre- saron públicamente que habían decidido votar a favor del mismo porque era una obligación del Partido Revolucionario Dominicano (PRD) hacerlo. Se trataba de una promesa electoral que además figuraba en el programa de Gobierno del partido, razones por las que lisa y llanamente tenían que sancionarlo favorablemente.

Pocas veces en la historia del Congreso se había ofrecido al país una prueba de ingenuidad tan enternecedora. Esta explicación podría ser tal vez, una justificación personal aceptable para cada uno de los senadores que actuaron contrario a como, según ellos mis- mos, le dictaban sus conciencias de hombres libres y sus obligacio- nes profesionales. Pero de manera alguna los eximía de la respon- sabilidad que el Senado contrajo al dar carácter legal a un proyecto que atentaba contra el derecho de los individuos a pertenecer o no a una institución, cualquiera que fuera su naturaleza.

Si se le examinaba bien no había demasiadas diferencias entre esta ley y aquella que obligaba a los dominicanos mayores de edad a inscribirse en el Partido Dominicano durante la tiranía de Trujillo. Con la sanción del Congreso se obligó a los abogados a inscribir- se en un Colegio para poder ejercer la profesión. Años después se intentó con los periodistas. ¿Quién aseguraba que después no se volverá a obligar a los ciudadanos a una militancia política contraria a sus creencias?

De todas formas no sería nada nuevo en el ámbito latinoame- ricano. El sandinismo era una obligación elemental de “todo buen nicaragüense” y el marxismo era el credo nacional que los niños recitaban diariamente desde muy temprana edad en las escuelas cubanas.

Con este proyecto de ley, inconstitucional por cuanto privaba al individuo de la libre elección, quedaba demostrado cómo el par-tidarismo se evaluaba por encima de intereses generales de la socie- dad dominicana. Lo peor era que en muchos círculos se aceptaba como natural y producto del proceso político la premisa de que el artido es lo primero.

La conversión en ley del proyecto que obligó a los abogados a pertenecer a un Colegio para ejercer la profesión, no mejoraría la administración de la justicia dominicana. La experiencia indicaba que, por el contrario, expandirá a lo sumo el marco de desenvolvimiento de la mediocridad profesional. El hecho de que tres senadores del PRD hayan confesado las causas por las que votaron a favor de un instrumento lleno de “contradicciones”, según ellos mismos, no los hacía menos responsables.

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El regreso al país del presidente del Senado, licenciado Jacobo Majluta, a finales de enero, confirió mayor interés a la controversia desatada con respecto a una serie de asuntos pendientes de deci- sión en el Congreso que lastimaron las delgadas epidermis de la sensibilidad grupal dentro del Partido Revolucionario Dominicano (PRD).

Merecían destacarse dentro de este cúmulo de expedientes, el proyecto de ley del presupuesto y la no menos sensitiva cuestión de si el Gobierno debía someter a la aprobación final de las Cámaras

Legislativas el acuerdo de “facilidades ampliadas” concertado con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Las autoridades econó- micas y funcionarios del Palacio Nacional estimaban que el trámite en el Congreso no era necesario. Para sustentar tal posición citaban la ley orgánica del Banco Central que únicamente exponía las de- cisiones en materia de créditos internacionales de dicha institución a las objeciones de la Junta Monetaria. Este punto de vista legal estaba en contradicción con lo sustentado por líderes opositores y facciones del partido oficial en el Congreso en desacuerdo con los lineamientos de la política económica de la administración del pre- sidente Jorge Blanco. Estos creían necesario el envío del texto del acuerdo al Congreso, tal como había ocurrido con otros préstamos internacionales de menor cuantía.

Una razón de mucho peso sostenía sus argumentos. Si el Go- bierno en el pasado había tomado en cuenta al Congreso y sometido a su aprobación créditos menores, en observación de un man- dato constitucional, ¿qué dificulta ahora este trámite tratándose, en este caso del más grande préstamo concertado por el país en toda su historia?

A su regreso al país, Majluta ofreció declaraciones que sugerían que la “lucha de tendencias” lejos de desaparecer parecía en camino de acentuarse.

El presidente del Senado reaccionó acremente contra lo que calificó de “campaña” gubernamental en su contra. Se refirió a una publicación, de sello oficial, que censuraba su viaje a Estados Unidos, presentándolo ante la opinión pública como desinteresado en los problemas nacionales. Según dicha publicación, Majluta se di- vertía esquiando en las montañas de Vermont mientras el país se las arreglaba en su ausencia haciendo frente a una amplia gama de problemas económicos, algunos de los cuales tenían su origen en la forma en que habían sido tratados en el Senado.

En realidad el recrudecimiento de la “lucha de tendencias” dio lugar a la aparición de las más toscas campañas por parte de uno y otro lado para tratar de desacreditar al contrario. Parecía que las tácticas empleadas por cada uno eran diseñadas por su adversario para lograr un efecto contrario. Y naturalmente cada episodio alejó las posibilidades de una reconciliación futura.

Ninguna de las partes necesitó de mucho esfuerzo para perjudicar a su enemigo. Bastaba con sus propios dardos para darse a sí mismo. Porque tal como dejara saber el propio Majluta, las publicaciones hechas en torno a su viaje a Estados Unidos pudie- ron haber tenido un efecto inicial pero a fin de cuentas mermó la credibilidad de sus autores. En la misma forma en que los esfuerzos por presentarlo como una especie de mago de la economía por los resultados de sus 43 días en la Presidencia no podían hacer mucho por su causa.

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En febrero, si todo el mundo como se afirmaba estaba de acuerdo en la necesidad de recurrir al Fondo Monetario Internacio- nal (FMI) para salvar la crisis económica, el Gobierno no perdería sometiendo el acuerdo de “Facilidad Ampliada” suscrito con ese organismo a la aprobación del Congreso Nacional.

Después de la forma en que las diferentes facciones legislativas actuaron finalmente con respecto al proyecto de ley de presupuesto, era poco probable que las cámaras rechazaran los fundamentos del acuerdo con el FMI. A lo sumo podrían suscitarse algunos des- acuerdos en relación con una que otra de las condiciones planteadas por el Fondo, si como decía el Gobierno no se comprometía con ellas la soberanía económica del país.

El Gobierno poseía, por lo menos en teoría, la mayoría en am- bas cámaras. Ante una situación como esa sería muy difícil que los congresistas del partido oficial regatearan a su propio régimen el apoyo necesario para una gestión de la que probablemente dependía toda la acción de la administración por el resto del período constitucional. Por mucho que existiera en el fondo de las luchas grupales dentro del oficialismo perredeísta, era lógico creer que los resentimientos acumulados a lo largo de la sórdida pugna pesaran a fin de cuentas menos que el interés nacional y la suerte de su propia permanencia en el poder.

Resulta difícil hacerse la idea de que gente tan experimentada en la brega política pensara que las aspiraciones de una facción del PRD podrían auparse en 1986 sobre las ruinas del fracaso de la administración de Salvador Jorge Blanco. En muchos sentidos, y a despecho de las diferencias internas, el futuro político de una fac- ción dependía de la forma en que el Gobierno pudiera sortear una buena parte de las dificultades económicas y sociales que existían.

Las posiciones se hacían irreconciliables. Las ofensas y los gol- pes bajos, dejaban huellas imborrables. Si esto era efectivamente así, se comprende que el Gobierno se resistiera a someter el texto del acuerdo con el FMI a la aprobación de su propia gente en el Congreso. Pero si no lo hacía, dejará dudas sobre la legitimidad del arreglo. Si los recursos provenientes del FMI, no resultaban final- mente suficientes para resolver por completo la situación, como de seguro sucedería, entonces cargará con una doble responsabilidad que pesaría mucho sobre la balanza de sus actuaciones.

En cambio, sometiendo al Congreso el acuerdo pondría parte de la responsabilidad que supone sobre el resto de su gente y sus ad- versarios. Había dos grandes ventajas en esto. Si no se encontraban objeciones de fondo que hacerle, no existían razones de peso para esperar que brotaran reparos por parte de las Cámaras Legislativas y por tanto cabía esperar su aprobación sin mayores dificultades. Si por el contrario, las condiciones establecidas por el FMI resultaran inaceptables para el país, un rechazo del Congreso sería saludable. A fin de cuentas, cualquiera de las dos probabilidades beneficiaria políticamente a la administración a los ojos de la historia.

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Un comunicado del secretario general del Partido Revolucio- nario Dominicano de fecha 16 de febrero en respaldo a la negativa del Gobierno de someter a la aprobación del Congreso el acuerdo con el FMI, desató tantas polémicas dentro como fuera de la es- fera de la organización oficial. La circunstancia de que solo fuera suscrito por José Francisco Peña Gómez fue señal de algún tipo de objeciones internas. Facciones del PRD en el Congreso, contrarias a la línea del presidente Jorge Blanco, exigían que el Gobierno cum- pliera con el requisito de someter la pieza al examen de las cámaras.

Personas vinculadas al partido en el poder creían que el hecho de que el comunicado solo apareciera con la firma del secretario general, representaba dos cosas: la imposibilidad de conseguir otras firmas o el deseo de Peña Gómez de apresurar un compromiso, en aras no sólo de la unidad del PRD sino, además, en la búsqueda de mecanismos que permitieran al Gobierno enfrentar, con perspec- tivas de éxito, los problemas económicos, sociales y financieros del país.

Cualquiera de las dos posibilidades indicaría la existencia de un grave desacuerdo en torno al arreglo con el FMI. Y esa era la causa de la renuencia del Gobierno a poner el destino final de las arduas negociaciones con el FMI en manos del Congreso. Resultaba más fácil al Poder Ejecutivo asegurarse el respaldo de la oposición, que el visto bueno de los legisladores de su partido. Algunos aconteci- mientos como el sometimiento a la justicia de un exfuncionario muy allegado a la familia del fenecido presidente Antonio Guzmán, recrudecían las desavenencias dentro de las filas del oficialismo.

De todas maneras, el comunicado del secretario general fue un apoyo apreciable a la política económica del presidente Jorge Blanco e inclinó de su lado a muchos que permanecían al margen de las pugnas partidarias en la alta cumbre del PRD. Pero también,

comprometió a un líder forzado a hacer en su momento, toda clase de piruetas políticas para mantenerse imparcial y especie de juez de las tantísimas querellas partidarias que erosionaban la una vez perfecta imagen de unidad del partido en el poder.

No quedó claro el que este comunicado hiciera cambiar las cosas y evitar que el Congreso se encaminara a un enfrentamiento con el Poder Ejecutivo a causa del acuerdo con el FMI. En reali- dad, el texto del documento no añadía elementos al debate. Sus argumentos, en toda su extensión, eran los mismos que esgrimía la Presidencia.

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La ocupación consentida de las oficinas del Congreso por exempleados de la Compañía Dominicana de Teléfonos (CODETEL) el 20 de febrero dio un giro muy delicado a la situación. Al aproximarse la fecha de un nuevo aniversario de la Independencia se planteó la cuestión de si bajo tales condiciones, le sería posible a las Cámaras cumplir con el requisito constitucional de reunirse en Asamblea Nacional para escuchar el día 27 de este mes la primera rendición de cuentas del presidente Salvador Jorge Blanco.

Algunos congresistas quedaron atónitos por el vuelco de la situación. Lo cual mostró cuán equivocados estuvieron desde un principio al creer que la invasión de oficinas y pasillos del edificio del Congreso sería una protesta pasajera, cuyos inconvenientes re- sultantes durarían solamente unos cuantos días.

Todo esto condujo inevitablemente a la dolorosa conclusión de que mucha ingenuidad dominaba todavía el ámbito en donde se forjan las leyes y en muchos sentidos se traza el futuro dominicano. Pero naturalmente ello no eximía a los legisladores de la responsabi- lidad de haber consentido una situación de violencia que alteraba el normal desenvolvimiento de las cámaras y, por ende, de la nación.

La ocupación de la sede del Congreso fue alentada incluso por algunos congresistas y dirigentes políticos que vieron en esa acción una posibilidad de ganar méritos en términos de popularidad labo- ral. Cuando los empleados cancelados de la telefónica decidieron abandonar un templo católico para penetrar ruidosamente al pa- lacio legislativo lo hicieron seguros de que serían recibidos allí con los brazos abiertos, como realmente ocurrió. Solo que la situación trascendió la capacidad personal de muchos legisladores para aquie- tar las aguas y volverlas a su cauce normal.

Además del espectáculo deprimente que ofrecía, la ocupación del edificio legislativo puso a los exempleados de CODETEL en una posición de fuerza frente a la empresa y las autoridades. Ahora podría invocarse a su favor factores de carácter humano para im- pedir un desalojo y muy pocos legisladores parecían dispuestos a asumir la responsabilidad por una medida impopular. Lo peor era la indiferencia observada por el liderazgo de las cámaras. No obs- tante la gravedad de la situación y el precedente que ella sentaba, la impresión generalizada era que los presidentes de ambos cuerpos legislativos se plantearon la cuestión en términos estrictamente po- líticos de popularidad. En otras palabras, se pensaba que al ignorar el problema en sus inicios dejaban su solución a los propios extra- bajadores, confiados o esperanzados de que el cansancio los haría cambiar de actitud. Pero no se percataron de que con tal proceder solo alentaban la ocupación y dificultaban una salida rápida.

Esa creencia cobró fuerza a raíz de declaraciones del presidente de la Cámara de Diputados, doctor Hugo Tolentino Dipp, según las cuales el Congreso podría verse obligado a sesionar el 27 de febrero en otro lugar, en vista de que la ocupación del edificio di- ficultaba sus tareas y hacían virtualmente imposible recibir al Pre- sidente de la República en tales condiciones. Mucha gente resultó sorprendida con estas afirmaciones, pues lo justo hubiese sido una instancia suya reclamando el desalojo o, por lo menos, instando a los extrabajadores a abandonar por sus propios medios el plantel.

Era muy difícil que, habiendo ya probado la eficacia del recur- so de la ocupación, los extrabajadores de CODETEL accedieran a abandonarlo espontáneamente, en vista de que la proximidad de la fecha de la gesta independentista le proporcionaba un elemento de presión como jamás habían tenido. Estaban conscientes de que a las autoridades se les planteaba una situación sumamente difícil de abordar, a causa de su propia indecisión frente a la temeridad de la protesta. Constituiría en efecto un signo de debilidad nunca antes proyectado por otro Gobierno, el tener que suspender la Asamblea Nacional del 27 de febrero o que por el contrario, tuviera que ser trasladada a otro lugar frente a la imposibilidad de celebrarla con el edificio del Congreso ocupado por una protesta obrera.

Sería de todos modos igualmente lamentable y ridículo que esa sesión se efectuara en tales condiciones y que el Presidente de la República se viera precisado a cumplir por primera vez con el mandato constitucional de rendir cuentas de su gestión ante un Congreso abarrotado de colchones y sábanas sucias.

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Las presiones y el activismo políticos desnaturalizaron el con- flicto entre la Compañía Dominicana de Teléfonos (CODETEL) y un grupo de directivos del sindicato de la empresa, dilatando así un entendimiento que finalmente se alcanzó la noche del 25 de febre- ro. Fue obvio que el conocimiento de la facilidad con que algunos dirigentes, incluso dentro de la propia esfera oficial, se prestaron a servir como elementos de presión, alentó y promovió la protesta de los sindicalistas.

Ellos también observaron cierta debilidad en el Congreso, in- capaz de hacerlos desocupar a su tiempo el edificio de las Cámaras, abrupta e injustificadamente tomado por obreros de la telefónica y de otras instituciones. El conflicto trascendió los límites de una protesta obrera.

La pasividad con que las autoridades legislativas reaccionaron a la ocupación del edificio, no obstante la proximidad de la fecha en que ese claustro serviría de marco a la primera sesión conjunta de las cámaras durante la administración de Jorge Blanco, sentó un funesto precedente.

CODETEL ofreció indicios de flexibilidad en aras de llegar a un acuerdo con el gremio. La posición original de no ceder a nin- guna de las demandas fue varias veces modificada. Primero informó de su decisión de reponer a 200 de los cancelados. Luego subió la cifra a 300 y más tarde accedió a reponer a la mayoría con la sola excepción de unos 171. La oferta incluyó a 28 de los 42 dirigentes y delegados del sindicato. Sin embargo, esta actitud no fue corres- pondida por los dirigentes del gremio, renuentes a ceder hasta el último momento a sus rígidas posiciones.

Se percibieron claramente influencias extrasindicales movién- dose con agilidad para estropear cualquier solución. Esto quedó establecido sin duda esa semana, cuando sin explicaciones aparen- temente justificadas el sindicato echó atrás su decisión original de aceptar un arreglo sobre la base de la última propuesta de la empresa.

El miércoles 23 de febrero, después de una jornada larga de ne- gociación, y en presencia de autoridades de la Secretaría de Trabajo, los negociadores del sindicato acordaron poner fin al conflicto acep- tando la reposición de una buena parte de los cancelados, la entrega de las prestaciones a los que quedarían cesantes y la aceptación por la empresa del principio de la inamovilidad de los dirigentes reincor- porados. Las partes, decidieron reunirse a las diez de la mañana del día siguiente, jueves 24, para firmar un documento. Los sindicalistas no se presentaron a la cita y luego se retractaron de lo que habían acordado la noche antes. El lapso entre una reunión y la fecha de la otra permitió a mucha gente moverse para estropear los acuerdos.

De hecho el sindicato puso muy poco de su parte para facilitar finalmente un acuerdo y fue evidente que hubo motivaciones de carácter político en esta actitud poco conciliatoria. La prolonga- ción del conflicto no solamente afectó las comunicaciones, a pesar de los esfuerzos de 14 empresas por mantener el servicio, sino que además promovió irregularidades marginales, algunas de las cuales estuvieron a punto de hacer crisis, como por ejemplo la ocupación misma del edificio del Congreso, hasta un día antes de la rendición de cuentas del Presidente.

Hubo un elemento sorprendente envuelto en este conflicto, la naturalidad con que un problema estrictamente laboral alcanzó las fronteras de un conflicto político con toda la enorme secuela que suponía. Quienes alentaron ese estado de cosas pasaron por alto, o quizás tomaron muy en cuenta el enorme efecto que ello pudo tener en el clima de inversiones del país.

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La política de austeridad gubernamental fue duramente criti- cada tanto por la oposición como por facciones dentro del Partido Revolucionario Dominicano (PRD). Las objeciones revelaban dos puntos en común: la preocupación por sus efectos restrictivos en la economía y la magnitud de su impacto en los niveles de vida de la clase media.

Las autoridades tenían, sin embargo, un poderoso argumento a su favor. Se le criticaba por algo que no había sido llevado realmen- te a la práctica. Con la probable excepción de algunas reducciones salariales, a cierto nivel de la administración pública, y una que otra medida de corte y naturaleza efectista, no había nada que garanti- zara la existencia de un programa de austeridad en plena marcha.

El propósito del Gobierno era reducir el gasto público a un nivel que evitara el derroche, eliminar la hipertrofia de personal en la administración y equilibrar el monto de los egresos con las entradas fiscales. Con reiterada frecuencia las autoridades admitían la carencia de recursos para cumplir con obligaciones en diversos departamentos gubernamentales. Se sugería así escasos resultados en los esfuerzos por restringir el gasto corriente y aumentar las dis- ponibilidades para programas de inversión y desarrollo económico.

El controvertido programa de emergencia, concebido para pro- porcionar empleo efímero a 50,000 activistas del partido en los días navideños del año anterior, no fue precisamente nuestra de una aus- teridad estricta. De acuerdo con la publicidad oficial, se invirtieron en ese programa 10 millones de pesos.

Los resultados no pudieron ser peores. Ni se resolvieron los problemas de la militancia favorecida, que continuó desempleada, ni fue posible obtener otra ventaja práctica de la inversión. Del dinero invertido no quedaron rastros, en un país necesitado de re- cursos para financiar actividades reproductivas.

La conclusión obligada de la experiencia de los primeros seis meses de la administración conducía inexorablemente a lo siguien- te: o la marcha de la austeridad se perdió en algún punto o no hubo real intención de aplicarla. Por otro lado, no existía consenso res- pecto a las ventajas de una austeridad en esos momentos. Un pro- grama efectivo de reducción del gasto público implicaba despidos masivos en la administración y recortes sustanciales en otras áreas de la acción gubernamental. Medidas de esta naturaleza conlleva- rían una acentuación del desempleo con un agravamiento colateral de los conflictos sociales.

Políticas de este tipo no parecían las más adecuadas. Los paí- ses en desarrollo carecen de la fortaleza económica suficiente para amoldarse a los cambios que esas medidas exigirían. Se estimaba más apropiado, por lo tanto, la adopción de políticas encaminadas a incrementar el crecimiento de la economía.

Si en algo lograron ponerse de acuerdo expertos y economistas fue en la identificación del nivel de desempleo como el más grave e imperioso de los problemas dominicanos. Pero no estaba compro- bado que un régimen de austeridad fuera el camino más expedito para resolverlo. De todas formas, tampoco el Gobierno lucía convincente en cuanto a la austeridad concierne. Tal vez en el fondo ello sea uno de sus méritos al cabo de los seis primeros meses de administración.

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A comienzos de marzo, los medios reclamaron informes acerca de los trabajos, si todavía se llevaban a cabo, en búsqueda de petró- leo. Desde que los resultados de las primeras perforaciones dejaron mal parado el crédito del presidente Antonio Guzmán, el tema se tornó sumamente sensitivo. Era como si una especie de tabú lo ro- deara por completo.

El fracaso de la prospección en el pozo de Charco Largo, no obstante las seguridades ofrecidas al país por el presidente Guzmán en una reunión extraordinaria del Consejo de Gobierno en el Pa- lacio Nacional, hacía muy difícil que la administración tocara de nuevo el punto a menos que el petróleo brotara definitivamente del subsuelo dominicano. Muy poca gente le concedería crédito a otro anuncio similar si no se presentaran pruebas fehacientes de su existencia.

La ingenuidad de Guzmán le hizo víctima de una de las más grandes chanzas de opinión pública. En realidad no fue suya toda la culpa. En esa ocasión, tan histórica como ridícula, él parecía con- vencido y feliz por tan auspicioso anuncio. A su entender, como el de todos los que escucharon tan fantástica y esperanzadora revela- ción, el hallazgo de petróleo ofrecía al país incontables beneficios y posibilidades.

Su emoción transcrita en una espontánea manifestación de llanto, inusual en un discurso presidencial, conmovió a todo el mundo. El gabinete en pleno y la más alta jerarquía del partido en el poder, presentes en la ceremonia, estallaron en aplausos puestos de pie. Se iniciaba así una nueva etapa en la vida de la nación, de- cían algunos comentaristas y funcionarios. El descubrimiento de una veta de petróleo no podía atribuirse a una gestión del Gobierno del partido, pero no cabían dudas de que su consagración lo había hecho posible.

Pero el país fue víctima de su candidez como en muchos senti- dos lo fue también el presidente. No se había descubierto realmente petróleo y Charco Largo resultó un buen chasco. Poco después fue cerrado e igual suerte corrió Candelón número uno, abierto ansio- samente más tarde.

Este caso es uno de los ejemplos típicos de tomadura de pelo a la opinión pública nacional, pero sería injusto volcar toda la res- ponsabilidad sobre un solo hombre. Probablemente Guzmán, creyó en la sinceridad de los informes de sus colaboradores de confianza, de los que terminó siendo un virtual prisionero.

El anuncio resultó un abuso de confianza en la credibilidad pública del Gobierno, que a partir de entonces comenzó a resque- brajarse y es en este punto en que los informes que sirvieron de base a la afirmación presidencial constituyeron una traición de su gente al jefe del Estado.

A su favor podría concluirse que en todo caso, la mentira del petróleo no ha sido la única vez que la palabra oficial ha bordeado los límites de la fantasía. Algunas veces por error o ignorancia, pero casi siempre por demagogia intencional. Unas con mayor profusión y vehemencia que las otras las administraciones tienden a ceder a las tentaciones de la exageración en sus promesas y, con inusitada frecuencia, en sus propias evaluaciones de su gestión. En determi- nado momento, todas las administraciones han tenido una falla en común: como en los antiguos tiempos de la Roma Imperial les ha faltado quien o quienes les recuerden su mortalidad.

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El tema impositivo cobró fuerza a comienzos de marzo. La sa- turación de impuestos era el foco de las críticas al Gobierno. A pesar de ello, las autoridades no disponían otro medio para superar los déficits fiscales.

Varios proyectos de gravámenes e impuestos seguían pendien- tes de consideración en el Congreso. Todos los indicios indicaban su aprobación definitiva por las Cámaras. Algunos congresistas eran opuestos a la creación de nuevos impuestos, por considerar la grave- dad de su efecto sobre las familias de ingresos fijos.

Sin embargo, consideraciones de tipo político priman mu- chas veces sobre estas valoraciones. Tomemos el caso del presi- dente del Senado y del Partido Revolucionario Dominicano, Ja- cobo Majluta, tenaz opositor y crítico de la política impositiva del Gobierno de su compañero de partido, Salvador Jorge Blanco. Majluta manifestó pública y reiteradamente su oposición a gra- var aún más los presupuestos familiares con cargas impositivas adicionales. Pero era él quien ahora respaldaba una iniciativa del síndico del Distrito, José Francisco Peña Gómez, encaminada a aumentar en un peso la tarifa del servicio telefónico en provecho de los ayuntamientos.

Esta medida generaría fondos apreciables a las finanzas del ca- bildo del Distrito y daría a su administración una mayor capacidad de acción e indudablemente mejores perspectivas a determinados programas municipales, pero infinidad de gente se preguntaba si la propuesta no justificaría luego otras disposiciones similares para auxiliar, digamos por caso, al Seguro Social, la Cruz Roja, los asilos de ancianos o los atletas de primera competición, como ocurriera otras veces.

Durante años el desarrollo de las redes del servicio telefóni- co-dicho sea de pasada el mejor de cuantos servicios públicos exis- tían en el país y también el más barato- había quedado inmerso en la discusión de si se justificaba un alza en la tarifa. Los sucesivos gobiernos que han encarado la solicitud han compartido un mis- mo punto de vista: un aumento tendría efectos inflacionarios. Este criterio se sustentaba sobre la base del carácter público del servicio, aunque no tomaba en cuenta el hecho de que los usuarios, en su gran mayoría, estaban en condiciones de asimilar una ligera alza, especialmente si esta se reflejara en la calidad del servicio.

En medio de este debate sin final, se han autorizado empero aumentos en el resto de los servicios. Los usuarios pagaban entonces más, en ciertos casos hasta el doble, por el suministro de agua, que no siempre llegaba; la energía eléctrica, increíblemente deficiente y hasta por los servicios municipales, un privilegio del que disfru- taban apenas una ínfima porción de los residentes en las ciudades dominicanas.

Evidentemente no se reflejaba en todo esto un alto grado de coherencia. Además, para nadie era un secreto que los aumentos de las tarifas por los servicios públicos bajo el control del Estado, no eran suficientes para mejorar su calidad. Con frecuencia se dictaban para justificar necesidades fiscales o subsanar fallas y travesuras ad- ministrativas pasadas o presentes, en detrimento de la mayoría de la población.

Si al través de los años las autoridades se habían opuesto a un aumento en la tarifa telefónica, a pesar de que la expansión del servicio ha dependido de ello, resultaba un tanto difícil justificar un alza, por mínima que se considere, a los fines de ayudar a los ayuntamientos.

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En marzo estalló un conflicto con los porcicultores. Las con- secuencias de la increíblemente severa actitud asumida por el Go- bierno contra la Asociación de Porcicultores, confirmó la máxima que se han resistido a aceptar las administraciones a partir de 1962: la imposibilidad de sacar provecho a una medida de fuerza en una sociedad abierta y democrática.

La mayoría de la población se enteró de la denuncia de los porcicultores, que tanto irritó al Gobierno, por el decreto que anu- laba la incorporación de la entidad y la acusaba de “perturbar la paz pública”. De otra manera, las críticas formuladas por la asociación contra el programa gubernamental de repoblación porcina, se hu- bien perdido en las páginas del periódico que la publicó. En cam- bio, la opinión pública se sentía inclinada a considerar seriamente la posibilidad de que en efecto pudiera haber algo de verdad en la denuncia. La parte del comunicado de los porcicultores que más molestó a las autoridades era la referente a la presunta importación de cerdos enfermos.

Como respuesta a esta denuncia, las autoridades encarcelaron a los principales directivos de la entidad y poco después disponían la anulación de un decreto del Gobierno anterior que la favorecía con el privilegio de la incorporación. La reacción pública fue de sorpre- sa e indignación y a cambio de nada, las autoridades se expusieron a una censura tan dura como la acción que la provocó.

También el Gobierno se expuso gratuitamente a dos posibi- lidades igualmente negativas para su prestigio. El tono común de los editoriales y comentarios de protesta por la medida contra los porcicultores era que se rectificara y dejara sin efecto el decreto que anuló la incorporación de la entidad y retirara, asimismo, los cargos de “perturbación” de la paz pública formulados contra sus principa- les dirigentes sometidos posteriormente a la justicia.

Las autoridades quedaron entre la espada y la pared. Si per- sistían en su actitud, ante el clamor de indignación pública que se formaba, pecarían de insensibles y arbitrarios; si rectificaban, que parecía lo más sensato, admitirían la crítica de que actuaban irre- flexiblemente y con demasiada frecuencia sin calcular el alcance de las consecuencias.

Si el propósito del Gobierno fue dar una lección a la tendencia bastante extendida entre los dominicanos de hacer denuncias pú- blicas sobre asuntos del mayor interés sin confirmar previamente su veracidad, tampoco dio en el clavo, puesto que para la opinión pública nacional lo que parecía contar ahora no era si los porcicultores tenían razón o si, en cambio, actuaron contra ellos en forma apresurada e irresponsable. Los porcicultores no estaban en condi- ciones de hacer más daño al Gobierno con su denuncia de la que este se hacía a sí mismo al proceder con la violencia con que lo hizo en ese caso.

Por lo demás causaba mucha extrañeza la incapacidad oficial para superar tan fácil prueba de tolerancia.

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Al problema con los criadores de cerdos, a mediados de marzo se agregó un conflicto con los productores de leche. Las diferen- cias de criterio impedían un acuerdo con los ganaderos respecto al precio de la leche. La política de darle largas al asunto precipitaba una crisis en el suministro del producto, ya escaso en los sitios de expendio.

Las autoridades temían que un alza en el precio del alimento tuviera efectos políticos en términos de popularidad, en momentos en que otros erosionaban las bases de apoyo interno en el propio partido oficialista. Un alza sería inflacionario y el Gobierno no es- taba en capacidad de absorberla. Bajo todas las condiciones, sin embargo, una crisis en el suministro y una eventual desaparición del negocio lechero tendría derivaciones mucho más catastróficas. Por eso, las dilaciones al enfrentar este asunto mostraban la posibi- lidad de que las autoridades arribaron a conclusiones equivocadas con respecto a sus consecuencias inmediatas.

Entre dos opciones igualmente enojosas -el tener que disponer un alza de precios o enfrentar una probable y aguda escasez del alimento- pudieran haberse decidido por la peor, en términos eco- nómicos y, potencialmente, políticos y sociales.

Las autoridades hacían juramentos de su voluntad de propiciar un incremento de la producción agropecuaria. Sostenían, con muy buen criterio, que la nación no podrá resolver sus problemas econó-

micos mientras exista un estado de letargo en las áreas rurales. Por lo menos en retórica, los esfuerzos más importantes se encaminaban a impulsar la producción agropecuaria. Pero un enfoque poco realista del problema de la leche, arrojaba evidentemente muchas dudas sobre su capacidad para encarar con pragmatismo los desafíos de la producción, en esa área tan decisiva de la vida económica del país.

A los argumentos opuestos a un aumento en el precio de la leche, los ganaderos anteponían uno frente al cual deberían des- moronarse las resistencias oficiales. No puede sostenerse un nego- cio, una explotación comercial, forzada a vender por debajo de los costos. Esa era una cuestión elemental que afectaba también otras áreas importantes del quehacer económico nacional y al que tarde o temprano, tendría que hacerse frente con vocación de justicia y seriedad, desprovisto de toda consideración de tipo partidista.

Probablemente las consecuencias de la situación de indecisión fuera más costosa al Gobierno. La posibilidad de una escasez cró- nica será más perjudicial que un alza modesta y se notaba ya cierta irritación por la gradual desaparición del producto en el mercado.

Las autoridades no podían demostrar que los planteamientos de los productores no estuvieran sólidamente sustentados. Su de- cisión de auspiciar una solución intermedia, sobre la base de una rebaja en los precios de algunos insumos, para reducir los costos de producción, no demostró ser suficiente. Hubo incluso alguna penosa confusión inicial sobre la manera de ejecutar esas rebajas, aunque de todas maneras el problema continuó.

Urgía una solución pronta porque el país podría verse privado muy pronto de los suministros normales de leche. Esa posibilidad obligaba al Gobierno a recurrir a la importación de leche en polvo, para atender las necesidades del consumo de una población infantil muy alta y desnutrida. Pero ello terminó asestando un golpe severo al sector productor de ganado lechero.

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En medio del conflicto con los porcicultores y ganaderos, a mediados de marzo los partidarios del licenciado Jacobo Majluta pusieron a rodar la maquinaria electoral de su candidatura a la Pre- sidencia de la República en 1986, pero el esfuerzo promocional mostraba dificultades. A pesar de los éxitos iniciales, algo parecía andar mal en sus engranajes.

La falla de la publicidad en torno a la figura de Majluta estri- baba en su poca aparente profundidad, que le proyectaba como demasiado ansioso por instalarse en el Palacio. Acababa de salir un libro que resumía su gestión de 43 días en la Presidencia, tras la muerte del presidente Antonio Guzmán. La portada tenía una foto, hasta entonces inédita, del futuro candidato presidencial ataviado con la banda tricolor.

El libro, de absoluto contenido propagandístico, trataba de de- mostrar las habilidades de Majluta en el manejo de la economía, su pericia probada de estadista. Muchas de las críticas del propio Majluta y de algunos de sus colaboradores más cercanos al Gobier- no del doctor Salvador Jorge Blanco se referían a las deficiencias de la política económica. De manera que desde ese prisma el libro encajaba dentro de los lineamientos generales de la estrategia de publicidad del futuro candidato.

El error consistía en que la economía era precisamente uno de los temas críticos del momento y era poco probable concentrar simpatías alrededor de un candidato oficialista sobre la base de rece- tas económicas que dos administraciones de ese partido no fueron capaces de aplicar con buenos resultados.

Resultaba difícil de aceptar, asimismo, la insistencia en confe- rirle dotes mágicos a una gestión accidental, derivada de un hecho luctuoso. Por más que las destrezas de estadista del licenciado Ma- jluta quedaran fuera de toda duda, su paso fugaz por la Presidencia no pudo legar al país nada extraordinario, a excepción de haber ase- gurado la continuidad constitucional, precisamente lo que parece ausente en su amplia y extemporánea campaña proselitista.

Era dudoso que el libro hiciera aportes sustanciales al caudal político bastante alto de Majluta. Sugería, por el contrario, cierta in- clinación al culto a la personalidad no muy conveniente a los intere- ses del futuro aspirante. Al parecer los responsables de la maquinaria electoral del dirigente oficialista pasaron por alto las inconveniencias de hacer su candidatura demasiado discutible. La posibilidad de que fuera podía pudiera transformarla de la opción que indiscutiblemen- te era para el partido en el poder, en un elemento de división inter- na, hacia lo que seguramente trataron de conducirla sus adversarios en el PRD alineados en el Gobierno. Además, una candidatura de Majluta no podía sostenerse únicamente sobre los resultados de su administración de 43 días. Eso la haría demasiado vulnerable.

Semanas antes se publicaron en un diario cifras sobre los nom- bramientos de personal desde la fecha de ascensión de Guzmán, el 16 de agosto de 1978, al presente. De acuerdo con esos números la creación de empleos en la administración pública durante el perío- do que tocó gobernar a Majluta fue proporcionalmente mayor que la de cualquier otro del período estudiado. Era difícil justificar tales nombramientos durante un mandato de transición.

De manera que a pesar de la profusa información acerca de los “milagros” de esa breve gestión administrativa, y de sus críticas per- sonales a la política gubernamental, “Los 43 días de Majluta” po- dían convertirse en un arma contra sus propias aspiraciones, como finalmente lo fue.

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Cuando el Gobierno ofrecía resistencia a los reclamos de una rebaja en los derivados del petróleo como consecuencia natural del descenso en los precios mundiales del crudo, era fácil deducir por qué lo hacía. En marzo, la decisión de la Organización de Países Exportadores (OPEP) le ofrecía la oportunidad de mejorar sus in- gresos aún a costa del bienestar de la gente. Pero cuando es el Con- sejo Nacional de Hombres de Empresa (CNHE) que lo insinúa, es otra cosa.

Uno de los argumentos más utilizado para justificar el man- tenimiento de los precios locales de los derivados del petróleo, se refería a la posibilidad de que una baja de los mismos disparara los niveles del consumo. Pero nadie podía demostrar fehacientemente que el alza de la gasolina y de otros carburantes los redujera en for- ma sustancial.

Los gobiernos, hicieron muy buenos negocios con los precios del petróleo. Cuando las cotizaciones se dispararon hasta el nivel máximo de 38 dólares el barril, a finales de la década anterior, el pueblo dominicano se vio obligado a sufrir las calamidades de alzas desproporcionadas. Ello dio al fisco ingresos adicionales conside- rables que alentaron únicamente la eterna voracidad burocrática y permitieron descubrir escondidas vocaciones para el despilfarro y la corrupción, en un régimen que hasta entonces había hecho galas de sus protestas de pulcritud en el manejo de los intereses del Estado.

Cuando las autoridades reclamaban moderación y advertían sobre el peligro de un consumo desordenado, para justificar por supuesto su resistencia a reducir los precios de los derivados, pasaba por alto un hecho incuestionable: la burocracia posee mayor capa- cidad para el gasto superfluo y el derroche que la generalidad de la población. Al parecer el CNHE tampoco tomaba esto en cuenta.

Los consumidores tienen derecho a beneficiarse directamente de la decisión de la OPEP. ¿Cómo podrá hablársele de las ventajas que de ella se derivan si no se les permite verlas reflejadas en los presupuestos familiares? La creencia según la cual una baja en los precios mundiales no es del todo conveniente por el efecto que ello tiene en México y Venezuela, los dos suplidores de petróleo del país,

es solo una suposición, muy mal fundamentada. Bajo todas las cir- cunstancias, una reducción de las cotizaciones del crudo tenía que ser más favorable a la economía nacional que el proceso de alza que se inició a finales de 1973. Las distorsiones que las altas tarifas pe- troleras causaron a la economía y a la de la mayoría de las naciones en desarrollo eran pruebas inequívocas de ello.

Además, el Gobierno se benefició por dos años de la rebaja que llevó el precio del barril de 38 a 34 dólares, sin que ello reper- cutiera en los precios internos de los derivados. En una forma muy inteligente, las autoridades trataron de quitarle impacto doméstico al anuncio de la OPEP. Los ministros del cartel no dejaron dudas sobre su decisión. La rebaja dispuesta fue de US$5.00 el barril, al- rededor de un 15 por ciento del precio vigente al momento, o sea US$34.00. Era justo aspirar que el efecto interno de esa disposición tan esperada fuera igual.

Aunque no era miembro de la OPEP, México aceptó la deci- sión. El anuncio del presidente de la Refinería de que la reducción del crudo mexicano era de sólo US$3.50 el barril, no encerraba toda la verdad, porque si bien ello era cierto, lo que hicieron los mexicanos fue igualar el valor de su crudo con el de los 13 socios del cartel. México ya había reducido, en forma unilateral, a US$32,50 el precio de su petróleo. Y Venezuela, como miembro activo de la entidad que asistió y refrendó el acuerdo, no tuvo más remedio que hacer otro tanto.

De manera que contrario a los planteamientos del CNHE pa- recía conveniente alguna forma de compensación al público por la rebaja del petróleo. Los dominicanos sufrieron el aumento del crudo durante toda una década, como para que tuvieran que la- mentarse también por los efectos que un proceso inverso traería en aquellos países que estuvieron castigando con niveles de precios muy por encima de la capacidad de sufrimiento de la débil econo- mía nacional.

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A finales de marzo, las debilidades de la economía dominicana quedaron al descubierto, una vez más, con la rebaja de los precios del petróleo por parte del cartel integrado por 13 países exportado- res. Las autoridades se mostraron interesadas en despejar toda posi- bilidad de optimismo respecto a las ventajas internas de esa decisión de la OPEP.

Contrario a como creían muchos dominicanos, la reducción no repercutió favorablemente en la economía. La razón: el efecto ruinoso de la baja de los precios sobre las economía de México y Venezuela, los dos suplidores del crudo que importa la República Dominicana. El punto era el siguiente: a consecuencia de ello, las autoridades temían una suspensión de los créditos que ambas na- ciones otorgaban al país por virtud del Acuerdo de San José. Todo esto, sin embargo, no restó valor a las demandas de un reajuste de los precios domésticos de los derivados del petróleo. Como quiera que México y Venezuela actuaran frente a sus compromisos con- traídos bajo los términos del citado acuerdo, el petróleo estaba más barato. Aún en la eventualidad de que las facturas petroleras al país no reflejaran materialmente el nivel de cinco dólares reducido a cada barril de petróleo aprobado por la OPEP y aceptado luego por México, que no era socio del cartel, el costo de las importaciones será menor.

Lo sería incluso si los dos suplidores cortaran los créditos, en la práctica equivalentes al financiamiento de un 30 por ciento del va- lor de esas compras al año. Si llegara a ocurrir, el país deberá dispo- ner de dólares para comprar al contado sus necesidades energéticas.

Después de una década de escasez y calamidades provocadas por precios excesivamente altos, ninguna otra noticia podría ser más reconfortante para la economía dominicana que la baja de los precios del petróleo. No importa que ello lamentablemente signifique el final del Acuerdo de San José. A fin de cuentas, los términos de ese acuerdo no eran un ejemplo de generosidad.

Si bien habían constituido un elemento de respiro ante las po- cas disponibilidades de divisas del Estado, el acuerdo era un nego- cio en todo el sentido de la palabra para México y Venezuela, pues comprometió a un gran número de países importadores a esas dos fuentes de suministro, con un volumen anual de cientos de millo- nes de dólares.

La posibilidad de que la rebaja del precio decretada por la OPEP pusiera en peligro ese instrumento no invalidaba, por otra parte, las demandas de una reducción de los precios internos de los derivados, como la gasolina, el gas propano, el gasoil e, incluso y sobre todo, el costo de la energía eléctrica.

En justicia, nunca esa rebaja debería ser inferior al del costo del petróleo. Tal vez no sea ocioso recordar que desde hacía dos años el valor del barril descendió cuatro dólares y el Gobierno mantuvo intacto los precios de los derivados, no obstante el efecto inflacio- nario de esos niveles.

Los argumentos oficiales no se sustentaban en criterios sóli- dos. Mientras, por ejemplo, se resistía a un aumento del precio de la leche, por el impacto que dice tendría sobre los presupuestos familiares, el Gobierno ponía resistencia a una posible rebaja de los carburantes y de la energía eléctrica a pesar de la forma en que esto aliviaría el peso de la inflación sobre el grueso de la población dominicana.

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El Gobierno introdujo a finales de marzo modificaciones sus- tanciales al Consejo Nacional de Zonas Francas Industriales. Por virtud del decreto 895, los representantes del sector privado solo tendrán voz en las reuniones del Consejo. Con ello, todo el poder de decisión quedó en manos del Gobierno, a través de los ocho funcionarios del sector público que lo integraban.

Esto dificultó sin duda el objetivo de la disposición presidencial formulado en uno de los considerandos del decreto, según el cual el propósito de la reestructuración era “permitir una mayor participa- ción de los diferentes sectores que intervienen en el proceso de desa- rrollo de las zonas francas industriales”. No estaba claro, sin embargo, cómo la participación reducida de una de las partes, el sector privado, aseguraba su papel más efectivo en el Consejo. Hasta la nueva dispo- sición gubernamental, los representantes privados de las zonas fran- cas que operaban en el país tenían voz y voto en las reuniones. Ahora su rol se reducía al de simples espectadores.

Resulta un tanto complicado hacerse la idea de cómo el Go- bierno proyectaba fomentar la inversión extranjera y nacional pri- vada en los proyectos de zonas francas, disminuyendo su poder de decisión en las reuniones del Consejo prácticamente a cero. Por muchas otras ventajas que el decreto presidencial de referencia con- templara en beneficio de la instalación de nuevas empresas en par- ques industriales de ese tipo, la limitación constituía a la larga un obstáculo a la consecución de los objetivos del Gobierno. Existían ya otras limitaciones que dificultaban los planes de fomento de esas zonas.

Estudios recientes demostraban cómo otros países -Colombia, Costa Rica, Panamá, Haití y Jamaica-atraían un número creciente de empresas interesadas en invertir en zonas francas industriales, a base de incentivos que no se otorgaban en la República Domini- cana. El costo de la energía eléctrica más alto en este país era solo uno de los problemas que chocaban con los esfuerzos oficiales en ese sentido.

Estaba también el asunto de la convertibilidad. Las dificultades para conseguir divisas y la obligación de entregar la totalidad de los dólares al Banco Central, aumentaban considerablemente los costos locales de operación de las empresas de zonas francas. Las autoridades no permitían a dichas empresas cambiar parte de esos dólares, razón por lo cual algunas empresas quebraron y otras con- templaban trasladarse a otro lugar.

Un poco de flexibilidad en este punto pudo contribuir a redu- cir los costos de producción, pues así las empresas podrían haber cambiado dólares en el mercado paralelo, a las tasas vigentes, para el pago de jornales. Uno de los problemas era la concepción del Gobierno respecto a la utilidad de esos parques. Si bien se les puede tener como fuente generadora de divisas, su aspecto más impor- tante era su capacidad para aumentar la oferta de empleo. Tenien- do el país índices superiores al 35 por ciento de desocupación y dada la escasa disponibilidad del Gobierno para promover nuevos proyectos de inversión encaminados a crear fuentes de trabajo, las operaciones de zonas francas industriales revestían una importancia capital.

Jorge Blanco decía estar muy interesado en promover la ins- talación de nuevos parques y dio pasos concretos en esa dirección. Sin embargo cómo se las haría para conciliar esos esfuerzos con medidas que limitan muy seriamente el rol del sector privado en el organismo que tiene a su cargo las decisiones relacionadas con el funcionamiento de las zonas francas industriales. El decreto 895 era contradictorio en su parte fundamental.

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El secretario general del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), José Francisco Peña Gómez, insistía a finales de marzo que no buscaría la candidatura presidencial en las elecciones generales de 1986, pero obviamente esa promesa no calmaba las inquietudes de los seguidores del licenciado Jacobo Majluta.

¿Quién cree en las palabras de un político, especialmente uno que ha faltado a ellas en el pasado? ¿No prometió reiteradamente el síndico del Distrito que no aspiraba a un cargo electivo en los comicios pasados e impuso su candidatura por encima de varios compañeros que habían estado por largo tiempo batallando por di- cha nominación?

En realidad los partidarios del presidente del Senado tenían sobradas razones para no depositar demasiadas esperanzas en esas promesas y al parecer se preparaban para la posibilidad de que no se cumplieran. Peña Gómez había sido claro en cuanto a su decisión de no comprometer su apoyo a ningún candidato. Según él, eso anularía de hecho a cualquiera otra candidatura. Su compromiso con Majluta se reducía a dejarle libre el paso renunciando a su de- recho a postularse.

Pero ¿quién asegura que no se repetirá la experiencia de la con- vención que escogió al secretario general como candidato a la Sindi- catura del Distrito? Peña calificó de “adulones” a ciertos patrocina- dores de Majluta y los presentó como demasiados ansiosos de que su hombre llegue a la Presidencia.

En varias oportunidades dijo públicamente que su decisión de no postularse en 1982 obedeció al deseo de “calmar” a los partida- rios del presidente del partido, frente a la posibilidad de que des- conocieran los resultados de la convención que escogió a Salvador Jorge Blanco en 1981 como candidato presidencial. Esa posibilidad hubiera sido fatal para el futuro democrático del país, dijo Peña y en esto no se equivocaba.

Pero los acontecimientos apuntaron hacia la misma dirección que empujó a Peña Gómez a romper el orden democrático e impo- ner su nominación en la asamblea eleccionaria en la que emergió como candidato. En efecto, la campaña de Majluta se hacía dema- siado controversial y pudiera resultar en extremo conflictiva.

Bajo determinadas circunstancias esa situación podría tornar esa candidatura en elemento de fricción interna y frente a la posi- bilidad de una división que peligre la permanencia del PRD en el poder, los seguidores de Peña Gómez podrían considerar arriesgado esperar hasta el 1990. El líder máximo del partido oficialista creía que será de todas maneras presidente, y un “gran presidente, ade- más”, por lo que esa eventualidad no podía ser rechazada.

La victoria electoral de 1982 no resultó tan fácil y amplia como la de 1978. Una serie de factores políticos y económicos se conjuga- ron para debilitar las bases de sustentación popular del partido en el poder. Un nuevo fracaso en la política económica del perredeísmo podría hacer todavía más difícil el triunfo en 1986 y las elecciones de 1990, en el supuesto de que repita en la próxima consulta, se da- rían bajo condiciones no muy propicias a una candidatura oficial.

Tendría para entonces el PRD 12 años de ejercicio y ya después de ese tiempo es sumamente difícil prometer a un electorado cosas que un partido no ha sido capaz de cumplir o hacer en tres manda- tos constitucionales. De manera que el Síndico del Distrito podría verse empujado a adelantar la fecha de su nominación en 1986.

Nadie podría echarle en cara nada, porque en realidad del arte de la política él conocía tanto como el que más la importancia de no ser del todo claro en lo que se dice y menos aún en lo que se pro- mete. La ambigüedad permite siempre a un político retractarse con un mínimo de riesgo. Y sobre todo, le permite a voluntad personal, interpretar cuanto ha dicho de un modo diverso.

En casi todos los niveles del acontecer político nacional eso era lo que se había estado presenciando en los últimos años.

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