“1978-1986. Crónica de una transición fallida” de Miguel Guerrero
“1978-1986. Crónica de una transición fallida” de Miguel Guerrero

Con la autorización del autor, el periodista y escritor Miguel Guerrero, elCaribe digital presenta “1978-1986. Crónica de una transición fallida”, puesta en circulación en octubre del 2020, en plena pandemia del COVID 19, y que ofreceremos por entregas. Acceda al índice y al prólogo aquí

Volver al índice


CAPÍTULO X

1982

Tempranas denuncias de corrupción contra el Gobierno de Guzmán incrementan las rivalidades internas en el PRD, apenas iniciada la administración de Jorge Blanco.

Para el 15 de octubre, a solo dos meses de inaugurarse el nuevo mandato, las denuncias de corrupción en el anterior fueron un detonante que hizo explotar de nuevo las serias rivalidades internas en el Partido Revolucionario Dominicano. Funcionarios influyentes de la administración temían las repercusiones negativas de esa lucha en los programas económicos recién iniciados.

Varios hechos justificaban esa preocupación. Las autoridades entendían que la gravedad de la crisis económica requería de un fuerte y sostenido respaldo del Congreso a las medidas anunciadas por el jefe del Estado, muchas de las cuales no habían sido siquiera consideradas a fondo por las cámaras legislativas. Independiente- mente de sus bondades, el Gobierno estimaba fundamental la apro- bación de la mayor parte de esas leyes para poder llevar a cabo con posibilidades de éxito el programa de recuperación económica formulado por Jorge Blanco. Sin embargo, los últimos acontecimientos en el marco de la actividad política oficialista arrojaron serias dudas sobre la actitud del Congreso con respecto a esos proyectos.

La preocupación manifestada en la esfera gubernamental giraba en torno al predominio de su propio partido en ambas cámaras. En esas circunstancias, lejos de constituir una ventaja era una espi- na sobre el aparato gubernamental. Durante la administración del presidente Antonio Guzmán, la mayoría perredeísta en la Cámara de Diputados fue un problema para el Gobierno. Allí se reflejaban con marcada frecuencia y brutal franqueza los desacuerdos y las rencillas partidarias. De hecho, la única confrontación Congreso-Gobierno en ese cuatrienio se dio paradójicamente en la Cámara Baja. El Senado, controlado por el opositor Partido Reformista, fue para Guzmán el factor de equilibrio y moderación que tantas veces necesitó en situaciones de crisis y que no pudo encontrar en las filas de su propio partido.

Partidarios del presidente Jorge Blanco temían que la situación se repitiera. No estaba claro a quién respondía realmente la mayoría oficialista en las dos cámaras, pero era evidente que la sectarización surgida a la sombra de la llamada “lucha de tendencias” dividió las lealtades y no se sabía a ciencia cierta con qué fuerza podía contar el Presidente en momentos de apuros.

Los esfuerzos del Gobierno encaminados a lograr una acción rápida del Congreso en torno a los proyectos que formaban el grueso de su estrategia económica, no tenían eco. Se ofrecían dos explicaciones al respecto. La administración creía que ello podría ser parte de algún plan con vista a boicotear su aplicación y dificultar la tarea del régimen. De esta presunta actitud se culpaba a dirigentes no identificados del propio partido en el poder.

En cambio, la dilación del Congreso se atribuía por algunos voceros del bloque oficialista al deseo de “escuchar a todas las partes” y de no festinar el conocimiento y aprobación de leyes, algunas de ellas muy controvertidas, que podrían tener un impacto profundo en la economía nacional. Como en efecto varios de esos proyectos enviados por el Poder Ejecutivo eran objetados por amplios e influ- yentes sectores económicos y políticos, la explicación parecía tener sentido. El hecho era, sin embargo, que gran parte de la dinámica gubernamental no podía ponerse definitivamente en marcha si el Congreso no actuaba para hacerlo posible. En medio de la rivalidad interna que sacudía al perredeísmo, acentuada en esos días por las escandalosas denuncias de corrupción atribuidas a funcionarios del régimen de Guzmán, los adversarios de Jorge Blanco en el PRD comenzaron a comprender aparentemente la importancia de su fuerza en el Congreso y parecían dispuestos a usarla.

Si los estrategas del Gobierno de Concentración Nacional lo ignoraban incurrirían en un imperdonable error de cálculo, y fue lo que pasó cuando decidieron sacar a relucir el grado de descom- posición moral al que llegó la administración anterior. El error no consistió, naturalmente en haber puesto al descubierto tales accio- nes contra el erario. Analizado el curso de los acontecimientos más recientes, la equivocación estuvo en dar el paso sin haberlo seguido de medidas correctivas inmediatas que pusieran en manos de la jus- ticia a los responsables de esas acciones dolosas. Porque además del costo político que habrá de pagar entre su propia gente, resultaba muy difícil al Gobierno exigir a sus subalternos un manejo escrupuloso de los fondos públicos mientras denunciara la corrupción sin actuar contra ella.

***

Las declaraciones oficiales, inusitadamente francas, sobre el estado de la economía nacional, surtían un efecto negativo. En los primeros días de la administración del presidente Jorge Blanco, ese tipo de información sirvió a propósitos prácticos y evidentes. Con el país sumido en una crisis, se justificaba la idea de poner en claro toda su profundidad a fin no solo de procurarle apoyo a las nuevas autoridades en su esfuerzo por resolver los problemas nacionales, sino para exonerarle de antemano de las consecuencias que pudieran de ella generarse en los meses venideros.

Todo el país entendió la posición del Gobierno y vio incluso con simpatías su franqueza. Pero la insistencia de algunas autoridades de mantener vigente este tema no ayudaba ya a la tarea del Presidente. Acentuaba por el contrario la atmósfera de desconfian- za que la gravedad de la crisis ocasionaba en los medios financie- ros nacionales y extranjeros. El hecho de que el país se encontrar sumergido en una delicada negociación con el Fondo Monetario Internacional (FMI) en busca de una fuerte inyección de recursos financieros con qué hacer frente a los conflictos económicos nacionales, hacía en esos momentos imprudente el uso abusivo de ese expediente retórico.

El Gobierno no ocultó su intención de promover un clima atractivo a las inversiones, tanto de origen local como extranjero. Sin embargo, no lo lograría si por otros conductos, se esforzaba en evitar que surgieran las condiciones inherentes a ese clima propicio.

¿Cómo creía el Gobierno que mejoraría el flujo de inversión y los mercados de capitales se harían perceptibles a los planteamientos nacionales, si sus propios funcionarlos contribuían a ensombrecer el ambiente nacional pintando un cuadro dramático e incurable de las enfermedades económicas dominicanas?

Ese era un punto respecto al cual el Gobierno de Concentración Nacional no lograba coherencia, no obstante la consistencia del pensamiento político del primer mandatario. Y ello tenía conse- cuencias muy negativas en sus esfuerzos para sacar la economía del atolladero en que estaba.

En los días anteriores, se habló en la más alta esfera gubernamental de la situación de quiebra de la economía del país. No se necesitaba ser un experto para saber que un país en bancarrota no estaría en capacidad de asumir nuevas obligaciones internacionales. Y era eso precisamente lo que buscaba el Gobierno, respaldo internacional para hacer frente a los problemas de balanza de pago, escasez de divisas para saldar compromisos vencidos y falta de recursos para acometer proyectos de desarrollo. De manera que lo que a comienzos de la administración pudo resultar una medida de gran efecto político para atraer confianza y apoyo a los planes gubernamentales, resultaba después  contraproducente.

Este razonamiento era compartido en esferas muy influyentes del propio partido en el poder. Por ejemplo, en un encuentro con representantes de la prensa extranjera, el presidente del Senado y del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), licenciado Jacobo Majluta, advirtió que la tendencia a dramatizar los problemas nacionales fomentaba un ambiente de desconfianza en la capacidad del Gobierno y del país para sortearlos.

Pudiera ser que algunas autoridades ignoraran que ese tipo de reiteración contribuía a forjar en la mente de mucha gente la idea de que el Gobierno no tenía fórmulas adecuadas para los proble- mas nacionales. Por tanto, el exceso de franqueza en el nuevo estilo impuesto por la administración se convertía en un obstáculo a sus propios objetivos.

***

Las diferencias entre el Gobierno de Concentración Nacional y el Partido Revolucionario Dominicano sobre el manejo de los asuntos de Estado, se hicieron patentes a pesar de los esfuerzos por ocultarlas. Los desacuerdos eran más pronunciados en dos áreas bá- sicas como la economía y las relaciones internacionales.

El presidente del Senado y del PRD, licenciado Jacobo Majluta, puso de relieve tales contradicciones, al exponer sus puntos de vistas sobre la excesiva publicidad dada por el Gobierno al deterioro de la situación económica del país. Majluta se mostró en desacuerdo con el criterio gubernamental señalando que no era tan grave la crisis como la pintaban y advirtiendo acerca de los efectos sicológicos de este tipo de información sobre la economía en sentido general.

La reacción gubernamental pareció indicar que el jefe del partido había tocado un nervio muy sensitivo de la política del presidente Salvador Jorge Blanco. El gobernador del Banco Central, Bernar- do Vega, ripostó que la crisis era realmente muy grave por lo cual se hacía necesario insistir en el tema y hablarle la verdad al pueblo.

Estas desavenencias respecto al enfoque de los problemas nacionales eran más profundas de lo que se creía. A primera vista podrían parecer contradicciones triviales propias de una lucha interna de periódica aparición, pero no era así. Reflejaban por el contrario actitudes y criterios sustancialmente encontrados sobre asuntos de Estado de mucha importancia, tratados con una visión práctica de la realidad político-social del país.

Majluta, que representaba los intereses del partido en esa polémica, veía en el comportamiento oficial consecuencias ulteriores en términos electorales. Y esto le preocupaba seriamente porque él era un potencial candidato a la Presidencia, tal vez el de mayores posibilidades, para los comicios generales de 1986.

En cambio, el equipo del Presidente había llegado a la conclu- sión de que la crisis era superior a la capacidad del Gobierno para enfrentarla. Por tanto, evitaban, como es natural, asumir responsabilidad por la misma. Lo que trataron de hacer fue mostrar a la gente lo siguiente: las consecuencias del deterioro económico, no conocidas todavía en su justa dimensión, no son frutos de políticas o iniciativas del régimen. Y la única manera de hacerlo era ponien- do al descubierto todas las fallas encontradas.

Naturalmente, y ahí estaba la preocupación de Majluta, trátase de un expediente demasiado contundente contra el partido, porque los orígenes y las causas de la mayor parte de los problemas actuales se remontaban a la administración del fenecido Antonio Guzmán. Desde muchos puntos de vista, la decisión del Gobierno de denun- ciar la crisis tenía inexorablemente el efecto de un “boomerang”, como ya ocurría, en vista de lo difícil que resulta al régimen de un partido librarse de los errores y atrocidades económicas de otro Go- bierno sustentado por ese mismo partido.

Si el Gobierno finalmente no era capaz de dar soluciones efec- tivas a los conflictos económicos, poca importará a la opinión pú- blica que sea él directamente responsable. A fin de cuentas, tendrá que pagar por ellos. Al parecer este era el ángulo de la cuestión que lucía habérsele escapado a los estrategas del Gobierno de Concentración Nacional y que alguna gente en el partido, ajena al debate, captó desde un inicio.

Las contradicciones se dieron también con casi igual intensidad en lo que al manejo de las relaciones internacionales se refiría. Oficialmente la política exterior del Gobierno era más conserva- dora y realista que la pregonada por el partido. Jorge Blanco, con ligeras modificaciones mantenía la tradición heredada del régimen de Guzmán.

Nicaragua y Centroamérica fueron elementos claves en estos desacuerdos. El PRD favorecía una actitud más calurosa hacia el régimen sandinista y respaldaba las guerrillas salvadoreñas. Sin embargo, hacía unas cuantas semanas, la Cancillería respaldó una iniciativa norteamericana que en la práctica, no fue más que una contrapropuesta al esfuerzo de conciliación auspiciado por México y Venezuela que con mucho entusiasmo había recibido la alta diri- gencia perredeísta.

Tanto en este caso, como en la disputa en que entró el Gobierno dominicano con Nicaragua por un puesto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, fue evidente que también en el tratamiento de estos asuntos existían profundas divergencias.

Tan pronto como los problemas de imagen comenzaron a ero- sionar el prestigio del régimen del partido, el PRD trató de establecer un marco de responsabilidad entre las actuaciones de una y otra parte, asumiendo su cuota solo en aquellas que resultaban afortunadas, dejando al Gobierno la culpa por todos sus errores. De esta forma, el partido se identificó y sacó provecho político de los logros en materia de respeto a los derechos civiles, mientras trataba de desligarse de los fracasos en la conducción de los asuntos econó- micos y sociales.

Pero así como el Gobierno no podía deshacerse nunca de cier- tos actos del partido, en la misma forma este debió asumir la responsabilidad de los errores de la administración que llevó al poder. Eran realidades del quehacer político que ni siquiera un partido de la habilidad del PRD podía ignorar, aunque quisiera.

***

La elección de Nicaragua el 19 de octubre a la bancada lati- noamericana en el Consejo de Seguridad de las Naciones frente a la candidatura del país, no era, necesariamente, una derrota de la diplomacia dominicana. Si algo demostraba el resultado de la votación fue el compromiso creciente del llamado Tercer Mundo con la izquierda internacional. Las tentativas de identificar las aspiraciones legítimas del Gobierno dominicano de obtener el puesto, como un medio de proyectar una nueva y más dinámica política exterior, con una presunta triquiñuela norteamericana contra el régimen sandinista, constituía una ofensa gratuita que la misma Nicaragua se apresuró a rechazar.

A pesar de la derrota, la iniciativa dominicana llevó su gestión en el plano de las relaciones internacionales a su punto más alto en años. Y dada las características de los regímenes de los dos países postulantes era obvio que el resultado de la votación no decía mucho con respecto al apego de los países miembros del organismo mundial a los cánones democráticos. Nicaragua ganó la bancada latinoamericana no porque tuviera más méritos que la República Dominicana. El país había logrado avances notables en el campo de los derechos individuales y de la democracia en los últimos años. Poseía un Gobierno civil, escogido libremente en una consulta popular con la participación de candidatos y partidos representativos de todo el espectro político e ideológico. Bajo toda consideración lógica la elección del país hubiera sido más representativa del ideal latinoamericano que la de una nación como Nicaragua regida por una dictadura militar, embarcada en una costosa carrera armamen- tista que auspiciaba intranquilidad e inestabilidad social y política en toda la región centroamericana.

El hecho de que los resultados de la votación no reflejaran estas realidades solo se explicaba en el grado de descomposición y subver- sión en que se encontraban algunas entidades internacionales, don- de el dictado de la razón sucumbía muchas veces, al poder de una mayoría pura y simple. Si en todo caso la candidatura dominica- na servía a propósitos norteamericanos, fue una coincidencia hasta cierto punto justificable porque había definitivamente más puntos de confluencia entre Estados Unidos y la República Dominicana que entre la primera y Nicaragua, tanto por razones ideológicas corno prácticas. Además, y a pesar de cuanto se trató de atribuir al país en el ámbito del organismo mundial, no hubo motivaciones ocultas en la candidatura dominicana. Pretender una cosa como esa era tan absurdo como calificar las aspiraciones nicaragüenses como una componenda contra la República Dominicana. Si nadie quería ver esto último como posible, ¿porqué entonces pregonar como válido lo primero?

La reacción del delegado nicaragüense al conocerse la votación, contrastó con la del canciller dominicano, José Augusto Vega Imbert. El dirigente sandinista atribuyó el respaldo de la candidatura opositora a una maniobra imperialista contra el Gobierno de su país, aunque se cuidó de excluir a la República Dominicana de esa supuesta conspiración. En cambio, el canciller Vega Imbert expresó su esperanza de que Nicaragua “desempeñará digna y eficientemen- te” la responsabilidad contraída, anunciando de paso su respaldo a dicha gestión.

Ambas declaraciones describían el carácter particularmente agresivo de la diplomacia nicaragüense, por un lado, y el más con- servador y ponderado de la política exterior dominicana, características muy a tono con el tipo de Gobierno que existía en los dos países. En conclusión, la República Dominicana no pudo obtener el apoyo indispensable para ganar el derecho a ocupar la bancada latinoamericana en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Pero el país obtuvo, a pesar de ello, un gran reconocimiento internacional y su diplomacia una victoria importante.

La votación escondía factores de predominio político subregio- nal, como veremos más adelante.

***

Mientras se debatía en Naciones Unidas la bancada latinoamericana en el Consejo de Seguridad, los cambios en las pautas de embarque de azúcar a los Estados Unidos anunciados esa semana por el Gobierno norteamericano, tuvieron gran significado para la economía nacional. Si bien la decisión no entrañó aumentos en la cuota asignada al país, evitaba al menos que una gran parte de la producción nacional se enviara en los meses siguientes en forma apresurada al mercado mundial, con los perjuicios naturales que ello conllevaría, dado los bajos niveles de precios.

Las autoridades azucareras dominicanas libraron una ardua batalla para lograr cambios en esas pautas. La razón era obvia. Las asignaciones de exportación autorizadas a la República Dominicana en los dos primeros trimestres del año azucarero, iniciado el primero de ese mes de octubre, planteaban algunos problemas in- quietantes. Llegó a temerse la posibilidad de una paralización de la zafra azucarera, lo cual hubiera tenido consecuencias catastróficas para la economía nacional. Esto se hubiera producido en el primer trimestre de 1983, en el punto más alto de la molienda. En un mo- mento dado las existencias de azúcares sobrepasarían la capacidad de almacenamiento de la industria y el país se hubiera enfrentado a una disyuntiva: paralizar la zafra o precipitar ventas al mercado mundial a niveles sumamente bajos.

Ambas posibilidades eran malas para la economía nacional. La primera forzaría el cierre de ingenios, con el consiguiente despido de personal y la segunda ahondaría lo graves problemas financieros de la industria. Además, el recurrir en circunstancias como esa al mercado mundial, en momentos en que este sufría el impacto de una baja demanda y una sobreoferta, a causa de los excedentes mundiales, acentuaría la tendencia adversa de las cotizaciones del producto.

Estos puntos fueron objeto de amplias y delicadas negociaciones a muchos niveles en Washington. En efecto, hubiera sido un error desestimar los planteamientos dominicanos. No se requería de análisis especial para determinar el impacto económico, político y social de una quiebra eventual de la industria azucarera en la vida de la nación y en sus esfuerzos por consolidar los avances en el campo del desarrollo democrático. La República Dominicana era probablemente la zona más estable del Caribe, un área de gran va- lor estratégico para Estados Unidos. La situación de intranquilidad y violencia política que estremecía a El Salvador y a otros países centroamericanos constituía un peligro para toda la región. Lo peor desde el punto de vista de la seguridad norteamericana era que una agudización de la crisis económica nacional, por efecto de la quie- bra de su actividad básica y más productiva, trajera al país vientos de agitación política, como los que soplaban por Centroamérica.

Las restricciones a los embarques de azúcar al mercado norteamericano planteaban ya, de hecho, muchas calamidades, como para que una nueva restricción no resultara peligrosa. La cuestión era esta. Inicialmente los Estados Unidos impusieron un sistema de cuotas de importación para limitar el acceso de azúcar extranjera. Básicamente, con ello se trató de proteger a los productores domés- ticos de la competencia de un mercado barato.

Si bien se asignó al país un porcentaje mayor del monto glo- bal de la cuota de entre todos los suplidores externos (un 17.6 por ciento), la medida fue en cierto modo un golpe para la República Dominicana en vista de que esa cuota fue fijada inicialmente en 3.2 millones de toneladas valor crudo, alrededor de 1.2 millones de toneladas por debajo de las importaciones tradicionales de Estados Unidos en los últimos años. Posteriormente, el límite fue reducido a 2.8 millones de toneladas, descendiendo la asignación a la Repú- blica Dominicana, para todo el año azucarero de unas 526,000 to- neladas a 498,000 toneladas aproximadamente. Ese nivel era muy inferior a las aspiraciones país de colocar entre 780,000 a 820,000 toneladas en dicho mercado, manteniendo la misma norma de ex- portación del último lustro.

El golpe mayor sobrevino luego cuando se anunció la distribución trimestral de las cuotas asignadas a cada país, tocándole a este solo un 15 por ciento de la misma para cada uno de los primeros trimestres. Esto significaba que a lo sumo podían despacharse 78,000 toneladas entre octubre y diciembre y otra cantidad similar entre enero y marzo.

Como una partida estimada en 50,000 toneladas vendida a “destino libre” por el Consejo Estatal del Azúcar a finales del 1981, habían sido colocadas por la firma corredora en puertos nortea- mericanos, y las autoridades de ese país adjudicarían la misma con cargo a la cuota octubre-diciembre, la capacidad real de exportación a ese mercado era de hecho, bajo las pautas iniciales, de solo poco más de 100,000 toneladas cortas valor crudo, para el primer semes- tre del año azucarero.

Ese era precisamente el punto donde confluían los temores dominicanos. A menos que Estados Unidos no modificara las pautas de embarques -como lo hizo- el país podría encontrarse en febrero con más azúcar de la que estaba en condiciones de almacenar, si- guiendo una proyección normal del ritmo de producción que para entonces estaría en unas 650,000 toneladas.

No había información reciente sobre la capacidad de almacenamiento de la industria azucarera nativa, pero se sabía que esta no llegaba a las 550,000 toneladas. En vista de que solo habría podido despachar 100,000 toneladas a Estados Unidos hasta marzo del año próximo, ya a mediados del mes anterior los almacenes estarían completamente llenos, situación que no se producirá ahora al autorizar Estados Unidos embarques para el primer semestre del orden del 50 por ciento de la cuota dominicana.

Una primera batalla se había ganado. Quedaba por ver el resultado de otra gestión encaminada a lograr un aumento de la cuota hasta unas 800,000 toneladas, si bien esto requería negociaciones más arduas y prolongadas.

***

La candidatura dominicana al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, contrario a lo expuesto por algunos comentaristas, fue una demostración de independencia en el manejo de sus relaciones internacionales. Los medios locales informaron que en algún momento hubo presiones para que el país no siguiera adelante en su empeño por obtener la representación latinoamericana en el organismo mundial. Se publicó el presunto disgusto de México y Francia por la candidatura nacional. De acuerdo con informes de fuentes oficiales locales, el tema fue tratado en ocasión de la visita al país del presidente de México, José López Portillo.

Los mexicanos expusieron claramente al Gobierno su parecer respecto a la “inutilidad” de esa candidatura, reiterando su compro- miso de respaldar las aspiraciones nicaragüenses. La posición mexi- cana era sustancialmente la siguiente: una derrota del régimen san- dinista significaría un apuntalamiento de la política norteamericana en Centroamérica y, por consiguiente, una bofetada a los esfuerzos del régimen de López Portillo de imponer sus propios puntos de vista sobre cómo solucionar la crisis en esa zona. Este fue más o menos el punto de vista francés, empeñado también en reducir la influencia norteamericana en Centroamérica.

Las autoridades dominicanas creían en la posibilidad de conse- guir el apoyo mexicano. Las esperanzas se sustentaban en el impulso dado en los últimos meses a las relaciones entre los dos países y al gran respaldo que significó para López Portillo, en las postrimerías de una controvertida gestión presidencial, su viaje a Santo Domingo para la inauguración de un monumento a Fray Antonio Montesino.

La Cancillería mexicana fue clara, sin embargo, con respecto a cómo sería su voto. Cuando el tema fue tocado, el canciller Jorge Castañeda, informó sin rodeos al Gobierno dominicano que la decisión ya había sido adoptada muchos meses atrás y que, proba- blemente, lo mismo ocurriera con otras naciones latinoamericanas.

Sin embargo, acontecimientos más recientes pudieron haber reforzado la posición azteca. La activa participación dominicana en una iniciativa de paz para Centroamérica auspiciada por Estados Unidos y Costa Rica, no agradó a México y Venezuela, suplidores de todo el petróleo importado por este país. Ambos consideraron el esfuerzo como una contraofensiva a la gestión de paz emprendi- da con una carta al presidente Ronald Reagan, firmada por López Portillo y el presidente Luis Herrera Campins, en la que se instó a Estados Unidos a auspiciar básicamente una salida pacífica sobre la base del retiro de la ayuda al régimen de El Salvador.

Si bien no se reveló cómo fue el voto venezolano no había du- das de que esos hechos y la sutil campaña de descrédito montada por Nicaragua contra la candidatura dominicana, presentándola como un estandarte de los intereses estadounidenses en la región y una muralla de contención a las aspiraciones del Gobierno sandi- nista, terminaron por restarle apoyo.

En cierto momento, cuando mucho antes de la votación no se veía claro cuál sería el resultado, se insinuó que una candidatura dominicana sería un factor de división en el bloque latinoamericano. Esto, se dijo, conduciría a la República Dominicana a cierto aisla- miento, como fruto de un distanciamiento natural de la mayoría de las naciones del hemisferio que favorecían la elección de Nicaragua al Consejo de Seguridad.

No obstante el carácter secreto del voto, se pudo establecer que las simpatías latinoamericanas no fueron totalmente a favor de la candidatura sandinista y que no pocos países votaron a favor de la República Dominicana. Entre ellos se citaron a Brasil, Colombia, Chile, Paraguay, Costa Rica, Haití, Guatemala, El Salvador, Honduras y probablemente, Panamá, cuyas relaciones con Nicaragua se enfriaban desde la muerte del general Omar Torrijos.

Resultó paradójico el hecho de que países bajo regímenes so- cialdemócratas como Suecia, y socialista como Francia en Europa; y otros, en América Latina con los cuales el partido oficialista dominicano mantenía relaciones muy estrechas votaran en contra de la candidatura nacional, aceptando de hecho la versión de que ella sirvió a objetivos de política exterior de Estados Unidos.

Aunque no suficientes para obtener la bancada, los votos logrados por el país, 59 en una primera ronda de votación, constituyeron en cierto modo un reconocimiento a su esfuerzo para proyectar una nueva política exterior. De igual manera su decisión de mantener la candidatura frente a tan sutiles presiones, demostró que una in- dependencia real en ese campo de las relaciones entre los países no implica únicamente distanciarse de los Estados Unidos.

***

El fortalecimiento de la clase media fue el signo más relevante del adelanto económico registrado en el país a partir de 1966. Pero los tiempos de prosperidad y abundancia relativa parecían estar llegando a su fin a finales de octubre de 1982.

La pérdida de valor de la moneda nacional, la congelación de salarios y el costo creciente de la vida, eran algunas de las señales claras de los efectos de la crisis sobre esas capas de la población. Se vivía un lento pero inexorable proceso de empobrecimiento de la clase media. La situación era preocupante por ser este segmento social la base del statu quo en la República Dominicana. Algo así como el sostén y dinámica del proceso de democracia política que vivía el país desde hacía década y media.

Entre los profesionales jóvenes, médicos, ingenieros, la crisis promovía un éxodo al exterior. Más dominicanos de lo que podría pensarse consideraban en esos momentos con seriedad la posibili- dad de probar suerte en otros lugares. La fuga de cerebros se añadió con graves consecuencias a ese rasgo de la crisis económica y social.

La cuestión fundamental consistía en que muchos de ellos pensaran que no se hacía nada, o muy poco a lo sumo, para detener este proceso de deterioro. La tendencia a enfrentar los problemas con nuevas cargas impositivas, que recaen normalmente sobre la clase media, tendía a robustecer en ella esa impresión. Todo contribuía a crear un sentimiento de frustración y descontento social, observa- ble ya en amplios estratos de la clase media dominicana. Las huelgas y amenazas de paro en dependencias gubernamentales y los enfrentamientos con médicos y agrónomos por diferencias salariales y de otra índole, no eran más que reflejos de esa insatisfacción creciente.

El problema era más profundo e importante de lo que se aceptaba. Según muchos profesionales resultaba cada vez más difícil mantener condiciones confortables de vida. Bajo las circunstancias reinantes, se requerían mejoras de entre un 20 y un 25 por ciento en los ingresos para preservar el nivel alcanzado. Con lo difícil, por no decir imposible, para la clase media de ingresos fijos conseguir mejoras en esa proporción, lo lógico era esperar que el deterioro continuara.

En los últimos años, el desempleo se había agravado a nivel profesional. En parte esto se debía a la disminución de posibilidades por efecto de la inflación y la crisis misma. Aunque también por el hasta cierto punto auge de universidades y centros de estudios superiores, que aumentaban en forma sustancial la oferta en el mercado profesional del trabajo.

El estancamiento económico y las restricciones impuestas y que deberán seguir aplicándose para contrarrestar la crisis, no anticipaban cambios en la situación. De manera que las naturales aspiraciones de bienestar material de la clase media dominicana, seguían saltando sobre un camino lleno de dificultades y limitaciones. A menos por supuesto, que algún acontecimiento fuera de lo común transformara el panorama económico y social a corto plazo. Pero con el petróleo caro y los precios de las materias primas nacionales en franco descenso, no era dable esperar milagros económicos.

***

A comienzos de noviembre, la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) inició una campaña para lograr un aumento de sus partidas presupuestarias en la Ley General de Gastos Públicos. Como medida inicial, grupos de estudiantes y de profesores realizaron una manifestación callejera desde los predios de la uni- versidad hasta la sede del Congreso.

El período de movilizaciones anunciado derivó en pérdidas de clases, lo cual agravó la crisis del sistema universitario. Planteó, además, la posibilidad de alteraciones en el clima de paz y sosiego públicos, con repercusiones en todo el ámbito político. Ambas eran negativas en momentos de incertidumbre económica, debido a la escasez de recursos financieros.

Los ingresos de la universidad estatal, del orden de los 21 millones de pesos, eran insuficientes para atender los requerimientos crecientes de una población estudiantil en constante aumento. No podía con ellos cumplir con obligaciones elementales en el campo de la investigación y el trabajo social. Pero objetivamente la universidad del Estado hacía poco por ajustarse a las limitaciones impuestas por los tiempos.

La UASD no se imponía restricciones. El país vivía una etapa de estrechez económica y los reclamos de austeridad formulados por el Gobierno debían abarcar todo el espectro social dominicano.

Según las autoridades, las cifras sobre el nivel de analfabetismo eran alarmantes en la población adulta. Miles de niños quedaron privados del año escolar debido a la escasez crítica de aulas y el estado de buena parte de los planteles públicos era deplorable. Los programas de alimentación escolar, tan importantes para el buen funcionamiento de los proyectos de enseñanza en las escuelas pri- marias, se encontraban virtualmente paralizados por la falta de recursos. Los huertos escolares eran recuerdos del pasado y el desayu- no escolar no había podido ser restablecido.

Cientos de escuelas no funcionaban a plenitud por la escasez de pupitres, no obstante haber tomado el país un préstamo de US$5.0 millones para la adquisición en el exterior de esos útiles, cuyo paradero se ignoraba y la docencia se impartía, tanto a nivel primario como secundario bajo condiciones adversas ya por la falta de maestros, ya por el número elevado de alumnos o la ausencia total de condiciones físicas e higiénicas en decenas de planteles oficiales.

Ese era un panorama crítico de las condiciones en que se desenvolvía la educación pública dominicana. Y era en esa situación en que profesores y estudiantes universitarios abandonaban las aulas para exigir mayores asignaciones para un centro educativo que en los años recientes mostró tanto o más vocación por la brega política que por la excelencia académica.

La UASD era importante pero más todavía la enseñanza primaria y media. A fin de cuentas de nada valdría al país una univer- sidad modelo en materia de investigación académica si otras fases inferiores del sistema educativo adolecen de las fallas estructurales mencionadas. De manera que el imperativo de mejorar todo el sis- tema de enseñanza no podía ser planteado a su más alto nivel.

La cuestión no era, en definitiva, si la UASD necesitaba de mayores recursos ni tampoco si el Estado estaba o no en condiciones de atender tales requerimientos en forma parcial o total. Im- portante era saber si aun disponiendo de esas posibilidades, la uni-

versidad estatal debía ser el punto de partida de una racionalización del empleo de los fondos al desarrollo de la educación dominicana.

Porque bajo las condiciones en que se desenvolvía todo el apa- rato educativo, las demandas universitarias lucían no solo extemporáneas sino, además, particularmente desmesuradas.

***

Los esfuerzos de las naciones del llamado Tercer Mundo han estado dirigidos durante años a lograr un cambio en la orientación de los programas de asistencia provenientes del mundo industrializado. La ayuda financiera y las donaciones conllevan ciertas concesiones por parte del país recipiente. Además, este tipo de asistencia no ataca usualmente el fondo de los problemas nacionales. De poco sirven los préstamos, casi siempre a tasas altas de interés, si en la medida en que crece el endeudamiento, el deterioro de los términos del intercambio reduce la capacidad para encarar con prontitud sus crecientes responsabilidades internacionales.

La baja de los precios de las materias primas y el aumento de las mercaderías, maquinarias e insumos importados desde las naciones industrializadas, retardan los programas económicos y sociales. De ahí en parte la importancia de la Iniciativa Reagan para la Cuenca del Caribe, la cual propiciaba una recuperación de las economías de los países de la subregión mediante un programa de asistencia con énfasis mayor al comercio que a la ayuda financiera tradicional.

Sin embargo, por falta de apoyo del Congreso norteamericano la iniciativa se encontraba a comienzos de noviembre de 1982, a punto de fallecer sin haber siquiera nacido. A pesar del entusiasmo con que fue recibida en la mayor parte de las naciones del área, una serie de factores internos dilataban su aprobación por el Congreso estadounidense.

Una de sus ventajas era el impacto que tendría en los esfuerzos regionales por reducir los altos niveles de desempleo, mediante la creación de nuevas empresas al través de la inversión extranjera. Reagan propuso, como uno de los puntos básicos del programa, concesiones impositivas a las empresas interesadas en inversiones en el área. Este tipo de incentivo se aplicaba entonces únicamente a las inversiones dentro del territorio norteamericano.

Otras de las ventajas para la República Dominicana provenía de las exenciones arancelarias a las importaciones desde los países de la cuenca, que incluirían el azúcar. Aunque por el momento, el régimen de cuotas de importación establecido en mayo, y ampliado en octubre, anulaba de hecho el beneficio arancelario contemplado en el Plan Reagan, se le aceptaba como una de las iniciativas más realistas y mejor concebidas para mejorar la cooperación hacia los países del área del Caribe, una zona de gran valor estratégico para los Estados Unidos.

Los intereses políticos en juego en las elecciones legislativas re- cién celebradas allí, no hicieron posible una acción del Congreso para poner en vigencia el programa de la administración Reagan en los plazos exigidos por la volátil situación centroamericana y del Caribe. Pasadas las elecciones, se esperaba que la Casa Blanca obtuviera el apoyo que necesitaba en el Congreso para poner en marcha el plan.

Por el calor con que fue recibido y la importancia que este tenía dentro del contexto general de la política norteamericana para América Latina, fue un grave y lamentable error político del Con- greso obstaculizar su puesta en funcionamiento. La frustración resultante de un rechazo del plan por parte del Congreso debilitaría sensiblemente la influencia norteamericana en su propio hemisferio y restaría credibilidad a las promesas y compromisos de Estados Unidos en el exterior. Con una Centroamérica encendida de un extremo a otro y un Caribe a merced de la influencia cubana esta eventualidad tendría un alto costo político.

La administración Jorge Blanco confiaba que los efectos negativos de un eventual rechazo del plan convenciera al Congreso de Estados Unidos de la importancia de su aprobación.

***

A mediados de noviembre, los primeros síntomas alentadores en varios años comenzaron a sentirse en el mundo azucarero. Las gestiones para la firma de un nuevo convenio internacional sobre el azúcar, que entraría en vigencia en 1984, parecían haber avanzado, si bien ello no garantizaba un cambio en las tendencias del mercado.

La adhesión de la Comunidad Económica Europea (CEE) podría tener efectos muy positivos sobre los precios del dulce. Uno de los grandes fracasos del convenio vigente, suscrito en 1977, después de años de arduas negociaciones, provenía de la negativa de la Comunidad Económica a suscribir sus compromisos. Al permanecer fuera del acuerdo, la CEE no se vio en ningún momento atada a sus compromisos. Gracias a ello mantuvo sus políticas de subsidios a la producción y exportación de azúcares, a causa de lo cual aumentaron las existencias y la sobre oferta derrumbó las cotizaciones.

La caída de los precios no afectó a los productores domésticos europeos porque los subsidios a la exportación de excedentes hacían rentable su operación, no obstante los costos de producción sumamente altos. Sin embargo, esta práctica, contraria al espíritu y la letra del Acuerdo General de Aranceles y Comercio (GATT), constituía un golpe duro contra los productores de las naciones en desarrollo, especialmente aquellas como la República Dominicana que dependían de sus ventas del producto para dinamizar la econo- mía y mantener ingresos aceptables de divisas.

Problemas internos dificultaron en los últimos años los esfuerzos de los países azucareros por lograr cambios en la conducta de la CEE. No podían esperarse modificaciones importantes en la ley agrícola de la Comunidad, que regulaba los subsidios al azúcar, sin que ello trajera crisis domésticas y dificultades en las relaciones entre los países que integran el esquema integracionista. Sin embargo, la situación del mercado planteaba problemas mucho mayores y las naciones consumidoras aceptaban la necesidad de propiciar alguna suerte de arreglo para mejorar las perspectivas del mercado mundial.

Una buena posibilidad era, en efecto, un nuevo convenio azucarero. Los Estados Unidos no habían fijado posición al respecto, pero comunicaron a la Organización Internacional del Azúcar (OIA) que estarían dispuestos a hacerlo para mediados del año si- giuiente. La participación norteamericana era tan relevante como la de la CEE. Los Estados Unidos importaban más azúcar que ningún otro país. Aunque sus compras descendieron en 1982, el nivel autorizado de 2.8 millones de toneladas era todavía de una gran significación para el mercado.

Además, ese nivel de importación era temporal. Un cambio favorable en las tendencias del mercado mundial podría hacer inoperante e innecesario el sistema de cuotas de importación, que imponía limitaciones a los suplidores extranjeros, y abrir las puertas de ese mercado a todos los abastecedores foráneos. En años normales, el mercado norteamericano saca del mercado mundial el equivalen- te de entre un 20 y un 25 por ciento del volumen de su comercialización, estimado globalmente entre 14 y 16 millones de toneladas. Cuando las restricciones internas vedan el acceso de ese azúcar a Estados Unidos, el excedente se vuelca sobre el mercado mundial gravitando adversamente sobre el comportamiento de los precios.

De ahí la importancia de la CEE y Estados Unidos en la negociación de un nuevo convenio con franjas de precios por encima de los niveles mínimo y máximo de once y 23 centavos establecidos en el acuerdo de 1977. A pesar de la sombría y larga situación, la posibilidad, todavía remota, de un nuevo acuerdo sobre el azúcar, prometía algunas posibilidades.

***

A mediados de noviembre, la Cámara de Diputados mostró una selectiva preocupación por la situación de los derechos humanos en la América Latina. En los días anteriores y a despecho del gran cúmulo de proyectos pendientes, los diputados condenaron las violaciones a esos derechos en Guatemala y Paraguay. Pero soslayaron el caso de Cuba.

A pesar del hecho de que la situación de los derechos civiles era más crítica en este último país, eran pocas las posibilidades de que la Cámara Baja se pronunciara contra el régimen de Fidel Castro. Existían dos razones básicas. La tendencia natural a seguir las direc- trices de la mayoría y el temor a ser acusado de arcaico. Cuando la cámara aprobó la resolución contra el Gobierno del Paraguay, me encontré coincidencialmente con un diputado. Analizando en privado el deterioro de los derechos humanos en el Continente, aceptó que el caso de Cuba era singularmente crítico.

El miembro de la cámara estaba al tanto del inhumano epi- sodio del Mariel, el encarcelamiento de intelectuales y periodistas, la ausencia total de libertad de prensa, la sumisión de Castro a los dictados del Kremlin, la intervención de tropas cubanas en el extranjero, el peligro de manifestarse públicamente contra el régimen. “Sí, Cuba es un desastre”, admitió. “Pero no creo que convenga tocar este asunto ahora”.

No decía mucho de la cámara el que una cuestión de la importan- cia de los derechos humanos fuera enfocada por algunos legisladores en función de conveniencias personales. Aunque se tratara de soslayar el tema, existía una obligación moral de la cámara de pronunciarse, sobre la situación de los derechos individuales en Cuba, así como en cualquier otro lugar donde estos eran violados, en vista de que ya lo había hecho con otros países. La razón era que de otro modo, los legisladores podrían ser acusados de parcialidad y no creo fuera este el caso de la cámara de Diputados que encontró tiempo para, en medio del trabajo diario, reiterar su apego a asuntos tan altruistas.

Algunos de los puntos básicos de la resolución contra el Para- guay, se aplicaban a Cuba. Los diputados hicieron referencia a los 25 años de mandato unipersonal de Alfredo Strossner y Castro llevaba 23 y citaron la imposibilidad de varios dirigentes opositores paraguayos de retornar a su patria, lo mismo que ocurría con decenas de miles de cubanos de todas las tendencias, forzados a vivir en el exilio.

Por razones de proximidad geográfica e influencia política, Cuba pudo haber tenido prioridad sobre el Paraguay en la preo- cupación de la cámara por el respeto a los derechos civiles. No se justificaba ante la opinión pública nacional que las violaciones a esos derechos ocurridas casi al otro extremo del continente motiva- ran una acción condenatoria de un Congreso incapaz de reaccionar con la misma energía contra idénticas violaciones a escasas leguas marinas de su territorio.

Cuba era, sin embargo, un caso muy sensitivo para la Cámara Baja. Siguiendo el patrón de conducta en el medio político dominicano era poco probable que las violaciones a los derechos humanos bajo el Gobierno de Castro fueran siquiera consideradas. Sería mu- cho pretender incluso que un diputado planteara el tema.

***

En ningún otro momento de su historia reciente, había estado el Partido Revolucionario Dominicano tan próximo a una división como a mediados de noviembre de 1982. Ni a finales de 1973, cuando se produjo la renuncia del expresidente Juan Bosch, se vio la organización tan amenazada por sus contradicciones internas.

Un hecho, sobre cualquier otro, reflejó la magnitud de los pro- blemas dentro del partido oficialista: la pugna entre dos tendencias distanciadas por profundas rivalidades, en su mayor parte originadas en cuestiones personales o de grupos.

En las circunstancias de entonces, esa riña afectaba las posibi- lidades del Gobierno de Jorge Blanco de acometer con prontitud los problemas económicos nacionales. Debido a la magnitud de la crisis económica, la peor en 50 años decía el Gobierno, la administración necesitaba del respaldo decidido del Congreso a fin de poder echar adelante una serie de planes y programas delineados al país.  Las Cámaras Legislativas eran, sin embargo, el escenario en donde esas rivalidades se enfrentaban con más dureza. A dife- rencia del período constitucional anterior, los problemas internos no afloraron hasta justamente la mitad del mandato del presidente Antonio Guzmán, quien tuvo así un fuerte y prolongado respiro y no se vio ante obstáculos de la naturaleza que en sus tres primeros meses sorteara el régimen de Jorge Blanco.

La experiencia de los últimos años demostraba que ningún otro partido en la historia dominicana manejó con tanta habilidad el extraño arte de hacerle la vida imposible a su propio Gobierno como lo hacía el PRD.

Resultaba paradójico que en momentos en que el Gobierno requería de un gran respaldo del partido, tanto a nivel del Congreso como a cualquier otro, la militancia entusiasta que caracterizaban la vida del PRD no se manifestara y Jorge Blanco se viera precisado a encarar virtualmente solo las responsabilidades por medidas que competían también al partido, independientemente de la lucha grupal que allí tenía lugar con rudeza.

Por suerte, la oposición parecía consciente de su papel en esa etapa política nacional y desempeñaba un rol constructivo, reem- plazando así la presencia activa del partido oficial en los momentos en que esta, por asuntos internos, se hizo notar por su ausencia. Una división del partido gubernamental en esa etapa de la vida política nacional necesariamente no afectaría el desenvolvimiento democrático del país, como algunos pretendían. Pero casi seguro mermaría sus posibilidades electorales en el futuro.

Un punto de vista crucial estaba ausente del debate partidario que corroía al PRD. El análisis de algunas declaraciones públicas de opositores dentro del partido al Gobierno calculaban que el fracaso de Jorge Blanco mejoraría las perspectivas de quienes se le oponían y rivalizaban en el seno de la entidad. Esa era una conclusión falsa probablemente basada en una interpretación equivocada del acontecer político y social. Nunca el futuro del PRD había estado tan atado a la suerte de un Gobierno como en ese presente. Pero apa- rentemente de ello solo se percataban quienes, como el Secretario General, hacían esfuerzos desesperados por aquietar las pasiones y dilatar la explosión de nuevas rivalidades. Pudiera ser, sin embargo, que el ímpetu de la marea dificultara las gestiones encaminadas a retornar las aguas a su antiguo nivel. La impresión indicaba que las muestras de intolerancia partidaria estaban lejos de desaparecer.

***

Los graves problemas económicos son presentados usualmente como evidencias de la ineficacia del sistema democrático. Hay quienes pregonan que el fracaso del experimento en esta parte del mundo radica en la circunstancia de que la democracia es un pro- ducto único y legítimo de las sociedades altamente industrializadas o de las naciones nórdicas de moral protestante.

Hay, sin duda, mucho de racismo oculto en esta concepción elitista del desarrollo de la sociedad, pero generalmente este tipo de propaganda adversa responde más a consignas de carácter po- lítico-ideológico que a prejuicios de tipo social. El propósito claro de esta clase de promoción es presentar la democracia como un modelo imposible para la América Latina. Una vez mostrada “la verdad” de esta afirmación es mucho más fácil obviamente lograr la aceptación de una teoría opuesta como fórmula de solución a los conflictos nacionales. Al plantearla dinámica de la sociedad como el enfrentamiento de dos grandes corrientes filosóficas o políticas -la democracia y el comunismo-, el rechazo de una de ellas como resultado de su propia inoperancia, deja prácticamente a la otra como única salida viable.

No obstante la simpleza del razonamiento, o precisamente por ello, la fórmula democrática ha estado sometida a constante cuestionamiento en la mayoría de las naciones del continente. Los incrédulos se han unido así al coro de detractores que tratan de pre- sentarla como un anacronismo incapaz de plantear soluciones ade- cuadas a los problemas del subdesarrollo, a pesar del hecho de que allí donde ella ha sido establecida, los frutos de la lucha contra el desempleo, el hambre y el analfabetismo han podido ser palpables.

Los vicios y defectos de la sociedad no son, en ningún caso, consecuencia del sistema democrático. La democracia no es mala o inoperante porque haya en nuestros países políticos demagógicos e irresponsables, jueces venales y comerciantes agiotistas. Los sistemas no cambian a los hombres. Por el contrario, los sistemas operan en la medida en que los responsables de ponerlos en funcio- namiento son capaces de comportarse a la altura de determinadas circunstancias y marchar acorde con las exigencias de los tiempos y de las necesidades del momento político, y generalmente, a despecho de como aquellos actúan. El comunismo no hizo mejor a los rusos ni a los cubanos.

El socialismo, en la versión soviética, cubana y ahora venezolana, ha sido presentado como la alternativa al fracaso del sistema democrático. Se habla de él como la panacea de los males sociales atribuidos a una sociedad enferma y caduca que exige ser modifi- cada.

Pero el caso del Mariel en Cuba, el movimiento Solidaridad en Polonia, y la resistencia heroica de las tribus musulmanas en Afganistán, ponían en entredicho este aserto. La peor y más terrible de las derrotas del comunismo en Cuba, fue el hecho de que después de 20

años de propaganda sobre del efecto moralizador de la Revolución, el propio Fidel Castro se viera precisado a confesar, en un estéril esfuer- zo por desacreditar la fuga masiva de cubanos, que los protagonistas del drama del Mariel fueran en su mayor parte prostitutas, chulos, criminales y homosexuales y lo fue porque durante todo ese tiempo se nos decía que la sociedad cubana había sido liberada de indeseables y que todos los elementos indignos de ella habían emigrado a Miami.

La gran denuncia polaca era que fueran los propios trabajado- res quienes se rebelaran finalmente contra un modelo que trató en vano de proyectarse como la fórmula de redención total de una cla- se oprimida y explotada en la sociedad de libre competencia. Como también la lección ejemplarizadora de la resistencia afgana era que fueran las pobres y harapientas tribus musulmanas las que enfren- taran al “liberador extranjero”, cuando precisamente este llegó allí con la falsa consigna de poner fin al sufrimiento y a la esclavitud de una nación por siglos castigada.

Con todo y los magros resultados que ha tenido en algunas partes de este hemisferio, la democracia es el modelo ideal porque no se ha podido demostrar lo contrario. El intento de desacreditarla al través de una comparación de los resultados de otros modelos en esta parte del mundo, solo lograba mejorar la convicción de quienes creían en ella como la vía más idónea para encarar las dificultades del presente y las interrogantes del porvenir.

Los jueces corruptos, los políticos irresponsables e incompe- tentes, los comerciantes especuladores no le restan confiabilidad. El hecho de que exista y funcione a despecho de todo esto en muchos países, con todos los problemas que además su aplicación conlleva, solo habla en favor de ella.

***

El 30 de noviembre, el influyente periódico norteamericano

The New York Times hizo un justo reconocimiento al proceso democrático dominicano, al analizar los alcances del programa de recuperación para la Cuenca del Caribe del presidente Ronald Reagan. No había en esa pieza editorial un solo elogio desmesurado sobre las virtudes de la democracia ni referencia alguna a aquellos que, con frecuencia desesperante, se atribuyen en el país su paternidad y ahí radicaba su mérito.

La democracia dominicana no había sido, en efecto, la deci- sión de un Gobierno ni mucho menos la de un solo hombre. Era el resultado de una gran empresa nacional, el fruto de la unión de muchas voluntades en la búsqueda de un objetivo común, diecisiete años de apego continuo al ideal de libertad que inspiró la jornada independentista. En proporciones diferentes, las administraciones constitucionales desde 1966 hicieron aportes significativos al pro- ceso de democratización. A Joaquín Balaguer, a quien tocó la etapa más difícil, con un país militarmente ocupado por fuerzas extran- jeras y profundamente dividido como consecuencia de una sangrienta guerra civil, correspondió la fase inicial de despegue. Con una nación desgarrada por el odio y postrada por los efectos de una economía que apenas podía mantenerse en marcha, Balaguer aco- metió sin descanso la tarea de impulsar la actividad económica para devolver al país su capacidad para encarar por sus propios medios los problemas internos. En muchos sentidos restableció la sobera- nía financiera de la nación, entonces bajo tutelaje exterior. Cuando asumió el poder en momentos aciagos de nuestra historia moderna, el país no estaba en condiciones siquiera de pagar a los servidores de la administración pública, lo cual se hacía con fondos aportados por la Organización de Estados Americanos (OEA).

Algún tiempo después, las tropas extranjeras abandonaron el territorio nacional y sus programas económicos, sostenidos en una rígida austeridad, comenzaron a dar resultados. Su mayor contri- bución al proceso democrático dominicano fue, sin embargo, la creación y fortalecimiento de una amplia clase media, contribuyendo con ello a borrar en parte las injusticias de una sociedad radicalmente dividida en dos capas sociales: los de arriba, una minoría detentadora de privilegios, y una inmensa mayoría forzada a vivir abajo sin muchas perspectivas.

Como en toda etapa inicial, esta fase del crecimiento democrá- tico dominicano, conllevó muchos lastres. La corrupción se convirtió en una forma de vida burocrática y ello trajo muchas injusticias. La situación de los derechos humanos puso en ese período de nuestro proceso institucional muchas veces en duda el valor real de la democracia en un país, por demás, aquejado por siglos de prejui- cios y desequilibrios políticos y sociales.

Pero las heridas de la guerra civil y la herencia de 31 años de tiranía estaban todavía muy frescas como para que los avances en algunos campos de la democracia dominicana pudieran también manifestarse en un estadio de respeto total a los derechos individuales. El propio Balaguer dijo en una oportunidad con notable acierto que los logros en materia de respeto a los derechos humanos en la administración que le sucedió no hubieran sido nunca posibles “sin 12 años previos de Gobierno reformista”.

El régimen de Antonio Guzmán no pudo superar los lastres de la corrupción, que alcanzó en esta segunda fase de construcción de la democracia dominicana niveles exorbitantes, pero mejoró sus- tancialmente la situación de los derechos humanos, inició un sólido proceso de profesionalización de las Fuerzas Armadas y estableció, en una medida aceptable, una real y efectiva separación de los po- deres del Estado. El proceso iniciado en 1966 entró con Guzmán en una verdadera etapa de madurez, que permitió al país, a pesar de los retrocesos en el campo de la economía, desarrollar un grado de confianza más avanzado con respecto a los resultados de sus propios esfuerzos por crear una democracia confiable, basada en el respeto de los derechos humanos.

Al presidente Salvador Jorge Blanco, le correspondía la no menos difícil tarea de encauzar el proceso hacia un estadio de consolidación, que hiciera de la democracia nacional, con todas sus posibles imperfecciones, una herencia patrimonial de las generacio- nes presentes y futuras. El Presidente se propuso también sentar las bases definitivas del desarrollo económico y la justicia social.

No era la gestión del doctor Jorge Blanco mucho menos meritoria que la de sus antecesores, ni tampoco menos difícil y escabrosa. La extremadamente crítica situación económica que se viera precisado a enfrentar, desde el mismo inicio de su mandato, no consti- tuía de modo alguno una ayuda a la empresa que tenía por delante.

Pero demostraba una inveterada vocación democrática y al analizar el panorama económico latinoamericano y enjuiciar las ventajas del Plan Reagan para la Recuperación de la Cuenca del Caribe, el Times, en cierto sentido, le hacía un tácito reconocimiento a su novel gestión cuando señalaba: “La República Dominicana es una de las pocas democracias que funcionan en los países latinos del Caribe. Constituye un orgullo que el imperio del derecho flo- rezca en un país que una vez fue víctima de una tiranía descarada. El deseo de Washington es alentar este tipo de evolución en Améri- ca Central. Si el Congreso se muestra verdaderamente consecuente con ello, he aquí el lugar dónde demostrarlo”.

***

A comienzos de diciembre, el presidente Ronald Reagan inició una gira por cuatro países de América Latina. La gira del presidente de los Estados Unidos, produjo algunas sorpresas. La más asombro- sa de todas fue la franqueza con que el mandatario norteamericano condenó el proteccionismo como una práctica lesiva al comercio de las naciones en desarrollo.

En un discurso ante empresarios y dirigentes políticos brasi- leños en Sao Paulo, Reagan describió el proteccionismo como “un espectro horrible que acecha al mundo” y “destruye empleos “ en lugar de ayudar a crearlos. Para algunos observadores, a pesar de la crudeza de los términos empleados por el presidente de Estados Unidos, la referencia fue solo un cumplido para satisfacer a su anfitrión, el presidente Joao Figueiredo, quien previamente había advertido a Reagan sobre los efectos de ciertas tendencias proteccio- nistas en las economías del Brasil y de otras naciones en desarrollo. Fue también una muestra de la habilidad del dirigente estadounidense para acomodarse a las situaciones embarazosas. De todas maneras sus palabras tenían un gran significado para la América Latina y, muy especialmente para la República Dominicana, que sufría los efectos de las medidas adoptadas para proteger a los productores domésticos de azúcar de Estados Unidos.

La queja brasileña estuvo relacionada precisamente con el azúcar. Figueiredo informó a Reagan que el sistema de cuotas de im- portación norteamericano costaría ese año alrededor de US$400 millones a su país. En términos estrictamente monetarios el régimen de cuotas no significaba tanto a la República Dominicana, pero su impacto sobre la economía nacional era sin duda mucho más severo que sobre la del Brasil, debido al lugar que ocupaba la industria azucarera en uno y otro país.

Aunque Brasil era el mayor productor de azúcar de caña del mundo y sus ventas excedían varias veces las de la República Dominicana, la actividad era secundaria en su comercio exterior. El año anterior, por ejemplo, las ventas brasileñas al extranjero sobrepasaron los 22,000 millones de dólares y sus ingresos por la venta de azúcares no llegaron al ocho por ciento de las mismas. En cambio, la industria azucarera dominicana alcanzaba cerca de un 35 por ciento o más del volumen del comercio exterior dominicano, aun a los bajos precios de entonces del mercado mundial.

Habiendo pues reconocido Reagan el efecto pernicioso del proteccionismo como práctica comercial, el Gobierno dominicano se encontraba ante una excelente oportunidad de hacer valer sus derechos ante los Estados Unidos en lo que concernía al azúcar, su producto principal de exportación.

El presidente Jorge Blanco pronunció días después, un discur- so en la ceremonia de clausura de la Sexta Conferencia del Caribe para el Comercio, el Desarrollo y la Inversión en la ciudad de Mia- mi. A ese foro asistieron mandatarios y dirigentes centroamericanos y caribeños e influyentes políticos e inversionistas norteamericanos, interesados en el acontecer político, económico y social de la zona.

La situación del mercado azucarero constituía uno de los peores dolores de cabeza del Gobierno nacional. El crítico estado de la industria estatal que producía alrededor de las dos terceras partes de la producción de azúcar, era uno de los síntomas más elocuentes de terrible enfermedad economía que padecía la nación. El éxito de los programas económicos del Gobierno de Jorge Blanco estaba inexorablemente asociado al futuro no solo de la industria azuca- rera, en sentido general, sino a la forma en que pudiera acometer la tarea de rehabilitar financieramente a ese emporio estatal. Bajo las condiciones del mercado internacional, cuyos precios eran por debajo de las costos normales de producción, era imposible aspirar a una rehabilitación de la esfera oficial de la industria.

***

El viaje del presidente Reagan por cuatro países del continente subrayó el interés de la Casa Blanca en los asuntos latinoamericanos y, sobre todo, la lamentable falta de información sobre la que Esta- dos Unidos cimentaba las relaciones con sus vecinos al sur.

Un hecho en particular puso todo esto al descubierto duran- te la breve gira del mandatario estadounidense. En ocasión de un brindis protocolar en Brasil, Reagan incurrió en un grave desliz al mencionar a Bolivia por el país anfitrión. Percatándose de la equi- vocación y tratando de subsanarla, Reagan complicó aún más las cosas. Pidió excusas y comprensión porque Bolivia era la segunda escala de su viaje, cuando en realidad se dirigía después a Bogotá.

Probablemente la sorpresa e indignación que la salida de Reagan produjo neutralizó la proverbial originalidad de sus anfitriones brasileños, porque lo justo hubiera sido que al responder al brindis se hiciera mención de la importancia del viaje de Reagan para el fortalecimiento de los vínculos de América Latina con el Canadá, o algo así.

Quizás los brasileños pensaron que detrás de la terrible equivo- cación se ocultaba una ignorancia fatal del papel de América Latina y cierto desprecio con respecto a la importancia que ella juega a ni- vel mundial, por lo que no había razones para una broma adicional.

El hecho de que un presidente de Estados Unidos confundiera a Brasil con otra nación del mismo hemisferio, en el propio suelo brasileño, iba más allá del humor que tan infortunada salida produjo en todo el Hemisferio. Más que nada proyectó el lugar secunda- rio en que las cuestiones hemisféricas ocupaban en las prioridades norteamericanas. Y justificaban, de igual modo, las dificultades que han tenido los Estados Unidos para mantener a este continente de su lado en la sórdida lucha por la hegemonía mundial que libraba con la primera potencia comunista, la Unión Soviética.

Después de la intervención norteamericana de 1965 se popularizó en el país una anécdota que trataba de demostrar la superficialidad con que Estados Unidos trata sus asuntos regionales. En medio de un vuelo desde Nueva York a Buenos Aires, el piloto anunció por el altoparlante a los pasajeros que en breves minutos “estaremos volando”, sobre territorio del Paraguay. Un antiguo periodista al servicio del Departamento de Estado se acercó a la cabina y musitó al piloto: “Capitán, cuando estemos sobre el Paraguay descienda unos centenares de metros. Necesito ver de cerca al país porque pienso escribir un informe a Washington sobre él”.

La historia era exagerada pero denotaba hasta qué punto la credibilidad norteamericana en América Latina se debilitaba. En efecto, una de las quejas más antiguas se refería al grado de desatención en que Washington mantenía sus nexos con sus vecinos al sur de sus fronteras, en contraste con el creciente y hasta entusiasta interés de sus vínculos con otras áreas mucho más distantes.

Era evidente que el caso de Cuba y la crisis centroamericana hicieron comprender a Estados Unidos lo equivocado que estaban con respecto a la importancia de la región. Sin embargo, sus esfuerzos por recuperar el terreno perdido en el patio de su propia casa no eran sistemáticos ni consistentes.

En esos días un general norteamericano de cuatro estrellas en retiro describió en forma patética la inconsistencia de esas actuaciones. Tras analizar los factores envueltos en la crisis centroamericana el exmilitar, que había sido jefe del Comando Sur con asiento en Panamá, dijo que los guerrilleros poseían una ventaja extraordinaria sobre sus adversarios en la región. Les bastaba continuar luchando en el entendido de que en algún momento, próximo o lejano, no importa cuando, Washington abandonaría a sus aliados en la zona.

Este tipo de actitud, sumada a la inveterada indiferencia por los problemas regionales, le hacía a Estados Unidos más difícil cada día encontrar amigos permanentes en América Latina. Y esta era una de las mayores amenazas a la democracia y a la estabilidad político-social.

***

El 7 de diciembre, Jorge Blanco pronunció en Miami el discurso de clausura de una conferencia de líderes regionales e inversionistas norteamericanos que trataba de encontrar puntos de coincidencia que aseguren nexos económicos y comerciales más estrechos entre Estados Unidos y el Caribe. Y el evento se produjo en momentos en que una accidentada gira del presidente Ronald Reagan por cuatro países latinoamericanos diera a la Casa Blanca una visión más panorámica y realista de la situación y los problemas de sus vecinos de origen latino.

Sus contactos en Brasil y los disturbios que su presencia de cinco horas desataron en Bogotá, convencieron a Reagan seguramente de la urgencia de estos problemas. Los presidentes Joao Figueiredo y Belisario Betancour hablaron a Reagan con inusitada franqueza. Jorge Blanco no podía hacer otra cosa. Por eso su discurso era esperado con ansiedad y despertó tantas expectativas.

Si una cosa distinguía la breve gestión del mandatario dominicano era la franqueza con que actuaba y la sinceridad que imponía a los actos oficiales, a los que despojaba de cierta aparatosa solemnidad tradicional. En ninguna otra ocasión, estuvo el Gobierno norteamericano tan preparado para comprender la gravedad de las dificultades dominicanas como en este momento en que el eco de los gritos de los estudiantes colombianos se escuchaba todavía en los oídos de la comitiva presidencial estadounidense.

Reagan hizo severas críticas al proteccionismo mientras estuvo en Brasil. Muchas de las dificultades dominicanas se relacionan con la forma en que esta práctica comercial afecta su comercio en el resto de las naciones. La política de subsidio a las exportaciones de azúcares de la Comunidad Económica Europea (CEE) debilitaba seriamente la economía nacional, al reducir de manera drástica sus ingresos por concepto de exportación.

Aun cuando esta práctica había sido condenada por la mayoría de las naciones del Tercer Mundo productoras de materias primas como lesivas al libre comercio, no parecía cercano el día en que pudiera ser modificada. A causa de estos subsidios, que ponía a los productores menos eficientes de la CEE a competir en condiciones privilegiadas con las naciones en desarrollo en el mercado azuca- rero, los Estados Unidos se vieron inducidos a adoptar medidas igualmente desfavorables para proteger a sus productores domésticos, amenazados por la competencia de azúcar barata procedente del exterior.

El sistema de cuotas que impuso un límite a los suplidores extranjeros, establecido como parte de ese esfuerzo en favor de los productores de azúcar norteamericanos, oscureció el panorama económico dominicano. La razón descansaba en el hecho de que la asignación aprobada para la República Dominicana fue inferior en 300,000 toneladas al promedio de exportación a ese mercado desde 1975, año en que expiró la ley agrícola que hasta entonces regia el ingreso de azúcares a territorio norteamericano.

Una de las pocas cosas en que los dominicanos se habían puesto de acuerdo alguna vez era en la necesidad de preservar la industria azucarera, como sector más dinámico de la economía. Ella no solo generaba la mayor cantidad de divisas, alrededor de cuatro de cada 10 dólares que se obtenían en el exterior por la venta de productos, y de impuestos, sino que era el renglón que más empleos producía, en un país aquejado precisamente por las altas tasas de desempleo.

Tal como se esperaba, Jorge Blanco abordó los temas básicos de las relaciones con Estados Unidos desde una franca perspectiva nacional, con la franqueza con la cual actuaba en el ámbito de su ejercicio presidencial.

***

El Plan de Emergencia navideño decretado por Jorge Blanco en diciembre resultó en una fuente de disgusto en el Partido Revolucionario Dominicano (PRD), al proporcionar un nuevo pretexto a la llamada “lucha de tendencias”. Además, los informes del partido sugerían vicios en la concepción y aplicación del programa. In- dependientemente de su carácter selectivo, dirigido exclusivamente a dar empleo temporal a militantes del partido oficialista, el progra- ma confrontó serios obstáculos.

En Santiago hubo denuncias de irregularidades. Cientos de enfurecidos activistas del PRD, en protesta por la lentitud que la excesiva burocracia había dado al plan en esa ciudad, ocuparon un edificio público. Los perredeístas se quejaban de que el número de empleos disponibles era excesivamente inferior a lo prometido. Sin embargo, se habló de que se habían confeccionado cheques con arreglo a los números originales.

El plan de emergencia tenía, pues, apenas en sus comienzos, más posibilidades de generarle problemas al Gobierno que dismi- nuir las presiones de su propia militancia sedienta de empleo, como parecía ser su propósito esencial. En enero, cuando el plan conclu- yó, el Gobierno enfrentó serias dificultades. Encaró presiones aún mayores provenientes de miles de partidarios que quedaron cesan- tes después de haber trabajado unas cuantas semanas.

Ese era el punto crítico que al parecer no tomaron en cuenta los creadores del programa de emergencia y que en un período de baja actividad comercial, como es el comienzo de cada año, podía contribuir a intensificar el cúmulo de presiones, ya en un nivel peligrosamente alto que colgaba sobre el Gobierno.

El peor de todos los errores fue, sin embargo, la manera sor- prendentemente excesiva en que el presidente Jorge Blanco com- prometió su administración, asociándola al desenvolvimiento de un programa condenado de antemano al fracaso. Parecería que el Gobierno cediera en esa oportunidad al encanto de un espejismo creado por el exceso de entusiasmo y la fantasía.

Otro aspecto criticable del plan fue la exagerada publicidad oficial. La circunstancia no guardaba relación con las protestas de austeridad formuladas desde el 16 de agosto pasado por un Gobier- no que realizaba esfuerzos, para dejar en el ánimo público la crítica situación de estrechez en que heredó las finanzas nacionales.

Uno de los méritos reconocidos a la administración fue su tem- prana confesión de que no intentaría reelegirse en 1986. Aún para sus adversarios más enconados, este anuncio alentó esperanzas de que los graves problemas económicos y sociales del país serían enfocados y atacados con un criterio exento de demagogia y de todo partidarismo político.

Pero con respecto al plan de emergencia navideño ese no parecía ser el caso. Mejor utilidad se habría dado a esos RD$10.0 millones en un proyecto de viviendas, en la construcción de un hospital o en el mejoramiento de los proyectos de la Reforma Agraria.

***

Después de un año de afanosos debates, la Cámara de Representantes del Congreso de los Estados Unidos votó el 14 de diciem- bre por la aprobación de la Iniciativa para la Cuenca del Caribe del presidente Ronald Reagan. La semana anterior, la influyente Comisión de Medios y Arbitrios recomendó, con algunas enmiendas, su aprobación por el pleno de la Cámara, luego de una gira por el Caribe, que incluyó la República Dominicana. Figuras destacadas del Congreso habían advertido a Reagan sobre el escaso respaldo que su iniciativa tenía en los medios congresuales, debido a las ob- jeciones que plantearon el gobierno y empresarios puertorriqueños. Cabía preguntarse, sin embargo, si en algún momento del largo proceso de espera, desde su enunciación a comienzos de año, hasta su votación por el pleno de la Cámara de Representantes, los congresistas y quienes se oponían al plan en otras esferas del Gobierno norteamericano, ponderaron con profundidad el efecto que el rechazo tendría sobre el futuro de las relaciones entre Estados Unidos y la Cuenca del Caribe.

La iniciativa Reagan era, en efecto, un programa bien concebi- do para contribuir a superar el estancamiento económico de la zona, por medio de incentivos a la inversión privada. Los gobiernos de la región veían en él, un auxiliar a sus propios esfuerzos por mejorar las condiciones de vida de sus pueblos. Pero de ninguna manera el plan planteaba soluciones a todos ni a una gran parte de sus proble-

mas económicos, sociales o financieros. De hecho, la aplicación de un programa de esa naturaleza resultaba de tanto o más interés para los Estados Unidos que para los propios países beneficiarios, ya que estaba diseñado tomando principalmente en cuenta los objetivos de la seguridad norteamericana en la zona.

Con todo y lo positivo que resultaría su aprobación, el plan Reagan era, pues, en esencia imperativo a los intereses norteamericanos por lo que su descuidado tratamiento por parte del Congreso de Estados Unidos constituía un error y una lamentable confusión respecto a cómo dirigir sus actuaciones en un área del más alto valor estratégico en donde sus intereses vitales se han visto permanente- mente amenazados.

Reagan había dicho y reiterado al defenderlo, que él propósito básico del programa era auspiciar una recuperación económica del Caribe para consolidar las formas de vida de la sociedad norteame- ricana y perpetuar, hasta donde fuera posible, los valores esenciales de la democracia occidental.

Obviamente, el plan estaba inspirado en la necesidad de neutralizar la creciente influencia soviética-cubana en la subregión. Sin embargo, las indecisiones norteamericanas despertaron expectación e incertidumbre innecesarias en toda la zona. A escasas horas de la prueba definitiva en la Cámara de Representantes, muchos líderes caribeños que habían depositado en el programa grandes esperan- zas, no ocultaban su preocupación ante la posibilidad de que no obtuviera el número de votos suficientes.

En un discurso ante la recién finalizada Sexta Conferencia del Caribe para el Comercio, el Desarrollo y las Inversiones, celebrada en Miami, el primer ministro de Barbados, formuló las interrogan- tes en una forma dramática al señalar: la Unión Soviética propor- ciona una ayuda de US$9.0 millones diarios a Cuba. ¿Cuánto da Estados Unidos a todo el Caribe?

Esto era lo que muchos dirigentes seguirían preguntándose por largo tiempo, aún si la Cámara de Representantes decidiera aprobar, como lo hizo, la propuesta de Reagan.

***

La oposición puertorriqueña dilató la aprobación del Plan Reagan para la Cuenca del Caribe. Tal como el propio Reagan lo planteó al anunciar el programa en un acto en la sede de la Organización de Estados Americanos (OEA), su objetivo estaba dirigido hacia tres áreas fundamentales: asistencia financiera de emergencia, intercam- bio de incentivo y estímulo a la inversión en los países de la Cuenca.

La primera, consistente en una ayuda de emergencia de 350 millones de dólares, 40 de los cuales fueron asignados a la República Dominicana, fue aprobada por el Congreso y los desembolsos comenzaron a efectuarse de inmediato. Un segundo punto daría facilidades de ingreso libre de impuestos al mercado norteameri- cano de productos de la zona, durante un período de 12 años, que incluía el azúcar, aun pendiente en el Congreso. Y, por último, los incentivos contemplados a la inversión estadounidense en el Caribe mediante una liberación del 10 por ciento de los impuestos, fue rechazada por la propia administración, ante la dura oposición que encontró en los medios laborales de Estados Unidos.

Tenemos, pues, que era poco lo que quedaba de la Iniciativa para la Cuenca del Caribe. Aun así, el programa constituía un respaldo valioso a los esfuerzos por mejorar las condiciones de vida de los pueblos del área, al través de la creación de mayores fuentes de trabajo mediante la inversión privada. Y precisamente por ello resultaba incomprensible la cerrada y hasta cierto punto inexplica- ble oposición puertorriqueña. Al parecer las objeciones isleñas se basaban en la falsa premisa de que algunos de los incentivos que el Gobierno federal norteamericano otorgaba al Estado Libre Asocia- do se moverían hacia otros lugares del Caribe.

Los puertorriqueños creían que esta posibilidad amenazaba la economía de la isla, ya seriamente erosionada por la inflación y la emigración de capitales. Sin embargo, tal conclusión no proyectaba una visión acabada del rol que Puerto Rico estaba llamado a desem- peñar en esta parte estratégicamente vital del hemisferio americano, porque el futuro de la isla como socio rico y próspero del Caribe no estaba asegurado mientras permanezca rodeado de vecinos pobres, propensos a ceder a las tentaciones de la agitación y el desenfreno social.

De manera que la prosperidad de la República Dominicana, Jamaica y otros países de la cuenca era de incuestionable prioridad para el propio crecimiento y bienestar de Puerto Rico, que era la vitrina de la democracia norteamericana en el Caribe.

***

En mi columna del 18 de diciembre de 1982, escribí que las demandas de aumentos salariales planteaban una delicada cuestión de orden moral. En medio de un programa de austeridad, que in- cluía una reducción de salarios a un amplio sector de la administración pública, ¿se justificaría que el Gobierno cediera a las presiones de los maestros, los trabajadores azucareros y la universidad estatal?

¿Qué hacía a esos servidores dignos de una mejor atención que el resto de la sociedad forzada a aceptar las restricciones?

Con todo y lo justo de esos reclamos (la cuestión en esos mo- mentos no giraba en torno a sí eran válidos o no los planteamientos), valía la pena considerar si el éxito de tales demandas no induciría a otros sectores afectados por la austeridad a recurrir a mecanismos de presión e incluso a la acción directa para forzar al Gobierno a ceder.

Las autoridades, en ningún caso, podrían justificar los sacri- ficios impuestos a una parte de la sociedad dominicana si liberaba graciosamente a otros de los mismos. Este era el punto crucial en el conflicto que afrontaba el Gobierno de Concentración Nacional del Partido Revolucionario Dominicano.

En el caso de la universidad estatal, el problema no era, bá- sicamente, que las asignaciones presupuestarias del Estado fueran insuficientes para atender sus requerimientos y cumplir con sus obligaciones académicas. Lo importante era determinar si la uni- versidad estaba dispuesta o había hecho algo en serio para ajustarse a la realidad económica nacional, lo cual no parecía que hubiera sucedido alguna vez. La universidad no había establecido reglas es- trictas al ingreso de estudiantes. Eso afectaba el nivel académico e hipertrofiaba sus gastos. Como resultado, periódicamente se veía corta de recursos y en pleito con el Gobierno.

La experiencia sugería que en el caso hipotético de que el Congreso cediera a las presiones y modificara el presupuesto universitario, los problemas apenas serán transferidos para el año entrante, o el siguiente, a lo sumo. Para entonces, la superpoblación estudiantil, la apertura de nuevas carreras, los contratos de investigación y los aumentos de salarios, pondrían a la universidad estatal nuevamente en enemistad con el Gobierno. Habrá para entonces nuevas demostraciones callejeras, piquetes ante el Palacio y marchas de profesores y estudiantes y, probablemente, otras víctimas inocentes.

Definitivamente la universidad estatal requería de mayores asignaciones, pero la educación superior no era la primera prioridad en materia de enseñanza pública en una nación de más de medio millón de analfabetos adultos.

Este era un punto difícil de tratar no porque las apreciaciones fueran complicadas, sino porque a través de los años los asuntos universitarios llegaron a convertirse en una especie de “vaca sagra- da”, respecto a los cuales pocos se atrevían a incursionar a menos que no fuera para servir de caja de resonancia de las demandas de la “nueva izquierda” aposentada en sus claustros.

Otro problema con la universidad estatal era que siempre sus dirigentes-rectores, profesores, decanos y estudiantes-, han creído que la sociedad está más obligada con ella de lo que ese centro debe estar con el país, y esa era simplemente una inversión clara de valores. Entiendo que la universidad necesitaba mayor atención, pero antes que nada ella debía rendir cuentas claras de cómo gas- taba los recursos que el Estado invertía anualmente en ella. ¿Quién sabía a ciencia cierta, por ejemplo, cuantos profesores tenía, cómo se aplicaban los reglamentos de baja estudiantil, si se hacía, y qué finalidad se daba finalmente a los fondos que recibía? ¿Por qué el Congreso, antes de adoptar una medida irreversible, no planteaba estas cuestiones a la UASD?

***

A menos que ocurriera un milagro, el 1983 vendría cargado de problemas económicos. Las dificultades financieras a las que hacía frente el Gobierno en los primeros cuatro meses de administración, seguirían de acuerdo con todos los pronósticos dominando el pa- norama nacional.

Las luchas internas en el partido oficial, hacían más difícil la tarea del presidente Salvador Jorge Blanco y era casi seguro de que estas rencillas se reflejaran en la economía dificultando los esfuerzos por sacar al país del estancamiento y la crisis económica, la más grave en muchos años. Algunos de los problemas económicos es- tarían directamente relacionados con la situación de los mercados internacionales. No se preveían cambios significativos en el com- portamiento de los precios del azúcar y a lo sumo hubo niveles escasamente superiores durante una buena parte del año.

Una superproducción mundial, unida a las prácticas proteccio- nistas de la Comunidad Europea, mantendrán deprimido el mer- cado azucarero por algún tiempo. La marcha de otros mercados continuaran en baja, previéndose también malos momentos para otros productos tradicionales como el café, el cacao y el tabaco.

La minería no haría sustanciales aportes. Los precios del ferro- níquel mantuviera incierta la producción de la Falconbridge, que ya había hecho despidos masivos de trabajadores. Los días de la Alcoa iniciaban la cuenta regresiva y el futuro del oro no permitía alentar demasiadas esperanzas. Respecto al petróleo, era inútil seguir depo- sitando vanas esperanzas en el día en que un chorro de este mineral brote bruscamente del subsuelo dominicano. Si a este panorama sombrío se agregaba la inveterada tozudez del partido oficial por hacerle oposición, a su propia administración, el Gobierno tendría dificultades muy serias tanto en el campo de la economía como en de la política.

Las dificultades de Jorge Blanco para obtener el apoyo del Congreso al proyecto de Ley de Gastos Públicos era solo un indicio de la magnitud de los escollos que encontraría en su propia gente en los meses venideros. Esto no era nada nuevo en la vida del partido. En muchos sentidos, la oposición que la tendencia oficialista enfrentaba internamente, reflejada principalmente en el Congreso, era en cierto modo otro capítulo del drama que su antecesor, el fenecido presidente Antonio Guzmán, se vio forzado a enfrentar a lo largo de su período.

Las objeciones de tipo político y moral que algunos funcionarios hacían a los congresistas partidarios de una modificación del proyecto de Presupuesto, eran similares a las que ellos mismos escucharon mientras dominaban el Poder Legislativo. Y las mismas actitudes que esos funcionarios critican fueron aquellas que en su tiempo ellos asumieron para asegurar la independencia de poderes en la República Dominicana.

Lo grave de la situación, sin embargo, era la forma en que los intereses grupales en el partido oficial entorpecían no solo la tarea del Gobierno, sino los esfuerzos por sacar al país del atolladero eco- nómico. Los criterios de “tendencias” se sobreponían en el Con- greso, por lo menos en el caso de la Ley de Gastos Públicos, a los intereses nacionales.

En parte quizás el Gobierno tuviera la culpa. Su insistencia en aceptar una modificación del Presupuesto sugería la posibilidad de que el Fondo Monetario Internacional (FMI) haya puesto su mano en él. Si fuera así, lo más razonable era buscar el respaldo de los le- gisladores de su partido explicándolo claramente. A fin de cuentas, fue el licenciado Jacobo Majluta, mientras ejerció por unas semanas la Presidencia, quien habló seriamente por primera vez de la posi- bilidad poner los problemas del país bajo la jurisdicción del Fondo.

***

Al caer el 1982, el extenso informe del secretario general del Partido Revolucionario Dominicano, José Francisco Peña Gómez, sobre los resultados de su reciente gira por Europa, contenía algunas noticias esperanzadoras para los residentes en el Distrito Nacional. Los camiones cisternas y otros equipos donados al Ayuntamiento por varios gobiernos europeos podrían contribuir a mejorar los de- ficientes servicios municipales de limpieza.

El balance de los primeros cuatro meses de gestión del líder oficialista no era halagador, aunque tampoco podía calificarse de negativo. Sin embargo. Con todo lo mala que resultó su adminis- tración al final del cuatrienio anterior, su antecesor, el síndico Pedro Franco Badía tuvo un inicio más auspicioso. Peña Gómez tenía a su favor varios factores. Su condición de líder, casi intocable, en las filas del Partido Revolucionario Dominicano lo salvaban de las críticas internas. Y el recrudecimiento de las pugnas de tendencias distraían la atención ciudadana hacia problemas mayores. De todas maneras, él tuvo más suerte que el presidente Salvador Jorge Blanco con respecto a aquello de la “luna de miel”, el compás de espera que usualmente se otorga a todo Gobierno antes de comenzar a hacerlo víctima de juicio y cuestionamientos.

En parte, Peña Gómez trataba de justificar el fracaso de la ad- ministración edilicia anterior, aunque solo fuera para justificarse si al final él tampoco pudiera hacerlo debidamente. Lo hizo al insistir en la falta de recursos, como un obstáculo a todo programa en favor del mejoramiento de las condiciones físicas de Santo Domingo. Ese era precisamente el argumento de Pedro Franco Badía. Mientras el presidente Antonio Guzmán lo favoreció con subsidios extraordinarios, los servicios municipales fueron aceptables y la ciudad llegó a estar limpia. Cuando estos terminaron, todo se le vino abajo.

El Secretario General y Síndico del Distrito los ha recibido también. Y a diferencia de su antecesor ha tenido un entusiasta res- paldo del sector privado, que ha donado camiones y otros equipos para las labores de limpieza. Además, Peña Gómez ponía al servicio del Ayuntamiento, y de su propia gestión, naturalmente, sus influyentes amistades en gobiernos socialdemócratas europeos, los cuales al parecer correspondían con donaciones que el propio síndico consideraba valiosas y significativas.

El problema de la acumulación de desperdicios hizo mucho daño a la administración edilicia anterior. La basura llegó a cubrir virtualmente la ciudad, cuyo aspecto desmejoró en forma notable, deteriorando las condiciones de vida en la que una vez se consideró un lugar en donde se podía residir.

Franco Badía cometió demasiados errores y perdió la perspectiva de sus propias posibilidades políticas. Cuando creyó tener la sartén por el mango, se olvidó de sus obligaciones fundamentales y utilizó el Ayuntamiento como un trampolín de sus aspiraciones personales. En otras palabras, creyó que podía ser presidente de inme- diato. Peña Gómez y Franco Badía coincidían en un error, al afirmar que el problema vital del Ayuntamiento del Distrito era la falta de recursos. No hay dudas de que los recursos no eran suficientes para atender las necesidades crecientes de una ciudad que se expandía en forma acelerada. Pero ese era solo una parte del problema. Su otra cara era la manera desordenada y poco racional con que se emplea- ban esos recursos. Ocurrió antes y continuaba pasando en 1982.

El propio Peña Gómez acusó en más de una oportunidad a su antecesor de hipertrofiar el gasto municipal con una nómina abultada. Pero ¿cuántos de esos empleados en exceso fueron retirados y cuántos nuevos “compañeros” contribuyeron a hacer todavía más pesada la carga burocrática del cabildo? Nadie quería responder esa pregunta.

***

El Partido Revolucionario Dominicano hacía en el poder mu- chas de las cosas que en su tiempo criticó como malas al Gobierno reformista. Tenemos así que la época de los repartos de alimentos y de dinero volvió a ponerse de moda, con las largas filas de pacientes y esperanzados menesterosos a la espera de una pequeña dádiva. Solo que a finales de 1982, se aplicaban criterios selectivos. Se ha- cían en el partido para su militancia exclusivamente. Esto no hacía bueno lo que en el pasado se consideró una práctica paternalista por quienes entonces la consideraban resabios de un caudillismo y un sistema personalista que se resistía a morir ante el empuje de las nuevas ideas en el albor de una democracia participativa.

Los reformistas tenían el pudor de disfrazar los repartos de dinero. Y nunca tuvieron que avergonzarse de ello porque jamás lo consideraron una práctica condenable. Era una especie de “moral política” reformista que los perredeístas se ocupaban de rehabilitar. Mientras estuvo en la oposición, el PRD abogó por la desaparición definitiva de ese tipo de demagogia partidista. Los repartos refor- mistas brindaban usualmente un espectáculo deplorable. Miles de mujeres, niños y ancianos esperando durante horas, a veces bajo un candente sol o bajo la lluvia, por una funda de alimentos con que saciar momentáneamente necesidades que al día siguiente queda- ban de nuevo insatisfechas.

A contar del ascenso al poder del primer Gobierno perredeísta en agosto de 1978, estos espectáculos desaparecieron de la escena política dominicana. Costó incluso esfuerzo acostumbrarse a ello.

Y los pobres se quejaron porque las promesas de nuevas fuentes de trabajo, que harían innecesarias esas prácticas irritantes, no se crearon con la prontitud que sus urgencias materiales reclamaban.

No hubo en los días previos de la Navidad de 1982 nada que diferenciara los antiguos repartos a los realizados entonces. Se hicieron incluso a nombre del presidente de turno, cosa esta última extraña en un régimen que abjuró de la reelección del mismo día en que asumió las riendas del Estado. Al resucitar prácticas sepultadas, las autoridades se rendían, como otras tantas antes que ellas, a las realidades del poder político. Desde su punto de vista, los repartos cubrieron una necesidad sentida en amplias capas de la sociedad; a las que así se les libró de una noche tradicional, como la del 24 de diciembre, en medio del dolor de una escasez absoluta. Para lo que tuvieron la dicha de alcanzar una caja en los repartos, estos tuvieron también justificados.

Así pues los repartos de dinero y alimentos no eran malos en sí mismos. Todo dependía de cómo se quería verlos. El que al Partido Revolucionario Dominicano le costara cinco años de admi- nistración para comprenderlo, no le quitaba ni agregaba méritos.

Aunque independientemente de su valor político y social, esta forma de hacer proselitismo siempre ofrecerá un espectáculo depri- mente, cualquiera sea el nombre de la causa en que se realice.

***

A finales de diciembre, la llamada “lucha de tendencias” dentro del Partido Revolucionario Dominicano (PRD) llegó tan lejos que ninguno de los grupos que se disputaban la hegemonía, se creía con fuerzas suficientes para imponerse internamente a sus adversarios. Una prueba de ello era la frecuencia con que cada facción recurría al apoyo de elementos externos para consolidar y apuntalar sus as- piraciones.

Ningún otro elemento reflejó la gravedad de la erosión que afectaba al partido oficialista como ese fenómeno. Uno de los esce- narios principales de esa lucha, a veces sórdida, era el Congreso de la República. Las dificultades que encontró el Gobierno en las Cá- maras Legislativas para la aprobación de la Ley de Gastos Públicos, sugería que ni siquiera un asunto de tal importancia se sobreponía a los intereses de ese modelo de proselitismo tan singular en nuestra historia.

La controversia en torno al Presupuesto sometido por el Poder Ejecutivo al Congreso adquirió un tono tan partidario que resultó fácil llegar a la conclusión de que en todo esto no se tocaba el fondo de una cuestión que, quiérase o no, marcó el rumbo del Gobierno y con ello el del país durante todo el 1983 y más allá.

La Avanzada Electoral fue un factor clave en la victoria del presidente Salvador Jorge Blanco. Probablemente sin ella le hubiese sido imposible a los grupos de su tendencia imponer su candida- tura, dada la naturaleza de las fuerzas que internamente entonces se oponían a ella. La “Estructura, que auspiciaba la nominación presidencial del licenciado Jacobo Majluta, podía resultar a quienes permanecían al margen de las querellas perredeístas, una iniciativa extemporánea. Pero en realidad no era más que un esfuerzo por adelantar una candidatura que a finales de 1982, parecía difícil de motorizar desde los organismos ordinarios y oficiales del partido.

Toda la alta dirigencia del PRD parecía estar de acuerdo, por lo menos públicamente, del daño que a la unidad del partido hacía el enfrentamiento interno. Pero la lucha continuó con mayor intensi- dad a pesar de todo. Uno de los que más se le oponía era el secre- tario general José Francisco Peña Gómez, tal vez porque se percató de cómo afectaba su propio liderazgo. Estaba consciente de que no había podido en esa fase de la “lucha” jugar a cabalidad el papel de mediador que en tantas otras oportunidades desempeñó en favor de una unidad cuya importancia él sólo parecía en capacidad de comprender. Su doble condición de síndico del Distrito y líder del partido reducía su capacidad de maniobra al crearle prioridades que lo alejaban de su campo preferido de acción, y para el cual estaba mejor preparado, como lo era sin discusión el de la brega partidaria.

Así las cosas, era cuestión de tiempo determinar en qué grado afectaría finalmente esa “lucha de tendencias” la unidad interna del partido en el poder. Mientras estuvo en la oposición ella constituyó un elemento de dinamismo interno. En cambio desde el poder se convertía en un factor de desunión que obstaculizaba la marcha de su propio Gobierno, como ya ocurrió en el cuatrenio anterior y seguía sucediendo.

Posted in PanoramaEtiquetas

Más de panorama

Más leídas de panorama

Las Más leídas