El nacimiento de la Organización Mundial del Comercio (OMC), en 1995, fue impulsado resueltamente por las grandes potencias como una forma de darles cierta legalidad a las tropelías que vienen cometiendo desde tiempos inmemoriales contra los países del sur global, a los que simularon darles la oportunidad para una igualdad que ha sido una farsa desde el primer día.
Entre las naciones que con mayor entusiasmo apoyaron la creación de la OMC estuvo, por supuesto, Estados Unidos, que incluso la administración Clinton tenía como candidato para ser el primer director al expresidente mexicano Carlos Salinas de Gortari, cuya ficha se cayó cuando estallaron los escándalos encabezados por ese truhan.
Sabemos que el objetivo de organizar la globalización del comercio nunca fue con la intención de favorecer a los países más pobres, pero por lo menos les concedía un espacio para quejarse—casi siempre sin resultado favorable—ante las prácticas desleales de los más poderosos.
Pero al menos disponían de ese recurso, el que aparentemente dejó de existir a partir del 2 de abril cuando el presidente estadounidense, Donald Trump, lanzó sus aranceles globales que han desestabilizado al mundo entero, sin aparentes indicios de un retroceso.
Según la ficha de presentación de la OMC, “es la única organización internacional que se ocupa de las normas que rigen el comercio entre los países. Los pilares sobre los que descansa son los Acuerdos de la OMC, que han sido negociados y firmados por la mayoría de los países que participan en el comercio mundial y ratificados por sus respectivos Parlamentos. El objetivo es garantizar que los intercambios comerciales se realicen de la forma más fluida, previsible y libre posible”.
Esta presentación no ha sido más que un bello poema que algunos en los países del sur se habían creído, por lo menos hasta los aranceles de Trump, pero que, de hecho, ha servido de poco para salvaguardar los intereses de estas naciones suplidoras de materias primas cuando se han visto confrontadas contra los grandes.
Y, ahora con la andanada del republicano, el mundo ha regresado a las peores etapas del oscurantismo comercial, puesto que Trump—con tratados de libre comercio o sin ellos—se ha encargado de fijar el último clavo en el ataúd de la OMC, sabiéndose que para el magnate no existen reglas respetables.