El 25 de mayo pasado, en el barrio de Powderhorn, ubicado a tres millas al sur del centro de la ciudad de Minneapolis, Estados Unidos, mientras cuatro policías arrestaban al ciudadano afroamericano George Floyd, uno de ellos presionó su rodilla durante ocho minutos sobre el cuello del detenido, que se encontraba boca abajo y esposado, hasta causarle la muerte. El asesinato fue contemplado por los demás policías, que nada hicieron por impedirlo.
A partir de que el video con el crimen circuló ampliamente por las redes sociales, muchos ciudadanos indignados de todas las razas, especialmente jóvenes, se lanzaron a las calles a protestar.
Enseguida las protestas se generalizaron por todo el país, incluso por el mundo, donde grandes manifestaciones han tenido lugar frente a embajadas y consulados de los Estados Unidos. Como era de esperar, lejos de llamar a la calma y ordenar de inmediato una investigación profunda de lo sucedido, el presidente Trump se fue a jugar golf, y cuando apareció amenazó con disparar contra los manifestantes, lo cual creó nuevas condiciones para que se recrudecieran las manifestaciones, los enfrentamientos y se produjeran nuevos actos de represión y barbarie policial, junto a saqueos, incendios de estaciones comerciales y otras instalaciones.
De especial gravedad fue el hecho de que los manifestantes se enfrentaron al Servicio Secreto que protege la Casa Blanca, provocando incendios que llegaron a dos cuadras de distancia del lugar, y obligando a que el presidente Trump se refugiase en un bunker.
El hecho, por supuesto, no es aislado. El racismo en Estados Unidos es el pecado original de una sociedad que ha escondido, hipócritamente, bajo una machacona propaganda sobre democracia, derechos y libertades, su larga historia de crímenes contra otros pueblos, dentro y fuera de su territorio.
Desde que empezó el exterminio de los pueblos originarios para robar sus tierras, pasando por la esclavitud que permitió el enriquecimiento de una casta ambiciosa e inhumana, y luego la explotación capitalista de los esclavos, trabajadores humildes e inmigrantes, hasta las agresiones a otros pueblos por robar sus riquezas o someterlos a su tutela, los gobiernos de Estados Unidos, con pocas excepciones, han fomentado el odio, la violencia y el miedo. Todo eso, agravado por la incertidumbre que ha generado la pandemia del coronavirus, los más de 100,000 muertos en la nación más poderosa del planeta y lo más de 40 millones de desempleados, son el detonante de la actual crisis en ese país.
Y esa crisis hubiese tenido al menos paliativos o atenuantes, de haber contado ese país con un líder humano y respetado, comprometido con su pueblo y con la humanidad. La pandemia mostró la falta absoluta de liderazgo del presidente norteamericano, y del sistema que representa en la arena internacional. El asesinato por brutalidad policial de George Floyd ha venido a probarlo hacia el interior de su propio país.
Una semana después del crimen, persisten y se amplían las protestas, a las que se suman medios de comunicación, autoridades civiles y policiales, artistas e intelectuales, figuras de relieve mundial. Lo inédito en este caso, a diferencia de crisis semejantes en los años 60 y posteriores, es que no se trata de un problema solo de la comunidad afroamericana, sino de toda la población, y muy especialmente de los jóvenes.
Ha caído la máscara hipócrita de un sistema brutal y represivo, que seguirá matando en su agonía. Lo que han visto con estupor los norteamericanos en las redes es lo mismo que su gobierno ha hecho con otros pueblos a escala global y desde hace décadas.
Trump amenaza con usar a las fuerzas armadas contra el pueblo que protesta. Sería una acción inconstitucional, violatoria de la ley federal Posse Comitatus Act, vigente desde el 18 de junio de 1878 y que prohíbe expresamente el uso de personal militar y de la Guardia Nacional, si estas se hallan bajo mando federal, para ejercer atribuciones propias de las fuerzas de orden público, o sea, que está prohibido por la ley que el gobierno de los Estados Unidos use fuerzas militares para reprimir a sus ciudadanos dentro de su propio país. Si Trump viola ese precepto, se ubicaría fuera de la Constitución y protagonizaría, de hecho un golpe de Estado.
Toca al pueblo norteamericano impedir que un sistema desesperado, y un presidente derrotado en todos los frentes, violenten su Constitución y sus leyes. Toca a ellos cambiar las estructuras internas que provocan hechos como el asesinato de George Floyd.
Se abre un compás de espera, de vigilia y de esperanzas.