Con apenas dos días de diferencia dos gobiernos de derecha han sido derrotados en las urnas por fuerzas de un signo ideológico contrario. En efecto, el pasado 4 de julio en Gran Bretaña el partido laborista regresaba al poder después de catorce años de gobiernos conservadores y cuarenta y ocho horas después, el domingo 7 de julio una coalición de izquierda lograba el mayor número de asientos en la asamblea legislativa de Francia.

La noticia es interesante y refrescante porque desde hace más de un decenio Europa ha presenciado una marea incesante de avance de los partidos que se declaran identificados con las posturas de la derecha, y salvo España y Alemania, aunque esta última en coalición con verdes y liberales, los demás países del Viejo Continente se han visto gobernados por organizaciones de este signo político.

En épocas pretéritas la comprobación de esta situación no hubiera generado preocupación debido a que desde la terminación de la Segunda Guerra Mundial estos países han sido gobernados alternativamente por la socialdemocracia y la derecha conservadora; pero sucede que últimamente ha surgido un movimiento de ultraderecha que a los europeos les recuerda los regímenes fascistas totalitarios.

En un principio las fuerzas democráticas de izquierda y de derecha buscaron aislar a estos partidos extremistas, pero en los últimos años varias de estas organizaciones han logrado alcanzar el poder, sea por su propia fuerza o en coalición con partidos conservadores. Así lo estamos presenciado en Italia, Holanda y Hungría, con primeros ministros de extrema derecha o en Suecia, Finlandia y Dinamarca en gobiernos de coalición presididos por partidos de derecha.

¿Qué ha sucedido para que esto ocurra? Diversos factores pueden explicarlo, pero estoy convencido de que si no el primero, uno de los más fundamentales ha sido la ola incesante de inmigrantes provenientes del África, Asia y Oriente Medio, que impulsada por el hambre o la guerra ha llegado permanentemente, e in crescendo, a un número importante de países europeos.

Los sectores conservadores de la Vieja Europa se han sentido amenazados por este ejército de inmigrantes que atenta contra su homogeneidad, pues hablan un idioma diferente al suyo, su piel es diferente a la caucásica, su religión es distinta al cristianismo y sus hábitos y costumbres, en ocasiones hasta en la forma de vestir, totalmente extraños para el común de los ciudadanos.

Desde luego, en sus quejas olvidan que muchos de estos inmigrantes se ocupan hoy de aquellos trabajos pesados y penosos que el europeo rechaza porque sus condiciones han mejorado sustancialmente, que su seguridad social necesita para sobrevivir de estos recién llegados porque la población ha envejecido y la económicamente activa ha caído en picada, que muchos de sus héroes en el fútbol vienen de ultramar, y que hasta la aristócrata Gran Bretaña acaba de tener un primer ministro cuyos padres nacieron en la India.

Ahora bien, ante esta realidad que le ha servido de nutriente de crecimiento a la extrema derecha, el movimiento progresista no puede continuar con una narrativa que cada día más lo aleja de los trabajadores y de las clases medias.

A los primeros lo que le interesa es preservar sus empleos, cada día más amenazados por la deslocalización de las empresas, por el desarrollo vertiginoso de la tecnología y la inteligencia artificial, por el fraccionamiento de las empresas y la tercerización, y el impulso de un nuevo modo de producción que a la postre debilita al movimiento sindical.

A las segundas, más que sus propias condiciones materiales de existencia, que les fueron aseguradas por el crecimiento y expansión del estado de bienestar, les preocupa su libertad, sus valores, su familia, y un discurso que riña con sus aspiraciones cotidianas la llevará a inclinarse por opciones diferentes.

Soplos de cambio se sienten en Europa, pero habrá que preguntarse si realmente estos podrán materializarse con el triunfo de la izquierda en Inglaterra y Francia.

En la primera ha llegado al gobierno Keir Starmer, una nueva versión del Tony Blair con su tercera vía, nada comparable con la visión progresista del líder anterior del laborismo, Jeremy Corbyn, por lo que habrá que esperar sus ejecutorias para afirmar que una política distinta al conservadurismo se ha implantado en Gran Bretaña.

Por su parte, en Francia, aunque el Nuevo Frente Popular ha logrado el mayor número de asientos en la asamblea legislativa, no cuenta con la mayoría absoluta para formar un nuevo gobierno. Solo si logra pactar con los seguidores de Macron, el presidente de la República podrá gobernar, pues hacerlo en minoría resultará muy cuesta arriba.

Por lo demás, el Nuevo Frente Popular es una conjunción de fuerzas disímiles en las que se agrupan izquierdistas radicales y moderados, los que les obliga a buscar un consenso interno, que tampoco facilita las cosas.

En todo caso, se abre la esperanza de un ciclo nuevo.

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