Lo que da origen a un sistema de patentes es, fundamentalmente, una finalidad de índole económica.
Para la mayoría de los juristas, con el otorgamiento del monopolio que concede una patente de invención se busca premiar el esfuerzo y la investigación realizada por el inventor y por ende estimularlo a proseguir innovando en beneficio de la sociedad.
No obstante, como las novedades son justamente para la colectividad, deben cumplir el fin social de representar bienestar a todos y no sólo a un pequeño grupo, pues de lo contrario se desnaturalizaría el principio democrático de legislar para el conjunto.
Se entiende que la concesión de patentes pretende que el inventor no sea privado de beneficios exclusivos por su trabajo, excluyendo a terceros de dicha posibilidad. De no existir, los inventos podrían ser copiados por cualquier interesado con cierta destreza una vez los mismos sean divulgados, obligando al inventor a entrar al juego de la competencia sin ventajas adicionales por haber por la presunta inversión cuantiosa que hizo para ser el creador. Por ello, las patentes se basan en objetivos económicos: La creencia de que sin éstas no habría (o habría menos) investigación y desarrollo en el mundo, especialmente en materia de medicamentos.
Sin embargo, resulta curioso que la mayor parte de las investigaciones realizadas por empresas farmacéuticas en países industrializados son financiadas por el Gobierno o, en muchos casos, la investigación es comprada a muy bajo costo a universidades privadas, lo que pone en tela de juicio el argumento de la inversión.
En una época de tantas enfermedades propagándose por todo el mundo, es necesario examinar si el otorgamiento de un privilegio monopólico es la forma más efectiva para recompensar a inventores, especialmente en países subdesarrollados y mercados pequeños como el nuestro que no somos causa eficiente de la invención de medicamentos en el mundo y que si tuviésemos un régimen de patentes menos estricto no sería un disuasivo para que las empresas sigan invirtiendo en innovar.
Toda ley que tienda al ordenamiento de relaciones jurídicas complejas debe tutelar, principalmente, el bien común o interés público, entendido como los beneficios que obtendrá la sociedad en la cual dichas leyes surtirán efectos. Y si partimos de que “toda persona tiene derecho a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten”, se justificaría el ataque a un sistema en el que las invenciones protegidas no benefician a la mayoría de la población por los altos precios que resultan como consecuencia del monopolio.