El tipo de Gobierno en que el criterio de selección de los funcionarios públicos se fundamenta únicamente en los méritos y la aptitud se llama meritocracia. La palabra deriva del latín meritum y básicamente significa “debida recompensa”.
Para designar personas en un puesto estatal en un sistema basado en la meritocracia lo que predomina es la capacidad, que se demuestra con la formación, la inteligencia y el esfuerzo y en algunos casos incluso se pone a prueba con exámenes y concursos, pues aunque esta forma de Gobierno es una utopía que no existe en lugar alguno del mundo en modo absoluto hay países como Finlandia y Singapur en los que se acercan bastante a ella. En América Latina el mejor intento es Ecuador, donde incluso existe un Instituto Nacional de la Meritocracia adscrito al Ministerio de Relaciones Laborales.
Los amiguismos y las relaciones tienen poco valor en la meritocracia, no se accede a cargos públicos por nepotismo, alianzas o tráfico de influencias y no predomina una escala de valores en la que se privilegie el cabildeo, lo que no sólo resulta mucho más justo sino que además garantiza un tren gubernamental más eficiente.
En la mayoría de los países del mundo, y de manera especial en los que aún están en vías de desarrollo (porque en las grandes potencias se cuidan de no dejar ver los hilos), la meritocracia es, lamentablemente, sólo una palabra que sirve para adornar discursos que resultan poco creíbles, pues se ha demostrado de manera irrefutable que afirmaciones como “cada quien tiene lo que se merece” o “al que más estudia y más trabaja le va a mejor” constituyen una versión adulta de la historia de Santa Claus, que suena bien y crea una bonita fantasía pero a fin de cuentas no es real.
Si los principios de la meritocracia fuesen adoptados y extendidos no sólo por los Gobiernos sino también por las empresas, las organizaciones y las entidades educativas, sin dudas el mundo sería mejor. Debería tratarse de una carrera por demostrar el talento con el mismo punto de partida para todos e igualdad de condiciones en el terreno de juego. Una visión progresista en la que la idea del mérito como valor absoluto no sea ilusoria, donde todo el que “aún no ha llegado” sepa que con esfuerzo puede llegar y donde los padres no se sientan como farsantes cuando le dicen a sus hijos que si estudian mucho serán exitosos. Soñar no cuesta.