Una de las características principales de quienes hemos asumido a Jesús como nuestro Señor y Salvador, es aprender a dar a los demás, a no sentirnos apegados a los bienes materiales y estar conscientes de que siempre hay mayor bendición de Dios cuando damos, que cuando recibimos. Jesús nos enseñó a ser humildes y a no apegarnos a las cosas de la tierra, pues nuestro verdadero tesoro está en los cielos junto a nuestro Padre Celestial.
Ese Padre Celestial, Dio, es quien nos ha dado todo lo que tenemos: familia, casa, carro, hijos, inteligencia, bienes, etc. No hay nada de los bienes o posesiones que hemos adquirido, que no haya sido dado por el Dios Todopoderoso, quien nos ama y nos bendice de manera permanente. Y si piensas que todo lo que tienes lo has logrado por tu capacidad de trabajo y tu inteligencia, solo reflexiona por un momento quién fue el dador de esas virtudes y talentos que posees, y que te han permitido lograr todo lo que has alcanzado. La respuesta sin lugar a dudas a dudas ni temores es una sola: Dios.
Él nos ha dado todo. Pero también nos ha señalado cómo debemos actuar frente a los demás para estar siempre en el ciclo de bendiciones que Él tiene para nosotros. En Hechos 20:35, el Apóstol Pablo expresa con claridad precisa lo siguiente: “Con mi ejemplo les he mostrado que es preciso trabajar duro para ayudar a los necesitados, recordando las palabras del Señor Jesús: “Hay más dicha en dar que en recibir”.
Y es que Jesús fue capaz de entregar todo por los demás, hasta su propia vida. Y ese fue el gran ejemplo y el gran legado que nos dejó: Debemos aprender a dar, porque dando recibimos muchas más bendiciones que recibiendo.
Al entender esa verdad de Jesús, es que puede asumir con visión clara el por qué los cristianos damos nuestros diezmos y ofrendas. Estamos absolutamente convencidos de que todo lo que poseemos es de Dios y que al darle una parte a Él, estamos siendo agradecidos y obedientes. La obediencia trae más bendición todavía, dice la Biblia. Cuando ofrendamos y diezmamos estamos abriendo un ciclo amplio y enorme de bendiciones de Dios para nosotros y todos los que nos rodean.
Dios no necesita nuestro dinero ni nuestros bienes. Él quiere ver nuestros corazones y nuestra actitud de ser obedientes para bendecir a otros, como Él nos ha bendecido a nosotros. Cuando damos debemos hacerlos como dice 2 de Corintios 9:7, no por necesidad ni mucho menos por obligación, porque “Dios ama al dador alegre”. Para los cristianos los diezmos y ofrendas son una forma de entrar en ese ciclo de bendiciones eternas de nuestros Señor. Y no es que dando busquemos esas bendiciones, pues si lo hacemos así estamos entendiendo mal el mensaje y actuando contrario a lo que quiere Dios.
Para los que seguimos a Jesús y lo asumimos como nuestro ejemplo y modelo, el diezmar y ofrendar es poner nuestros corazones a los pies del Señor. Cuando diezmamos estamos honrando a Dios, agradeciendo todo lo que Él nos da cada día. Muchos no entienden que el diezmo y la ofrenda es una forma de mostrar lo maravilloso que es Dios con nosotros. Es saber ser agradecidos.
El aprender a dar es parte de la cultura de los hijos de Dios. Nuestra verdadera riqueza está en lo que damos, no en lo que tenemos. Y cuando damos, estamos estableciendo una comunicación directa con Dios. Él ve nuestras acciones y valora nuestras actitudes. Cuando damos, enviamos un mensaje de amor a Dios.
Dice el apóstol Pablo en 2 de Corintios 9:6 que “el que siembra escasamente, también segará escasamente; y el que siembra generosamente, generosamente también segará”. Cuando damos, estamos sembrando amor, compasión, solidaridad. Y esa siembra se multiplicará en una cosecha abundante de todo lo que hemos sembrado.
Cuando damos sin reservas y con alegría, estamos haciendo el bien a los demás. Esa es una de las grandes enseñanzas que nos dejó Jesús: “Nunca cansarnos de hacer el bien”, pues nuestro lenguaje de amor hacia los demás siempre debe ser dar y proteger. Para los que somos hijos de Jesús y seguidores de su ejemplo, el aprender a dar, y hacerlo con alegría y con profunda satisfacción, es parte de nuestro compromiso para amar al prójimo como a nosotros mismos y amar a Dios con toda nuestra alma, con todo nuestro corazón y con toda nuestra fuerza.