Las ciencias jurídicas elementales establecen que, supuestamente, uno solo puede apropiarse de las cosas que -como objetos tangibles- son sobre las que se podría ejercer algún derecho, con la suficiente amplitud y contundencia como el de propiedad.
Sin embargo, somos especialistas en anteceder de “mi” a todo el que nos rodea, especialmente, las personas con las que, de alguna manera, estamos vinculadas. Desde las relaciones familiares: mi papá, mi hermano (sobre todo, si nos enorgullecen); afectivas: mi marido y mi mujer (para marcar territorio, nadie se meta de por medio y se sepa que tiene dueño/a), hasta profesionales: mi abogado y mi doctor (así los demás andan precavidos porque se sobreentiende que no estamos solos, si no, muy bien representados y protegidos).
Se dice “mis hijos”, más que para el público, en señal de posesión, a fin de que ellos mismos comprendan a quién pertenecen, de dónde vienen y por quién deben velar, no vaya a ser que se equivoquen. Mi compañero de estudios, al que se llamará así, siempre que sea un triunfador o una destacada personalidad del que contaremos alguna anécdota para dar a entender que es de nuestra cercanía y que algo tuvimos qué ver en su historia de éxito.
Mi novia, si es de buen ver, para tomarla de la mano y enfilen para otro lado los posibles pretendientes. Mi jefe, si me trata bien, es poderoso y de alta alcurnia, de lo contrario, se le degrada a “el jefe”, con una mueca de desdén incluida.
Mi amiga, en la búsqueda de garantizar fidelidad, confianza y reciprocidad en el trato; mi profesor, si se dedicó a enseñar de verdad y a conciencia, logrando dejar alguna huella en nosotros. Mi candidato, si nos conviene estar bajo su sombra y que nos asocien con él para lo que debe tener vocación de poder o estar ya disfrutándolo. También decimos “mi país” para defenderlo porque de sus defectos solo podremos hablar nosotros y no permitimos que ningún extraño venga a denigrarlo (aunque tenga alguna razón) porque estamos más que convencidos que lo estarían haciendo contra nosotros mismos.
De manera general, ese sentido de pertenencia es válido y nos hace extender nuestros afectos, por encima de los bienes materiales, lo malo es cuando queremos tomar partido y pretendemos sacarles dividendos a esas relaciones, como si de una sociedad comercial se tratara para permitir el uso, disfrute y disposición que solo los dueños pueden ejercer.