En la vida, las heridas de la infancia pueden dejarnos cicatrices profundas, marcas que llevamos con nosotros durante años, a veces sin siquiera darnos cuenta.

Para mí, estas heridas comenzaron en un hogar donde el afecto escaseaba, con un padre ausente y una madre siempre ocupada.

Durante mucho tiempo, estas experiencias definieron quién era y cómo me veía a mí misma. Sin embargo, después de muchos años de búsqueda interior, puedo decir con certeza que he sanado. Pero, ¿cómo supe que había llegado a este punto de paz? El primer indicio fue la calma que empezó a llenar mi interior. Antes, recordar mi infancia era como despertar una tormenta de emociones; Tristeza, ira, y resentimiento eran constantes compañeras cuando esos recuerdos emergían.

Pero, con el tiempo, esas emociones comenzaron a disiparse. Podía pensar en mi niñez sin sentirme abrumada por el dolor. Empecé a ver a la niña que fui con ojos de compasión, entendiendo que hicimos lo mejor que pudimos con lo que teníamos. La segunda señal de sanación fue el perdón. Durante años, creí que perdonar era excusar lo que no debía ser excusado.

Pero descubrí que el perdón es, en realidad, un acto de liberación personal. Es dejar ir el peso del resentimiento que llevamos en el corazón. No fue un proceso fácil ni rápido. Requirió tiempo, reflexión, y en ocasiones, lágrimas. Sin embargo, al final, logré perdonar, no solo a quienes me rodeaban, sino también a mí misma. Mi manera de relacionarme con los demás también cambió radicalmente. Donde antes mis relaciones eran batallas constantes por demostrar mi valía, ahora eran espacios de respeto y cariño mutuo.

Aprendí a poner límites saludables, a decir “no” sin remordimientos, y a rodearme de personas que realmente me valoran. Esto transformó mis amistades y relaciones familiares, llevándolas a un nivel más profundo y auténtico. La terapia fue un pilar fundamental en mi camino hacia la sanación. Contar con alguien que me escuchara sin juicio y que me ofreciera herramientas para entender y procesar mis emociones hizo una diferencia abismal.

También encontré una fuente de consuelo en la escritura. Expresar mis pensamientos y sentimientos en papel me permitió desahogar el dolor y darle un sentido a lo que había vivido.

El momento definitivo en que supe que había sanado llegó cuando comencé a sentir gratitud por mi pasado.

Comprendí que, aunque dolorosas, las experiencias de mi infancia me habían moldeado en la persona que soy hoy: fuerte, resiliente, y capaz de enfrentar cualquier desafío. Agradezco las lecciones que la vida me dio y las oportunidades de crecimiento que surgieron de ellas. Sanar no significa olvidar; es integrar cada parte de nuestra historia en quienes somos hoy. A mis 52 años, me siento en paz, plena y, lo más importante, libre. Si estás en tu propio viaje de sanación, espero que mi historia te inspire a seguir adelante. Porque la libertad emocional es posible, y está al alcance de todos.

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