Creo, si no me equivoco, haber sido, incluso con dos garabatos-libros: Oficio de loco y La otra cara de la política, un peledeísta crítico, y si se quiere irreverente, frente a un fenómeno o falencia histórica-orgánica-institucional de todo el sistema de partidos políticos en nuestro país, anomia que a su vez tiene origen en múltiples causales históricas-sociológicas y culturales; pero, las más sobresalientes son: 1) El caudillismo histórico-estructural que, prácticamente, se instaló e impuso desde la misma fundación de la República en 1844 –y su antecedente remoto: los cinco cacicazgos que, en cierta forma, facilitó el dominio y sometimiento de los tainos por los españoles-; 2) la tesis-realidad de nuestra arritmia histórica, o los famosos ciclos de nuestra historia desde la perspectiva o predominio de los liderazgos-caudillismos (cimiente del autoritarismo) excepcionales y su gravitación omnímoda en el devenir histórico-nacional: Santana-Báez, Luperon-Heureaux, Mon Cáceres-Horacio- Vásquez, Vásquez-Trujillo, y desde otra perspectiva-dimensión, u otros espectros políticos-ideológicos, y también, ético-filosóficos: Balaguer-Bosch y Peña-Gómez; y 3) como consecuencia de esa arritmia histórica-sociológica, la entronización, en todo el quehacer de la actividad política y del ejercicio del poder, de una “cultura política” de culto –o cuando no, de animadversión ciega e irracional- al líder-caudillo, practica de la actividad política entendida como vía de ascenso socio-económico, transito o traspaso de la practica social-montonera -de principios del siglo XX- de los líderes-cacicazgos políticos regionales a las incipientes estructuras orgánicas de los partidos políticos que desembocó en: jerarquías o cúpulas políticas inamovibles en todo el entramado de los partidos políticos, fenómeno del que hasta Fidel Castro –en vida- y el ex presidente español Felipe Gonzales, expresaron su extrañeza. Esto, incluso, y si quisiéramos ser honesto, a pesar de todo el esfuerzo que Juan Bosch hizo por instaurar-perpetuar una escuela política –que trascendiera los partidos políticos-, con apego a lo doctrinario-institucional, como contribución al ejercicio probo y ético de la política, con la intención-novedad pedagógica de elevar la conciencia política del pueblo y de la pequeña burguesía; pero, sobre todo, de adecentar el ejercicio del poder. Sin embargo, y como impostura del paradigma contrario, se declaró a Joaquín Balaguer (la antípoda ética-doctrinaria de Bosch), ¡Padre de la Democracia!
Hecha la anterior pero necesaria disgregación histórica-sociológica, examinemos ahora el fenómeno en su estado actual, vale decir o, preguntar: ¿qué ha cambiado?
Pero, primero, precisemos un error axiomático, y a la vez epistemológico: “los liderazgos no se decretan” (en otras palabras, no basta con desear, querer o que te señalen –vía dedo u herencia-, o que, aunque joven, curtido en prácticas de grupos –no de tendencias o corrientes políticas-ideológicas- se articulen discursos “críticos”-contestatarios nacidos de animadversiones o de alejamientos-rebeldías contra líderes establecidos porque ya no estamos bajo su cobijo-privilegio, o porque dejamos de ser satélites obedientes-sumisos, o peor, porque, por faltas graves –de lealtad o de abuso de confianza-, fuimos echados de esos dioses), para ser líder; por igual, y, en nuestra opinión, más que crisis de los partidos políticos, y si no se quiere hacer una necesaria reforma política-jurídica-constitucional (Ley de partidos políticos, de Régimen Electoral y de reforma al Sistema Judicial), de todo el ordenamiento político-jurídico del país, lo que prevalece es una crisis de las gerencias-cúpulas de los partidos políticos.
No obstante, no se trata –ni lo aupamos- de abogar por un relevo de liderazgos políticos de retaliación, de ajusta cuentas, y ni siquiera, basado en el mero sustento –justificativo- generacional (por el que, algunos, están empujando), si no, basado en un liderazgo emergente, pero de calificación ética-profesional –que existe en los partidos políticos, el sector privado, en una parte de la sociedad civil y en las organizaciones y estamento -de todo género- de la sociedad-. Es por ése tipo de relevo de liderazgo político y social que apostamos sin repeler ni descartar la experiencia –o rechazo, per se, de cualquier liderazgo basado exclusivamente en la edad- ni hacer tabla rasa de todo lo salvable-saludable de lo que hemos logrado-construido. En fin, abogamos por un ideal programático-filosófico en donde predominen y se respeten las instituciones, y, al mismo tiempo, donde los ciudadanos –desde el currículo básico-educativo, los hogares y los partidos políticos se conviertan en agente de cambio, en participación activa, solidaria y militante, hacia la construcción de una sociedad más justa, equitativa y respetuosa de sus tradiciones, arraigos étnicos-culturales; pero, sobre todo, de sus valores patrióticos, épicos y fundacionales
¿Qué ha cambiado?
Si les damos validez, como les damos, al historiador Frank Moya Pons y su testimonial y gráfica obra “El Gran Cambio”, tenemos que aceptar, convencidos por los datos históricos y el rigor metodológico, que, efectivamente, desde 1963 hasta el 2013 (50 años de historia), en el país se ha dado una espectacular “Transformación social y económica”. Eso es innegable –visto desde la base económica-; pero, desde la súper-estructura política, los rezagos y déficits políticos-institucionales, también, son muy evidentes. En tal sentido, diríamos pues, que hemos consolidado una frágil y estable democracia, si se quiere eleccionaria-electoral (práctica-costumbre de ir a votar cada cuatro años), con sus altas y bajas, pero no hemos institucionalizado el país con respecto al afianciamiento e instauración de un régimen de justicia social o redistribución de las riquezas y una división, clara y tajante, de los poderes públicos, pues seguimos con un sistema judicial de colindancias y visos no claros de independencia frente al Ministerio Público, sin desterrar una mal entendida-socorrida “inmunidad parlamentaria”, sin un código del perdedor (cada cuatro años, el partido o el candidato que pierde no reconoce el triunfo del ganador) –entonces entra, una suerte de rémora, la socorrida y gastada figura de una “¡Comisión de notables!”-, sin un código de ética-pública –es decir, que haga obligatorio y de consecuencia, izo facto, la rendición de cuentas de los servidores públicos, so pena la cancelación automática y, si fuere necesario y hubiere indicios de dolo, la traducción a la justicia ordinaria, sin una Ley de Partidos Políticos, acorde a los nuevos tiempos y que regule y privilegie la vida orgánica-institucional de esas organizaciones, por encima de sus líderes-cúpulas, piezas angulares de cualquier régimen democrático, sin una cultura de retiro de los servidores públicos –de alta y medina jerarquía- y lo que prevalece, a todo lo largo y ancho del organigrama estatal; y no pocas instituciones privadas, es una “cultura” de pertenencia de los puestos públicos igualito que en los partidos políticos –fenómeno del que, tampoco, escapan las organizaciones de la llamada “sociedad civil”, que en nuestro país, en honor a la verdad, son u operan –con contadas excepciones, como partidos políticos o agencias de presión política-social o quinta-columna de agendas supranacionales.