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Por: Mikhail Blancovitc
La narrativa dominante exagera los extremos: no estamos al borde de una catástrofe global, pero tampoco vamos camino al milagro económico del siglo. Lo que viene es un ajuste inevitable. Y en ese tablero, Estados Unidos, como jugador clave, ha mostrado sus fichas iniciales: una estrategia fluida, un “hard power” tradicionalmente manejado tras bastidores, pero ahora jugado en vivo y a todo color por un presidente decidido a marcar un hito en la historia — un “Antes de Trump y Después de Trump”.
Estados Unidos ha comenzado a corregir vulnerabilidades críticas en sectores como semiconductores, farmacéutica, tierras raras y manufactura esencial. Con una mezcla de aranceles, subsidios federales y estatales, y la promesa de la automatización y la robótica, busca reubicar industrias estratégicas. El caso de la inversión “no forzada” de $165 mil millones de dólares de TSMC (Taiwan Semiconductor Manufacturing Company) en Arizona —la mayor inversión extranjera directa en la historia de Estados Unidos, prácticamente una ciudad nueva— lo resume todo. Más del 60% de los chips del mundo se producen en Taiwán, a un conflicto de distancia de China —similar a la distancia entre Cuba y Florida. Empresas como Nvidia, Apple, AMD o Qualcomm (conocidas como “fabless”) dependen de TSMC para fabricar sus chips. Esta dependencia es una vulnerabilidad estratégica inédita que ya nadie en Washington o en Wall Street puede ignorar.
China, mientras tanto, ha dejado de ser solo la fábrica de bajo costo del mundo para convertirse en una potencia tecnológica e industrial. Durante décadas absorbió propiedad intelectual clave gracias al acceso a mercados occidentales. Apostamos por una integración pacífica. El “aprendiz” ahora busca superar al maestro. Hoy, China utiliza su aparato regulatorio, cultural y diplomático para expandir su influencia. Hace lo que cualquier potencia haría: defender sus intereses. Pero su estilo ha generado fricción y desconfianza en muchas capitales occidentales, desplazando campeones nacionales en favor de empresas chinas subsidiadas en sectores como renovables, vehículos eléctricos, metales, baterías y químicos. Después de todo, no existe el almuerzo gratis.
Frente a este escenario, países como Vietnam, México o Australia optan por acuerdos discretos con Washington. Estados Unidos, por su parte, parece decidido a priorizar pactos pragmáticos con aliados donde no existan riesgos sistémicos y donde el mensaje estratégico sea claro. Reducir aranceles a autos en Europa o Japón no hará que Ford desbanque a Volkswagen, pero sí facilita el realpolitik americano. Lo estratégico está en otro lado: en negociar marcos regulatorios y fiscales que permitan a empresas como Google, Microsoft, Nvidia, Meta, Cargill, John Deere, Tyson Foods, entre otros, proteger, optimizar y expandir sus operaciones en mercados cada vez más restrictivos. La era de los “blanket agreements” quedó atrás: el nuevo orden será país por país, bajo reglas a medida —más “custom made” que “one size fits all”— negociadas directamente entre las principales capitales del mundo.
Recientemente, Paul Krugman —economista liberal y crítico frecuente de Trump— reconoció en el podcast de Ezra Klein (New York Times) que los aranceles no provocan recesiones por sí solos. Lo que realmente importa es la confianza en el sistema. La Administración Trump deberá cerrar acuerdos visibles y rápidos que otorguen certeza a los grandes capitales sobre dónde y cómo invertir. Los aranceles pueden iniciar la conversación, pero no son —ni pueden ser— la estrategia final.
Europa también enfrenta su propio dilema. Si Estados Unidos impone aranceles de más de 70%, como se proyecta, China podría inundar Europa, Japón y América Latina con productos baratos. Líderes como Emmanuel Macron quedarían atrapados: tras criticar a Washington, tendrían que endurecer su postura frente a Beijing para proteger sus industrias. La fragmentación comercial se aceleraría. China sabe que ese escenario tampoco le conviene. La salida racional sería un gran acuerdo entre potencias que revalorice el “hard power” como instrumento para evitar el caos sistémico.
La moraleja es clara. Estados Unidos no busca traer de vuelta la manufactura de textiles baratos. Quiere reconstruir capacidades industriales que reactiven la economía de la clase media olvidada —un tema que cuenta con apoyo bipartidista en todo el espectro político estadounidense. China, por su parte, necesita madurar su modelo. Ya no puede crecer a costa de desplazar las industrias locales fuera de China. Tendrá que virar hacia una economía más orientada al consumo interno.
Europa y Occidente deben abandonar ilusiones. La autosuficiencia en defensa, energía e industria ya no es opcional si quieren ser aliados creíbles en el nuevo orden global, donde también se disputará el liderazgo en el Medio Oriente, África y el sur de Asia.
Latinoamérica tiene una oportunidad histórica: reforzar su alianza comercial con Estados Unidos bajo reglas claras. México, por ejemplo, no puede convertirse en un receptor de autos chinos a costa de su relación con Washington y el bloque norteamericano. Brasil, Chile y Colombia deben pensar estratégicamente sus posturas, priorizando el pragmatismo comercial sobre las posturas ideológicas. Washington buscará casos de éxito visibles —como República Dominicana, Argentina, Panamá y El Salvador— para contrastarlos con regímenes autoritarios.
El tablero ya está en movimiento. El “black swan” no debe suceder. En esta nueva era, la política y la supervivencia nacional exigirán un balance más pragmático que nunca.
Sobre el autor:
Mikhail Blancovitch es socio fundador de Unicorn Strategic Capital y Grupo Bastión. Además de ser inversionista activo, ha asesorado a inversionistas institucionales como fondos de pensiones, compañías de seguros, oficinas de familia y asesores de patrimonio a través de las Américas, con un enfoque en estrategias de capital privado, fondos mutuos, crédito y activos reales, habiendo participado en transacciones por más de 7 mil millones de dólares en sectores como infraestructura, crédito, energía, private equity y hedge funds. Su carrera académica y profesional incluye estudios y trabajo en Washington, D.C., Nueva York, Chicago, Londres, Uruguay, Argentina, Tel Aviv y Hong Kong. Actualmente, Unicorn Strategic Capital, con base en Miami, tiene presencia en México, Colombia, Chile, Uruguay, Brasil, San Juan y Madrid. Mikhail posee un MBA de Columbia Business School (Nueva York) y un Bachillerato en Ciencias de la Universidad de Puerto Rico en Mayagüez.