Apropósito de la renovada campaña en contra de la violencia de género y los feminicidios, varias personas se han expresado en favor de la instauración de la cadena perpetua como sanción para asesinos de mujeres y violadores.
Las razones que mueven a defender esta posición son entendibles y probablemente compartidas por gran parte de una sociedad cansada de tantos casos de maltrato físico y psicológico y muertes de mujeres a manos de parejas y exparejas. Esto es, el sentimiento natural de que las personas capaces de cometer ciertas atrocidades merecen los más horrendos castigos.
En mi caso particular, cuando veo en la prensa violaciones, feminicidios y demás actos de barbarie, lo primero que siento es que esos delincuentes no merecen estar vivos y si los van a meter presos pues “que los tranquen y boten la llave”. Sin embargo, cuando pienso en frío el tema de la cadena perpetua llego a la conclusión de que en este momento difícilmente pueda constituir una solución eficaz para lograr los efectos deseados.
El endurecimiento de las penas no basta para disuadir a potenciales delincuentes ni constituye lo más efectivo. Más bien, un procedimiento idóneo y conducente a garantizar condenas tiene mayor efecto disuasivo. Es decir, tener la certeza de que si cometes un delito serás condenado a cumplir un tiempo en prisión desincentiva más la acción de delinquir que el conocimiento de que existe una pena como la cadena perpetua en un sistema con tantas debilidades judiciales y procesales que probablemente salgas libre antes de que se llegue a cualquier condena.
Lo más relevante para tratar de modificar conductas delictivas es la efectividad de la respuesta estatal en aplicar sanciones, no la dureza de las mismas.
Por otro lado, el sistema carcelario dominicano no está ni cerca de estar preparado para mantener personas en prisión de por vida. La escasa capacidad para alojar a los reos, que se ha traducido en condiciones extremas de hacinamiento, impide que sea viable contemplar una cuota nueva, permanente y ascendente, como la que resultaría de la aplicación de la prisión perpetua. De hacerlo, no sólo agravaría un problema que ya en muchas cárceles del país es casi inmanejable, sino que trastornaría los esfuerzos, hasta ahora parcialmente exitosos, de tener un nuevo modelo penitenciario capaz de reformar a los internos para reinsertarlos en la sociedad.
El tema podría contemplarse en el futuro si existieran en ese entonces otras circunstancias en nuestro país, pero en el estadio actual de cosas se requiere primero un fortalecimiento de la justicia, un saneamiento de la Policía, un mejoramiento de la capacidad investigadora del Ministerio Público y, entre otras cosas, una modificación del Código Procesal Penal, antes de pensar siquiera en paliativos que maquillarían el problema pero no lo resolverán.