Durante el primer lustro de los años 70, la democracia en el mundo enfrentaba serios peligros. La rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética, en plena Guerra Fría, generaba un clima de desconfianza y tensión, caracterizado por golpes de estado y dictaduras militares en el hemisferio occidental, así como por conflictos armados y guerrillas en muchos países en vías de desarrollo.
Además, era una época en que las economías occidentales enfrentaban los efectos de la crisis del petróleo de 1973 y se encontraban inmersas en un proceso de estancamiento económico, conocido como “estanflación”, que involucraba, además del bajo crecimiento, un elevado nivel de inflación.
La desconfianza en las instituciones políticas y judiciales era común en muchos países del hemisferio. El caso “Watergate” provocó la primera renuncia de un presidente en la historia de los EE. UU., Richard Nixon, en 1974; y los juicios y sentencias de los implicados dañaban la credibilidad de los gobiernos y del sistema democrático en todo el mundo.
La caída de Saigón y la derrota de los EE. UU. en la guerra de Vietnam se percibía como un fracaso político y ético de magnitud, en un país que había insistido en continuar una guerra impopular, a la cual sus ciudadanos se oponían mayoritariamente.
En Europa, la situación no era mejor. Los gobiernos del Reino Unido e Italia atravesaban crisis políticas y económicas, agravadas por las disputas entre los sindicatos y el gobierno Laborista de Harold Wilson en el caso del primero, y el involucramiento de la Democracia Cristiana italiana con la corrupción y el crimen organizado.
Era un “mundo en caos”, como lo describió Richard Haass en su libro “The World in Disarray: American Foreign Policy and the Crisis of the World Order”, escrito en 2017.
En este contexto desalentador y desfavorable para la democracia, se firmaron los “Acuerdos de Helsinki” en el marco de la “Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa (CSCE)”. La CSCE fue un foro de diálogo creado para reducir las tensiones de la Guerra Fría y fomentar la cooperación entre los países de Europa oriental y occidental.
Los acuerdos de Helsinki fueron suscritos por 35 países -33 de Europa oriental, excluyendo Albania, más los Estados Unidos y Canadá- en la ciudad del mismo nombre, en Finlandia, el 1 de agosto de 1975. En el bloque occidental, la firma de estos acuerdos fue recibida con escepticismo, ya que el hecho de que la conferencia tuviera lugar bajo un esquema de diálogo entre dos regiones de Europa legitimaba las fronteras impuestas por la Unión Soviética después de la Segunda Guerra Mundial, país que reivindicaba para sí el espacio geográfico de Europa oriental.
Los líderes del bloque soviético, y especialmente la Unión Soviética, celebraron la firma de los “Acuerdos de Helsinki” como una gran victoria diplomática. El “hubris” de los soviéticos, en un momento en que creían que “el futuro les pertenecía”, los llevó a pensar que estos acuerdos consolidaban los gobiernos de “socialismo real” en toda Europa del Este, a pesar de que los mismos carecían de legitimidad.
La “gerontocracia” que lideraba la Unión Soviética, con Leonid Brezhnev a la cabeza, junto con los “lideruchos” que ejercían el poder en los países de Europa Oriental por delegación, ignoraba que estos acuerdos contenían el germen de destrucción de un sistema que ya mostraba signos de agotamiento.
No previeron que los “Acuerdos de Helsinki” serían la chispa que daría lugar al surgimiento de movimientos disidentes en toda Europa oriental, los cuales desafiarían a estos regímenes totalitarios. Esto se debía a que dichos acuerdos incluían un componente de derechos humanos destinado a promover y proteger las libertades y derechos individuales en los países firmantes (civiles y políticos, sociales, económicos, culturales, y de las minorías) con normas de verificación concretas, proporcionando una base legal para exigir reformas y respeto a los compromisos adquiridos.
De este modo, emergió la figura de Václav Havel, un destacado dramaturgo, disidente checo -y posteriormente presidente de la República Checoslovaquia y Checa durante los periodos 1989-1992 y 1993-2003, respectivamente- como clave para utilizar los “Acuerdos de Helsinki” para impulsar reformas democráticas en la entonces Checoslovaquia; y para formar la “Carta 77”, un movimiento de derechos humanos que exigía al entonces gobierno checoslovaco respetar las disposiciones de derechos humanos incluidas en dichos acuerdos.
Este movimiento se extendió a otros países de la región, liderado por figuras como Lech Wałęsa y Adam Michnik en Polonia, Andrei Sakharov en la Unión Soviética, y Rudolf Bahro en Alemania Oriental, quienes jugaron un papel crucial en la lucha por la democracia en ellos.
Sin embargo, no fueron solo ellos; en toda Europa oriental, miles de ciudadanos anónimos enfrentaron el totalitarismo, sufriendo el oprobio de los más débiles, la delación de vecinos, el escarnio de los vendidos, la pérdida de empleos, cárceles, exilio e incluso la muerte, en una batalla por la democracia cuyos resultados eran, en ese momento, impredecibles.
La adopción del compromiso de “vivir en la verdad”, que Václav Havel y otros disidentes de Europa del este defendieron, significó un compromiso ético en la lucha por la democracia en la región que al final resultaría victorioso. Este compromiso implicaba el rechazo a la desinformación, las noticias falsas y toda forma de propaganda, entendiendo que el totalitarismo solo era viable a través de la manipulación de la verdad. Se promovía la adopción de principios éticos, integridad moral y valores democráticos inquebrantables, en un entorno que presionaba por la conformidad colectiva, el “mirar hacia otro lado” y abstenerse de opinar “ante lo mal hecho”. También fomentó la creación de redes de solidaridad entre aquellos que compartían el compromiso de “vivir en la verdad”, como una forma de contribuir a la creación de una comunidad que aspirara a vivir en libertad y democracia.
Así se practicó la “buena política”, ejerciendo “un duro y lento trabajo sobre duras maderas, con una combinación de pasión y sensatez… en la que lo que es posible nunca hubiera sido logrado si en este mundo individuos [como estos] no hubieran intentado repetidamente lo imposible”, como expresara Max Weber en uno de sus tantos trabajos sobre ese tema. Fueron ciudadanos como estos, junto a miles de otros que desde el anonimato lograron lo imposible intentándolo repetidamente.
Hoy, cuando la democracia peligra y los malos gobernantes se multiplican como la verdolaga, se hace más necesario que nunca adoptar el compromiso de “vivir en la verdad” como forma de asegurar su supervivencia y la elección de buenos gobiernos.
Como diría el teólogo y pastor luterano alemán Dietrich Bonhoeffer, asesinado por órdenes de Hitler, apenas unas semanas antes de la caída de Berlín, en un campo de concentración nazi por su participación en una conspiración para derrocar al fascismo y asesinar al tirano: “Guardar silencio frente al mal es en sí mismo un acto de mal: Dios no nos dará por inocentes. Cuando no hablas, estás hablando. Cuando no actúas, estás actuando.”