Según la Corte Constitucional de Colombia la política criminal consiste en el conjunto de respuestas que un Estado estima necesario adoptar para hacer frente a conductas consideradas reprochables o causantes de perjuicio social con el fin de garantizar la protección de los intereses esenciales del Estado y los derechos de los residentes en el territorio bajo su jurisdicción. Dicho conjunto de respuestas puede ser de la más variada índole. Puede ser social, como cuando se promueve que los vecinos de un mismo barrio se hagan responsables de alertar a las autoridades acerca de la presencia de sucesos extraños que puedan estar asociados a la comisión de un delito. También jurídica, como cuando se reforman las normas penales. Además, puede ser económica, como cuando se crean incentivos para estimular un determinado comportamiento o desincentivos para incrementarles los costos a quienes tengan conductas reprochables. Igualmente puede ser cultural, como cuando se adoptan campañas publicitarias por los medios masivos de comunicación para generar conciencia sobre las bondades o consecuencias nocivas de un determinado comportamiento que causa un grave perjuicio social. Adicionalmente pueden ser administrativas, como cuando se aumentan las medidas de seguridad carcelaria. Inclusive pueden ser tecnológicas, como cuando se decide emplear de manera sistemática un nuevo descubrimiento científico para obtener la prueba de un hecho constitutivo de una conducta típica (sentencia C-646, de 2001).
Partiendo de esta definición y de su funcionamiento para responder a las conductas consideradas reprochables, nos encontramos con el primer gran escollo y no es otro que la ausencia de estadísticas pues, salvo honrosas excepciones, en nuestro país no contamos con mediciones reales sobre la criminalidad y, resumiendo la frase del físico y matemático británico William Thomson Kelvin: “Lo que no se mide, no se puede mejorar”.
En 1998, Guillermo Moreno publicaba un artículo en el que realizaba una serie de preguntas entre las que destacamos las siguientes: ¿cuál es el porcentaje de criminalidad en la República Dominicana? ¿Cuáles son las infracciones más recientes? ¿Hay alguna tendencia específica de la criminalidad por zona geográfica? ¿Cuál es el porcentaje de expedientes penales en los que se produce una decisión de fondo?
¿Cuál es el porcentaje de reincidencia?, etc. El exprocurador fiscal del Distrito Nacional culminaba estas preguntas señalando que las autoridades y funcionarios judiciales no tenían respuesta para ninguna de estas interrogantes, situación que, más de 20 años después y no obstante contar con más herramientas para recabar información, sigue igual o peor.
A propósito de la respuesta jurídica, hace unas semanas escuchaba al profesor y abogado Miguel Valerio señalar con contundencia que en la República Dominicana no se puede hablar de política criminal, esto así tomando como principal causa la vigencia de un Código Penal adoptado en el país en 1884, pero cuya redacción es de inicios del Siglo XIX. No me cansaré de repetir que, en un mundo en constante cambio como el nuestro, tener petrificada la norma penal es un pecado mortal. Siguiendo con las diferentes contestaciones, tampoco contamos con respuestas sociales, culturales o económicas, menos con soluciones administrativas o tecnológicas, por ejemplo, son prácticamente inexistentes las campañas en contra de las conductas consideradas reprochables y las pocas que se realizan, como en materia de violencia contra la mujer, resultan poco efectivas. Y ni hablar de prevención, como en los demás problemas que afectan a nuestra sociedad, sólo actuamos reactivamente.
Podemos concluir que todos los actores llamados a articular la política criminal del Estado en la República Dominicana han decidido, de manera armónica y continua, no dar respuesta a la criminalidad, y dejar a la sociedad sin protección para sus bienes jurídicos.