La historia de la humanidad nos demuestra que por más avances científicos, sociales y tecnológicos que experimentemos, el curso de los acontecimientos no es rectilíneo, y que nada garantiza que conquistas democráticas puedan mantenerse inmutables, pues un líder con objetivos incorrectos desde su posición puede bastar para socavar con sus actuaciones lo que ha costado años lograr.

Y esos mismos avances pueden ser la vía para propagar en un universo cibernético sin fronteras reales, salvo las censuras existentes en dictaduras, ideas retorcidas, mensajes que incitan al odio o que estimulan la discriminación por cualquier causa, los cuales con la misma rapidez que se esparcen son aceptados por muchos sin ningún análisis, a pesar de que en ocasiones resulta evidente la falsedad de los alegatos o su falta de rigor científico o fundamento lógico.

Esto es así porque lo que cuenta para algunos no es ni la verdad, ni la razón ni la justicia, sino la satisfacción de un vil deseo de dejarse arrastrar por donde sus demonios internos los conduzcan, jugando en muchas ocasiones al autoengaño de pretender erigir sus causas por cuestionables que sean, como misión salvadora de sus pueblos que en realidad oprimen, o restauradora de la moral, sin darse cuenta que como inquisidores carentes de misericordia y amor al prójimo, están más lejanos de la fe que dicen profesar, que los que supuestamente representan una amenaza para esta.

Por eso a Nicolás Maduro no le ha importado que la oposición que por años conculcó le diera la sorpresa de superar sus mañas y estuviera preparada para documentar sus alegatos de victoria, y que a los ojos del mundo, salvo sus contados aliados por conveniencia geopolítica, la evidencia mostrada por la oposición y su negativa a mostrar las actas, lo haya desnudado como un dictador que se niega a aceptar los resultados de las urnas, que se cree dueño de un país que él y su régimen han empobrecido, provocando un éxodo masivo, y quien con total desparpajo declara que no le entregará el poder a quienes con ánimo de justificarse tilda de “oligarquía fascista”.

Lo que aconteció en Estados Unidos el 6 de enero de 2021 con el asalto al Capitolio incentivado por el expresidente Trump en su patológica negación de su derrota, no solo fue un atentado a la institucionalidad y a los pilares democráticos de ese país, que durante años ha reivindicado ser modelo de democracia, sino un terrible precedente, como ocurrió en Brasil, y pudiéramos ver en otros países. Y como no ha habido una sanción a ese comportamiento y peor aún, la Suprema Corte lo eximió de esta por un supuesto derecho a la impunidad penal de los presidentes por actos cometidos en sus mandatos, las posibilidades de que los hechos se repitan son reales, pues la conducta continúa y así como se niegan hechos como la asistencia a un mitin de sus opositores denunciando que es creada por inteligencia artificial, se podrá negar los resultados electorales si no fueran favorecedores por más demostrables que sean, y eso es un atentado que puede hacer tanto o más daño que un arma de destrucción masiva.

La tranquila transición y toma de posesión para el segundo y último mandato del presidente Abinader, aunque parece un hecho ordinario, más allá de la novedad del lugar en el que se llevará a cabo, o de la cantidad de invitados que asistan, en estos tiempos bizarros de negación de realidades y de atentados a la institucionalidad, debe ser motivo de satisfacción que por más débil que sea nuestra democracia tengamos un liderazgo que ofrece incluso poner freno al recurrente apetito de eternizarse en el mando, pues como está demostrado la democracia no solo necesita de sus instituciones, sino de líderes que no sean capaces de negarlas.

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