Aunque resulte inexplicable, nada capta más la atención del público que los acontecimientos violentos con escenas dantescas, mientras más macabras, mejor. El despliegue de episodios criminales y sangrientos, provocados por personajes siniestros -desde depravados a psicópatas- crea una extraña adicción por sus historias que se ven alimentadas con el morbo de sus seguidores cautivos. Increíblemente, las biografías de mafiosos, sátrapas, dictadores, depredadores y asesinos en serie (o todos a la vez) resultan más llamativas que la de nuestros propios próceres; esas existencias perversas marcadas por el terror, crean una viciosa necesidad de obtener cada vez más información sobre ellas.
Es preocupante que los horrores propios de esas figuras despreciables provoquen una morbosa curiosidad por descubrir sus detalles más sórdidos, al punto de justificarlas (por su niñez desgraciada) y hasta generar admiración. Incluso, sus actuaciones se disfrutan como hazañas, llegando al extremo de rendirles culto para que su recuerdo permanezca en el tiempo; así, se mantienen en la memoria de todos, como un enfermizo ejemplo social que se perpetua en la comercialización de su imagen y en una absurda idolatría, cual si fueran héroes dignos de admiración y no patanes con pies de barro.
Las series y novelas de narcotraficantes tienden a glorificar al cabecilla y lo muestran como el más valiente, poderoso y adinerado -además de apuesto y viril- con toda una legión de mujeres que no pueden resistírseles y se rinden a sus pies. Tan infalibles son, que la muerte los alcanza al final, cuando ya se han valido de mil argucias y han superado dificultades de las que siempre salen ilesos, después de haber ridiculizado a sus perseguidores, como si estos fueran los villanos de la película y no los defensores de la ley y el orden. Las palomas disparando a las escopetas.
Los titulares de periódicos, documentales, reportajes y libros garantizan su éxito, si muestran de manera descarnada las grandes miserias del ser humano, sus desviaciones, vicios y manías, preferiblemente en escenarios grotescos y repulsivos. La fascinación por la tragedia -con el sufrimiento como consecuencia- atrae como la miel a las moscas, es de consumo masivo y parecería incontenible. No es casualidad que se conozca más de Al Capone que de Lincoln, de Trujillo que de Luperón y de Pinochet que de Allende.
Esa inclinación perniciosa que raya en el sadismo habla más de nuestros vacíos existenciales que de esas trayectorias desgraciadas cargadas de odio; al parecer, son el reflejo del espejo con el que nos estamos mirando por dentro, tan carentes de valores que, sin darnos cuenta, nos proyectamos en la falta de ellos.